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lunes, 10 de diciembre de 2012

Tom Waits, .. y todo el mundo es verde


Tilo Wenner, Correspondencia Del Fuego"


Mientras yo te miro, tú muestras tu alma.
Tus detalles más pequeños me conmueven;
por ejemplo, un cabello sobre tu frente, un
lunar en tu vientre.

Todos los días te descubro y describo;
al día siguiente vuelves a ser la desconocida.
Nunca faltaré a tus citas.
Nada me parece inútil en ti.
Lo revelador es el modo como compones tu
imagen.
Decir que eres la dueña de las nubes, es
apenas indicar uno de tus atributos.
Todo lo que tocas se convierte en correspondencia
del fuego.
Tus manos lucen mejores que las estrellas
en una noche de verano en el mar.
Estás llena de señales; eres como un mapa
de un país imaginario.
Eres transparente y sabia.
Tu sangre es mansa y volcánica.
Eres tan cambiante como la permanencia.
Lo que reflejan tus ojos es lo distinto que
podría ocurrir.
Siempre estás abierta.
El magnetismo que irradias contamina a todos
los que se te acercan.
Escandalizas con tu inocencia al cielo y la
tierra.
Brillás más que una garza en un plenilunio
de otoño.
Eres como una lluvia imprevisible.
Amo cada uno de tus momentos.
Eres real, y sin embargo eres la ilusión
perfecta.
Eres niña como un gran pan de azúcar.
Cuando tú me miras callo y sonrío.

"Efímero", de Ko Un



Una trescientas millonésima de segundo,
si eso es lo que dura una partícula,
considera qué interminable es un día


¿Piensas que un día es demasiado corto?

Gran codicia.
Ko Un 

Augusto Monterroso, sinfonìa concluida

-Yo podría contar -terció el gordo atropelladamente- que hace tres años en Guatemala un viejito organista de una iglesia de barrio me refirió que por 1929 cuando le encargaron clasificar los papeles de música de La Merced se encontró de pronto unas hojas raras que intrigado se puso a estudiar con el cariño de siempre y que como las acotaciones estuvieran escritas en alemán le costó bastante darse cuenta de que se trataba de los dos movimientos finales de la Sinfonía inconclusa así que ya podía yo imaginar su emoción al ver bien clara la firma de Schubert y que cuando muy agitado salió corriendo a la calle a comunicar a los demás su descubrimiento todos dijeron riéndose que se había vuelto loco y que si quería tomarles el pelo pero que como él dominaba su arte y sabía con certeza que los dos movimientos eran tan excelentes como los primeros no se arredró y antes bien juró consagrar el resto de su vida a obligarlos a confesar la validez del hallazgo por lo que de ahí en adelante se dedicó a ver metódicamente a cuanto músico existía en Guatemala con tan mal resultado que después de pelearse con la mayoría de ellos sin decir nada a nadie y mucho menos a su mujer vendió su casa para trasladarse a Europa y que una vez en Viena pues peor porque no iba a ir decían un Leiermann* guatemalteco a enseñarles a localizar obras perdidas y mucho menos de Schubert cuyos especialistas llenaban la ciudad y que qué tenían que haber ido a hacer esos papeles tan lejos hasta que estando ya casi desesperado y sólo con el dinero del pasaje de regreso conoció a una familia de viejitos judíos que habían vivido en Buenos Aires y hablaban español los que lo atendieron muy bien y se pusieron nerviosísimos cuando tocaron como Dios les dio a entender en su piano en su viola y en su violín los dos movimientos y quienes finalmente cansados de examinar los papeles por todos lados y de olerlos y de mirarlos al trasluz por una ventana se vieron obligados a admitir primero en voz baja y después a gritos ¡son de Schubert son de Schubert! y se echaron a llorar con desconsuelo cada uno sobre el hombro del otro como si en lugar de haberlos recuperado los papeles se hubieran perdido en ese momento y que yo me asombrara de que todavía llorando si bien ya más calmados y luego de hablar aparte entre sí y en su idioma trataron de convencerlo frotándose las manos de que los movimientos a pesar de ser tan buenos no añadían nada al mérito de la sinfonía tal como ésta se hallaba y por el contrario podía decirse que se lo quitaban pues la gente se había acostumbrado a la leyenda de que Schubert los rompió o no los intentó siquiera seguro de que jamás lograría superar o igualar la calidad de los dos primeros y que la gracia consistía en pensar si así son el allegro y el andante cómo serán el scherzo y el allegro ma non troppo y que si él respetaba y amaba de veras la memoria de Schubert lo más inteligente era que les permitiera guardar aquella música porque además de que se iba a entablar una polémica interminable el único que saldría perdiendo sería Schubert y que entonces convencido de que nunca conseguiría nada entre los filisteos ni menos aún con los admiradores de Schubert que eran peores se embarcó de vuelta a Guatemala y que durante la travesía una noche en tanto la luz de la luna daba de lleno sobre el espumoso costado del barco con la más profunda melancolía y harto de luchar con los malos y con los buenos tomó los manuscritos y los desgarró uno a uno y tiró los pedazos por la borda hasta no estar bien cierto de que ya nunca nadie los encontraría de nuevo al mismo tiempo -finalizó el gordo con cierto tono de afectada tristeza- que gruesas lágrimas quemaban sus mejillas y mientras pensaba con amargura que ni él ni su patria podrían reclamar la gloria de haber devuelto al mundo unas páginas que el mundo hubiera recibido con tanta alegría pero que el mundo con tanto sentido común rechazaba.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Leonard Cohen, famoso impermeable azul


