Uno de los carritos de un gran supermercado del barrio donde yo vivía rodaba
solo, sin que nadie lo empujara. Era un carrito igual
que todos los otros:
de alambre grueso, con cuatro rueditas de goma
(las de adelante un poco más
juntas que las de atrás, lo que le daba su forma
característica) y un caño
cubierto de plástico rojo brillante desde el que se
lo manejaba. Tan igual
era a todos los demás que no se lo distinguía por nada.
Era un supermercado
enorme, el más grande del barrio, y el más concurrido, así que tenía más de
doscientos carritos. Pero el que digo era el único que se movía por sí
mismo. Lo hacía con infinita discreción: en el vértigo que dominaba el
establecimiento desde que abría hasta que cerraba, y no hablemos de las
horas pico, su movimiento pasaba inadvertido. Lo usaban como a todos los
demás, lo cargaban de comida, bebidas y artículos de limpieza, lo
descargaban en las cajas, lo empujaban de prisa de góndola en góndola, y si
en algún momento lo soltaban y lo veían deslizarse un milímetro o dos,
creían que era por la inercia.
Solamente de noche, en la calma tan extraña de ese lugar atareadísimo, se
hacía perceptible el prodigio, pero no había nadie para admirarlo. Apenas si
de vez en cuando algún repositor, de los que empezaban su trabajo al
amanecer, se sorprendía de encontrarlo perdido allá en el fondo, junto a la
heladera de los supercongelados o entre las oscuras estanterías de los
vinos. Y suponían, naturalmente, que se lo habían dejado olvidado allí la
noche anterior. El super era tan grande y laberíntico que no tenía nada de
raro, ese olvido. Si en esa ocasión, al encontrarlo, lo veían avanzar, y si
es que notaban ese avance, que eran tan poco notable como el del minutero de un reloj, se lo explicaban pensando en un desnivel del piso o en una corriente de aire Cesar Aira para leer el cuento completo:dentificacionesimaginarias.blogspot.com/2006/08/el-carrito-caira.html
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