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lunes, 27 de septiembre de 2010

Abelardo Castillo, la mamà de Ernesto

i Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo
supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo
aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de
frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza -porque la
idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia- nos hiciera
sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio
como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos,
porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos
bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta
cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.

Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que
habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una
especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor
de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno.
Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en
el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.

   -¡No!

   -Sí. Una mujer.

   -¿De dónde la trajo?

Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos -porque él tenía un
particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente
notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias-, y luego, en voz
baja, preguntó:

   -¿Por dónde anda Ernesto?

En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar unas semanas a El Tala,
y esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la
mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:

   -¿Qué tiene que ver Ernesto? Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.

   -¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?

Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie
habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que
recorren los pueblos; descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda.
Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si
tendría cuarenta años.
Abelardo Castillo
para leer el cuento completo : www.paginadigital.com.ar/tallerliterario/elearning/topic.asp?TOPIC_ID=62
cuadro: Ergon Schielle

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