Son las cuatro de la mañana. Finales de diciembre.
Ahora mismo, te estoy escribiendo,
para saber si estás bien.
Nueva York es frío, pero me gusta donde vivo.
Suena música en Clinton Street durante toda la tarde.
He oído que estás haciéndote
una pequeña casa en medio del desierto.
Ahora, tu vida no tiene sentido.
Espero que escribas algún tipo de diario.
Sí, y Jane vino con un mechón de tu pelo.
Me dijo que se lo habías dado
aquella noche que decidiste desintoxicarte.
¿Lo has hecho realmente?
La última vez que te vimos,
parecías mayor.
Tu famoso impermeable azul
estaba gastado por los hombros.
Has estado yendo a la estación a mirar los trenes.
Y volviste a casa, sin Lili Marlene.
Y has tratado a mi mujer como un objeto más de tu vida.
Y cuando volvió conmigo, ya no era la esposa de nadie.
Bueno, te veo ahí, con una rosa entre tus dientes.
Otro debilucho ladrón gitano.
Veo a Jane despierta.
Te manda recuerdos.
Y todo lo que puedo decirte,
hermano mío, mi asesino, es …
¿Qué puedo decir?
Supongo que te echo de menos.
Supongo que te perdono.
Me alegro de que te cruzaras en mi camino.
Si alguna vez vienes por aquí, ya sea por Jane, o por mí.
Tu enemigo estará durmiendo,
y su mujer es libre de hacer lo que quiera.
Sí. Y gracias
por el problema que le quitaste de delante.
Yo creía que estaría ahí siempre,
y por eso nunca había intentado solucionarlo.
Y Jane vino con un mechón de tu pelo.
Me dijo que se lo habías dado
aquella noches que decidiste cortar con todo.

Roberto G Castañeda

Soy un neurótico en una convención de budistas. Soy el solitario que ve películas en silencio, el que hace el amor besándote todo el cuerpo, el que toca la guitarra hasta las tres de la mañana, el que escribe historias imperfectas, el que reniega del amor como un todo, el que duerme con la tristeza acurrucada, el que te dice al oído las cosas más perversas, el que morirá a solas sin una plegaria,
el que sueña con los ojos mirando al techo, el que le mira las piernas a las chicas guapas, el que camina sin cuidarse las espaldas, el que viaja en Metro y detesta las ensaladas, el que come atún con galletas, el que bebe hasta que sus musas bailan desnudas en la madrugada. Soy alcohólico y no me preocupa remediarlo. Soy el más cínico, el menos tierno, el que te seduce con la mirada. Soy el pendejo que colecciona canciones y poemas que siempre te arrancan alguna lágrima.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Cazuza,

E ser artista no nosso convívio
Pelo inferno e céu de todo dia
Pra poesia que a gente não vive
Transformar o tédio em melodia

( y ser artista en nuestra convivencia
por el infierno y el cielo de todo dìa

para la poesìa que la gente no vive
trasnformar el tedio en melodìa)
Cazuza

Calle 13 ( Cuando se lee poco, se dispara mucho )



El martillo impacta la aguja
La explosión de la pólvora con fuerza empuja
Movimiento de rotación y traslación
Sale la bala arrojada fuera del cañón
con un objetivo directo
la bala pasea segura y firme durante su trayecto
Hiriendo de muerte al viento, más rápida que el tiempo
defendiendo cualquier argumento
No le importa si su desitno es violento
Va tranquila, la bala, no tiene sentimientos
Como un secreto que no quieres escuchar
la bala va diciéndolo todo sin hablar
Sin levantar sospecha, asegura su matanza
Por eso tiene llena de plomo su panza
para llegar a su presa no necesita ojos
Y más cuando el camino se lo traza un infrarojo
la bala nunca se da por vencida
Si no mata hoy, por lo menos deja una herida
Luego de su salida no habrá detenida
Obedece a su patrón una sola vez en su vida
Hay poco dinero, pero hay muchas balas
Hay poca comida, pero hay muchas balas
Hay poco gente buena, por eso hay muchas balas
Cuidao' que ahí viene una (Pla! Pla! Pla! Pla!)
Se escucha un disparo, agarra confianza
El sonido la persigue, pero no la alcanza
La bala sacas sus colmillos de acero
Y sin pedir permiso, entra por el cuero
Muerde los tejidos con rabia y arranca,
El pecho a las arterias para causar hemorragia
Vuela la sangre batida de fresa
Salsa boloñesa, syrup de frambuesa
Una cascada de arte contemporaneo
Color rojo vivo, sale por el cráneo
Hay poco dinero, pero hay muchas balas
Hay poca comida, pero hay muchas balas
Hay poca gente buena, por eso hay muchas balas
Cuidao' que ahí viene una (Pla! Pla! Pla! Pla!)
Serìa inaccesible el que alguien te mate
Si cada bala costara lo que cuesta un yate
Tendrías que ahorrar todo tu salario
Para ser un mercenarío, habría que ser millonario
Pero no es así, se mata por montones
Las balas son igual de baratas que los condones
Hay poca educación, hay muchos cartuchos
Cuando se lee poco, se dipara mucho
Hay quienes asesinan y no dan la cara
El rico da la orden yel pobre la dispara
No se necesitan balas para probar un punto
Es lógico, no se puede hablar con un difunto
El diálogo destruye cualquier situación macabra
Antes de usar balas, diparo con palabras
Pla! Pla! Pla! pla!
Hay poco dinero, pero hay muchas balas
Hay poca comida, pero hay muchas balas
Hay poco gente buena, por eso hay muchas balas
Cuidao' que ahí viene una (Pla! Pla! Pla! Pla!)

Julio Cortàzar, bolero

Qué vanidad imaginar
que puedo darte todo, el amor y la dicha,
itinerarios, música, juguetes.

Es cierto que es así:
todo lo mío te lo doy, es cierto,
pero todo lo mío no te basta
como a mí no me basta que me des
todo lo tuyo.

Por eso no seremos nunca
la pareja perfecta, la tarjeta postal,
si no somos capaces de aceptar
que sólo en la aritmética
el dos nace del uno más el uno.

Por ahí un papelito
que solamente dice:

Siempre fuiste mi espejo,
quiero decir que para verme tenía que mirarte.
Julio Cortazar

Fink, Yesterday Was Hard On All Of Us


Juan Benet, Volveràs a Region,(fragmento)

 La gente de Región ha optado por olvidar su propia historia: muy pocos deben conservar una idea veraz de sus padres, de sus primeros pasos, de una edad dorada y adolescente que terminó de súbito en un momento de estupor y abandono. Tal vez la decadencia empieza una manañana de las postrimerías del verano con una reunión de militares, jinetes y rastreadores dispuestos a batir el monde en busca de un jugador de la fortuna, el donjuán extranjero que una noche de casino se levantó – con su honor y su dinero; la decadencia no es más que eso , la memoria y la polvareda de aquella cabalgata por el camino del Torce, el frenesí de una sociedad agotada y dispuesta a creer que iba a recobrar el honor ausente en una barranca de la sierra, un montón de piezas de nácar y una venganza de sangre. A partir de entonces la memoria es un dedo tembloroso que unos años más tarde descorrerá los estores agujereados de la ventana del comedor para señalar la silueta orgullosa, temible y lejana del Monje donde, al parecer, han ido a perderse y concentrarse todas las ilusiones adolescentes que huyeron con el ruido de los caballos y los carruajes, que resucitan enfermas con el sonido de los motores y el eco de los disparos mezclado al silbido de las espadañas al igual que en los días finales de aquella edad sin razón quedó unido al sonido acerbo y evocativo de triángulos y xilófonos. Porque el conocimiento disimula al tiempo que el recuerdo arde: con el zumbido del motor todo el pasado, las figuras de una familia y una adolescencia inerte, momificadas en un gesto de dolor tras la desaparición de los jinetes, se agita de nuevo con un mortuorio temblor: un frailero rechina y una puerta vacila, introduciendo desde el jardín abandonado una brisa de olor medicinal que hincha otra vez los agujereados estores, mostrando el abandono de esa casa y el vació de este presente en el que, de tanto en tanto, resuena el eco de las caballerías. Cuando la puerta se cerró – en silencio, sin unir el horror a la fatalidad ni el miedo a la resignación – se había disipado la polvoreda: había salido el sol y el abandono de Región se hizo más patente: sopló un aire caliente como el aliento senil de aquel viejo y lanudo numa, armado de una carabina, que en lo sucesivo guardará el bosque, velando noche y día por toda la extensión de la finca, disparando con infalible puntería cada vez que unos pasos en la hojaresca o los supiros de una alma cansada, roben la tranquilidad del lugar.
J Benet
cuadro: Salvador Dalì

jueves, 8 de noviembre de 2012

Jesus Lizano, las personas curvas

Mi madre decía: a mí me gustan las personas rectas

A mí me gustan las personas curvas,


las ideas curvas,
los caminos curvos,
porque el mundo es curvo
y la tierra es curva
y el movimiento es curvo;
y me gustan las curvas
y los pechos curvos
y los culos curvos,
los sentimientos curvos;
la ebriedad: es curva;
las palabras curvas:
el amor es curvo;
¡el vientre es curvo!;
lo diverso es curvo.

A mí me gustan los mundos curvos;

el mar es curvo,
la risa es curva,
la alegría es curva,
el dolor es curvo;
las uvas: curvas;
las naranjas: curvas;
los labios: curvos;
y los sueños; curvos;
los paraísos, curvos
(no hay otros paraísos);
a mí me gusta la anarquía curva.
El día es curvo
y la noche es curva;
¡la aventura es curva!

Y no me gustan las personas rectas,

el mundo recto,
las ideas rectas;
a mí me gustan las manos curvas,
los poemas curvos,
las horas curvas:
¡contemplar es curvo!;
(en las que puedes contemplar las curvas
y conocer la tierra);
los instrumentos curvos,
no los cuchillos, no las leyes:
no me gustan las leyes porque son rectas,
no me gustan las cosas rectas;
los suspiros: curvos;
los besos: curvos;
las caricias: curvas.

Y la paciencia es curva.


El pan es curvo

y la metralla recta.

No me gustan las cosas rectas

ni la línea recta:
se pierden
todas las líneas rectas;
no me gusta la muerte porque es recta,
es la cosa más recta, lo escondido
detrás de las cosas rectas;
ni los maestros rectos
ni las maestras rectas:
a mí me gustan los maestros curvos,
las maestras curvas.
No los dioses rectos:
¡libérennos los dioses curvos de los dioses rectos!

El baño es curvo,

la verdad es curva,
yo no resisto las verdades rectas.
Vivir es curvo,
la poesía es curva,
el corazón es curvo.
A mí me gustan las personas curvas
y huyo, es la peste, de las personas rectas.
Jesus Lizano  
cuadro: G Klimt

Led Zeppelin,


Frank Kafka, el puente

Yo era rígido y frío, yo estaba tendido sobre un precipicio; yo era un puente. En un extremo estaban las puntas de los pies; al otro, las manos, aferradas; en el cieno quebradizo clavé los dientes, afirmándome. Los faldones de mi chaqueta flameaban a mis costados. En la profundidad rumoreaba el helado arroyo de las truchas. Ningún turista se animaba hasta estas alturas intransitables, el puente no figuraba aún en ningún mapa. Así yo yacía y esperaba; debía esperar. Todo puente que se haya construido alguna vez, puede dejar de ser puente sin derrumbarse.
Fue una vez hacia el atardecer -no sé si el primero y el milésimo-, mis pensamientos siempre estaban confusos, giraban siempre en redondo; hacia ese atardecer de verano; cuando el arroyo murmuraba oscuramente, escuché el paso de un hombre. A mí, a mí. Estírate puente, ponte en estado, viga sin barandales, sostén al que te ha sido confiado. Nivela imperceptiblemente la inseguridad de su paso; si se tambalea, date a conocer y, como un dios de la montaña, ponlo en tierra firme.

Llegó y me golpeteó con la punta metálica de su bastón, luego alzó con ella los faldones de mi casaca y los acomodó sobre mi. La punta del bastón hurgó entre mis cabellos enmarañados y la mantuvo un largo rato ahí, mientras miraba probablemente con ojos salvajes a su alrededor. Fue entonces -yo soñaba tras él sobre montañas y valles- que saltó, cayendo con ambos pies en mitad de mi cuerpo. Me estremecí en medio de un salvaje dolor, ignorante de lo que pasaba. ¿Quién era? ¿Un niño? ¿Un sueño? ¿Un salteador de caminos? ¿Un suicida? ¿Un tentador? ¿Un destructor? Me volví para poder verlo. ¡El puente se da vuelta! No había terminado de volverme, cuando ya me precipitaba, me precipitaba y ya estaba desgarrado y ensartado en los puntiagudos guijarros que siempre me habían mirado tan apaciblemente desde el agua veloz.

Fernando Pessoa, todas las cartas de amor son ridìculas

Todas las cartas de amor son
ridículas.

No serían cartas de amor si no fuesen
ridículas.

También escribí en mi tiempo cartas de amor,
como las demás,
ridículas.

Las cartas de amor, si hay amor,
tienen que ser
ridículas.

Pero, al fin y al cabo,
sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor
sí que son
ridículas.

Quién me diera el tiempo en que escribía
sin darme cuenta
cartas de amor
ridículas.

La verdad es que hoy mis recuerdos
de esas cartas de amor
sí que son
ridículos.

(Todas las palabras esdrújulas,
como los sentimientos esdrújulos,
son naturalmente
ridículas).

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Crucis, los delirios del mariscal ( si, otra vez)


Octavio Paz, las palabras

Dales la vuelta,
cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,

dales azúcar en la boca a las rejegas,
ínflalas, globos, pínchalas,
sórbeles sangre y tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo galante,
tuérceles el gaznate, cocinero,
desplúmalas,
destrípalas, toro,
buey, arrástralas,
hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.
Octavio Paz

Leonardo Favio,Nazareno Cruz y el lobo (completa)

Luis Martin Santos, tiempo de silencio

Nacer, crecer, bailar una vez en la fiesta del pueblo delante de la procesión del Corpus con el moño alto, porque era buena bailarina y se decidió, que sí, que a pesar de todo, a pesar de estar determinada al dolor y a la miseria por su origen, ella debía bailar ante el palio en la procesión del Corpus, en la que el orgullo de la custodia a todos los campesinos de la plana toledana salva, hundirse después, hundirse hacia la tierra, rodear el airoso talle (que la hizo elegir para la fiesta) de tierra asimilada, comida, enterrarse en grasa pobre, ser redonda, caminar a lo ancho del mundo envuelta en esa redondez que el destino otorga a las mujeres que como ella han sido entregadas a la miseria que no mata, huir delante de un ejercito llegado de no se sabe dónde, llegar a una ciudad caída de quién sabe qué estrella, rodear la ciudad, formar parte de la tierra movediza que rodea la ciudad, la protege, la hace, la amamanta, la destruye, esperar y ahora gemir. 
 Luis Martin Santos 

Hugo Vera Miranda, Era màs alta que Gabriela Mistral

Con tacos altos era más alta que Gabriela Mistral. Tenía los ojos más azules que la divina. Se decía llamar Jennifer Brown. Su verdadero nombre era tan grotesco que merecía el olvido. La conoció en La Bohemia. Un lupanar de poca monta de un pueblo olvidado del sur. Había llegado de no sé dónde. De un lugar más cálido que el nuestro. Habían tomado tanto que al llegar a su habitación, lo único que recordaba, es que se había sacado su peluca rubia, sus ojos azules quedaron en un vasito en la mesita de noche y se había sacado los tacos. Había quedado normal como todas las mujeres después del intento. Al despertar le preguntó por un tajo que le atravesaba parte de su anatomía. Ella le contestó: cabrón, toda la noche me hablaste de mi tajo o es que ya no te recuerdas. Era bien poco lo que recordaba. Casi nada. Solo que era alta. Que tenía los ojos azules, que era rubia y que habían tomado toda la noche. Le dieron cinco años por matar a Belarmino Custodio Sánchez Aguinaga. Al salir de la cárcel se hizo llamar Katiuska.
Hugo Vera Miranda inmaculadadecepcion.blogspot.com.ar

martes, 6 de noviembre de 2012

Leonardo Favio, (bolsita de mis recuerdos)


Leonardo Favio, Lo que sè

Sé que “artista” es lo único que puedo escribir en el espacio de los formularios  donde se solicitan a uno tener profesión respetable.
Sé que muchos colegas dudan entre esa palabra y alguna que, con una ligera distorsión de la realidad, provea una estructura más sólida, como “cineasta”, “cantante”, “constructor  de edificios” o “actor”. Pero yo nunca fui actor: trabajé de actor, que es muy distinto, porque no sabia hacer otra cosa
Sé que me dediqué al cine porque en el cine  no se notan los errores ortográficos.
Sé que un artista es el que primero debe aceptar su profesión, y como tal debe asumir el reto que implica la mirada atónita de tantos burócratas. Al fin de cuentas, está el sastre que me hace el traje para que yo lo luzca y estoy yo que hago una película para que él la vea. Cada uno tiene un oficio en la vida Y yo he podido vivir con dignidad de uno hermoso.
Sé que está en  mis genes, que es agradable pasar por la vida sin haberle dado ganas de morir a nadie.
Sé que la video casetera es un artefacto maravilloso que revolucionó  el ámbito de los realizadores. Los chicos de ahora tienen la fortuna de poder ver las películas todas las veces que haga falta, rebobinar, y volver a ver las escenas que les interesan. En mi época, eso sólo era posible en largas sesiones en el cine de barrio, que alternábamos con el café de la esquina. Así vi  El ciudadano unas treinta veces.
Sé que cuando hice Crónica de un niño solo era un pibe de 21 años y nadie me daba bola
Todos se reían de mi película y anduve con la lata bajo el brazo cuatro años para que la vieran. Tuve que encontrar un loco como yo para que me produjera: estaba en Mendoza y él llegó con un auto y dos chicas. Yo le vi la cara de productor y me acerqué. Era Luis  De Stéfano. Tuve mucha suerte. En ese sentido, Dios fue muy bueno conmigo.
Sé que nadie quiere hacer mal cine o una película mediocre: todos queremos empatar con Orson Welles. El que no logra algo que valga la pena, no es porque no lo haya querido, sino por que no le dieron las alas Por eso soy enemigo de una critica a mis colegas.
Sé que su veo una película y no me gusta, prefiero mentir y decir que no la vi antes que hablar mal en cinco minutos del trabajo de un tipo que estuvo dos años elaborando algo. Mal puedo yo juzgarlos, por que soy consciente del trabajo que eso significó, golpeando puertas, chupando medias, sufriendo humillaciones.
Sé que su algo me gusta, sí, lo grito a los cuatro vientos. Por ejemplo, Pizza, birra faso, es una de las obras más bellas que he visto en los últimos tiempos. Cuando la vi, sentí una ligera envidia: me gustaria haberla filmado yo.
Sé  a ciencia cierta que tenes que tener mucho de suicida para meterte en el cine. Es un camino muy doloroso si se lo hace con pasión. Cubrir los costos, lidiar con gente que no entiende nada, es muy desgastante. Por lo menos para mí. Y los críticos tienen mucho que ver con ese malestar. Olvidan que solo hacemos películas, que no queremos lastimar a nadie.
Sé que nunca voy a olvidar la critica de un inescrupuloso que señalaba que era un absurdo que un tipo del campo usara jeans en Nazareno Cruz y el lobo. Evidentemente, este buen hombre nunca fue al campo. Y, además, ¡mucho mas absurdo era que el gaucho se convirtiera en lobo!.
Sé, o intuyo, que la belleza que debemos perseguir se parece bastante a la que se da en el cine iraní. Hace mucho propongo, que en lugar de contaminarnos con el cine norteamericano que te golpea la retina con una explosión, intentemos un cambio al estilo iraní, que te golpea el corazón con cosas del corazón. Yo quisiera que se trabajen más las atmósferas, los climas, las cosas simples.
Sé que tengo mucha esperanza en los jóvenes, pero me gustaría que además de estar tanto tiempo en las universidades, visitaran la vida, salieran a pasear por las calles perdidas de Buenos Aires. Veo como que la gente vive en el contrafrente , y lo que hace falta, a mi entender, es salir un poco al bacón.
Sé que hay que sentarse por lo menos una vez en la vida en la sala de espera de un hospital.
Sé que hay que enamorarse de la gente con desparpajo.
Sé que no tengo mas ganas de vivir prisionero de datos y de fechas. Cuando filmaba Perón, sinfonía de un sentimiento, no solo me equivoque y puse en el balcón del 45 a un diputado del 73, sino que lo mate a Perón un año antes. Después de seis años de trabajo estaba confundidísimo. De casualidad una persona se dio cuenta.
Sé que después, cuando nos metimos con Soriano en un proyecto para hacer un documental sobre el Che Guevara, me embalé, lo embalé a él, me desinflé y me dio vergüenza llamarlo de puro miedo de que mandara al carajo. Ahora sé que ese proyecto fue más bien un pretexto para que charláramos un rato.
Sé que si me quieren juzgar por mi cancionero, no pueden compararme con Wagner. Ni siquiera con León Gieco. Porque mi canción apunta a lo más sencillo.
No pretendo que tiemble Neruda, sin simples canciones. Sé que soy un compositor de vuelo rasante.
Y creo que Dios es un exagerado.
Leonardo Favio
 este texto fue publicado en el diario Pàgina 12 hace muchos años, no tengo la fecha precisa
(

domingo, 4 de noviembre de 2012

Robert Plant , nave de los locos


Robert Plant : Lo que sè

Después de todo este tiempo, he descubierto que lo que hago es sorprenderme a mí mismo.
Todo lo que comienza como un momento de pasión explosiva puede terminar como un cabaret, veinticinco o treinta años más tarde.
La diferencia entre la gente que toma un camino u otro es cuatro o cinco pulgadas de más en la cintura.
Siempre estoy aprendiendo. Es fundamental que me mantenga al día, sin perderme en la tierra traidora del cliché y los premios a la trayectoria.
No se supone que continúe haciendo lo que hago para siempre. Pero sería maravilloso que así fuese.
No puedo juzgar a los demás. Yo sólo tengo suerte porque mis chicos ya están grandes y ahora no me necesitan tanto. Por eso puedo disfrutar este maravilloso mundo de la música.
Ser un cantante es algo muy unidimensional, podés perderte en tu propio tedio y repetición.
Con Led Zeppelin nunca fuimos una banda de medio pelo, siempre fuimos realmente temibles.
Conozco bandas que no han editado un disco en décadas y están tocando para 20 mil personas por noche. Pero ése no es el logro, sino poder seguir sorprendiéndote. La cola nunca debe mover al perro.
Si sos un cantante, nunca podés decir dónde termina el camino, porque el trabajo nunca está hecho. Una vez que lo tenés, no te podés sentar encima. Tengo que probar y cambiar el paisaje. Tengo que encontrar un nuevo lugar, perderme ahí y encontrarme otra vez. Soy un hombre mayor ahora, así que eso es aún más importante.
Cada vez que tuve que despedirme de algún amor, siempre me aseguré de que mi colección de discos estuviese a salvo en el baúl de mi auto. A veces las despedidas fueron demasiado apresuradas, así que no era posible mantener el orden alfabético. Pero siempre me fui con mis discos. Eso siempre fue algo esencial.
Ahora estoy tocando mucho la guitarra acústica, algo que no me atrevía a hacer en los ’70. No podía mirar una guitarra sin palidecer porque estaba junto a uno de los más espectaculares guitarristas de fines del siglo veinte.
Todo el mundo me ha dado consejos. Todos tienen algo para decirte. La mayoría de la gente me ha aconsejado hacer las cosas más obvias en lo que respecta a mi carrera. Cosas que me hubiesen empujado al abismo.
Tengo cinco nietos y se maravillan ante mi locura. Pienso que debo haberles contado buenos cuentos antes de hacerlos dormir. Hoy puedo poner a la gente a dormir durante un viaje de 24 horas en un micro. No es lo que solía hacer antes, pero son otros tiempos. Y todo el mundo conoce las viejas historias. A esta altura, algunas son fábulas.
No sé cómo hice para mantener mi pelo en su lugar. He tenido mucha suerte. Mi madre era una gitana, tenía mucha sangre negra y su pelo era muy muy grueso. No podías pasarle un peine. Así que he sido muy afortunado. Y cada vez que quiero cortármelo, los peluqueros se niegan a hacerlo.
Cada vez que dudo sobre cortarme o no el pelo, escucho una canción de David Crosby. Se llama “Casi me corté el pelo” y dice no me voy a rendir/ voy a dejar que mi bandera de freak flamee libre. Cada vez que camino por un aeropuerto junto a mis amigos me enorgullezco de no habérmelo cortado, de que siga largo. Todavía siento un vínculo con todo aquel tiempo y esa época. Así que no soy un viejo hippie triste... Soy un viejo hippie alegre, supongo.
Si hoy me encontrase con el joven que fui cuando tenía 25 años, mi consejo sería no te juzgues demasiado severamente. Y tomá todos los riesgos que puedas, tenés que atreverte a buscar aventuras con tu voz. Porque querés ser sólo un cantante y eso no es suficiente.

esta nota fue tomada del diario pàgina 12 el domingo 28 de octubre de 2012

Joan Fuster, efecto cadera

Nuestra abuela se rompió una cadera al caerse, eso es lo que creíamos nosotros, pero llegó el médico y dijo que había sucedido justamente lo contrario: se había caído al rompérsele una cadera. Las relaciones causa?efecto son engañosas. Basta cambiar el orden de los hechos para que la realidad se ponga patas arriba. Mi abuela estaba de pie, frente a su tocador. Entonces, el peso de su cuerpo quebró un hueso y la pobre fue a parar al suelo. Ahora bien, si uno se encuentra a su abuela en el suelo, con la cadera rota, lo único que piensa es que la caída ha sido la causante de la rotura y no al revés.Seguramente, la vida diaria está llena de pequeños acontecimientos cuyos efectos se confunden con sus causas. El médico nos explicó que los ancianos tienen la cadera de cristal, de modo que no es raro que se les rompa por el simple hecho de permanecer de pie. Lo de la cadera de cristal me llamó la atención. Mi abuela se había ido convirtiendo en una anciana translúcida. Yo la había comparado muchas veces con un conjunto de varillas de vidrio. Daba miedo trasladarla de la cama al sofá, por si se "rompía". Nunca pensé que lo de "romperse" fuera algo más que una imagen.Y se murió a causa de la rotura, si el médico no dice lo contrario. Cuando volvíamos de enterrarla, pensé que me había dado la mejor lección de filosofía de mi vida. A partir de la cadera de mi abuela me acostumbré a ponerlo todo en cuestión. ¿Estaba triste porque me había abandonado mi mujer o mi mujer me había abandonado porque estaba triste? El "efecto cadera" guarda alguna relación con el "círculo vicioso", pero son cosas diferentes. Lo importante del efecto cadera es que comporta un error de percepción: una ilusión óptica. Las cosas suceden en el orden contrario al que tú las aprecias.Los seres humanos estamos acostumbrados a que las cosas ocurran unas después de otras. Toda nuestra cultura está montada sobre esa idea que se va al carajo cuando a tu abuela se le rompe una cadera y va a dar al suelo con sus huesos. Ese día, como si dijéramos, pierdes la inocencia. Empiezas a dudar de todo. ¿Y si las cosas no sucedieran unas detrás de otras o no al menos en el orden que nos dicen? Un día, en el colegio, me preguntaron el alfabeto y lo recité al revés porque tenía una suerte de dislexia que me obligaba a estudiar de atrás hacia delante. No me comí una sola letra, pero el profesor me puso un cero por introducir en la clase una cantidad de desorden que él consideró excesiva. La educación no sólo consiste en aprender cosas, sino en colocarlas en fila. Primero las más altas y después las más bajas, o al revés. Yo, pese a mi dislexia incipiente, habría sido un tipo normal de no ser por la cadera de mi abuela, que me convirtió en un individuo desconfiado. Que en paz descanse.

Roberto Juarroz, dibujaba ventanas

Dibujaba ventanas en todas partes.
En los muros demasiado altos,
en los muros demasiado bajos, e
en las paredes obtusas, en los rincones,
en el aire y hasta en los techos.
Dibujaba ventanas como si dibujara pájaros.
En el piso, en las noches,
en las miradas palpablemente sordas,
en los alrededores de la muerte,
en las tumbas, en los árboles.
Dibujaba ventanas hasta en las puertas.
Pero nunca dibujó una puerta.
No quería entrar ni salir.
Sabía que no se puede.
Solamente quería ver: ver.
Dibujaba ventanas.
En todas partes.

Roberto Juarroz  
cuadro E  Hopper 

sábado, 20 de octubre de 2012

Alejandro Dolina, carreras secretas

La teoría según la cual todos los objetos del universo se influyen mutuamente, aun más allá de la causalidad y el silogismo, ha sido sostenida por muchas civilizaciones.
Se sabe que la visión de un meteorito asegura el cumplimiento de un anhelo. La incompetencia de los emperadores chinos produce terremotos. El futuro imprime advertencias en las entrañas de las aves.
La adecuada pronunciación de una palabra puede destruir el mundo.
Yo, desde chico, he participado —sin admitirlo— de estas convicciones. Con toda frecuencia, me imponía sencillas maniobras y preveía unas módicas sanciones para el caso de su incumplimiento. Antes de acostarme, cerraba las puertas de los roperos, sabiendo que si no lo hacía debería soportar pesadillas. Bajaba de la cama con el pie derecho. Evitaba pisar baldosas celestes. Al interrumpir la lectura, cuidaba de hacerlo en una palabra terminada en ese.
Los castigos que imaginaba eran al principio leves. Pero después empecé a jugar fuerte. Si me cortaba las uñas por las noches, mi madre moriría; si hablaba con un japonés, quedaría mudo; si no alcanzaba a tocar las ramas de algunos árboles, dejaría de caminar para siempre.
Este repertorio legislativo fue creciendo con el tiempo y al llegar mi adolescencia, mi vida transcurría en medio de una intrincada red de obligaciones y prohibiciones, a menudo contradictorias.
Todo se hizo más simple —más dramático— cuando descubrí las carreras secretas.
Describiré sus reglas. Se trata de elegir en la calle a una persona de caminar ágil y proponerse alcanzarla antes de llegar a un punto establecido. Está rigurosamente prohibido correr.
Antes del comienzo de cada justa, se deciden las recompensas y penalidades: si llego a la esquina antes que el pelado, aprobaré el examen de lingüística.
Durante largos años, competí sin perder jamás. Me asistía una ventaja decisiva: mis adversarios no estaban enterados de su participación y por lo tanto, casi no oponían resistencia. Obtuve premios fabulosos. En Constitución, me aseguré de vivir más de noventa años. En la calle Solís, garanticé la prosperidad de mis familiares y amigos. En el subterráneo de Palermo, por escaso margen, logré que Dios existiera.
Tantas victorias me volvieron imprudente. Cada vez elegía rivales más difíciles de alcanzar. Cada vez los castigos que me prometía eran más horrorosos.
Una tarde, al bajar del tren en Retiro, puse mis ojos en un marinero que marchaba unos veinte pasos delante de mí. Me hice el propósito de alcanzarlo antes de la puerta del andén.
Con el coraje y la generosidad que suelen ser hijos del aburrimiento, resolví jugármelo todo. Una vida feliz, si ganaba. Una existencia mezquina, si perdía. Y como una compadreada final, me vacié los bolsillos: aposté el amor de la mujer deseada.
Apuré la marcha. Poco a poco fui acortando las ventajas que el joven me llevaba. Las dificultades comenzaron pronto: un familión me cerró el camino y perdí segundos preciosos. Al borde del ridículo, ensayé el más veloz de los pasos gimnásticos. El infierno me envió unos changadores en sentido contrario. Después tuve que eludir a unas colegialas que se divertían empujándose. La carrera estaba difícil, tuve miedo.
Ya cerca de la meta, conseguí ponerme a la par del marinero.
Lo miré y descubrí algo escalofriante: él también competía. Y no estaba dispuesto a dejarse vencer. Había en sus ojos un desafío y una determinación que me llenaron de espanto.
En los últimos metros, perdimos toda compostura. Pedíamos permiso a los gritos, y sin el menor pudor, empujábamos a cualquiera. Pensé en la mujer que amaba y estuve al borde del sollozo. En el último instante, cuando ya parecía perdido, una reserva misteriosa de fortaleza y valor me permitió cruzar la puerta con lo que yo creí una ínfima ventaja.
Sentí alivio y felicidad. Pensé que aquella misma noche mis sueños amorosos empezarían a cumplirse. No pude reprimir un ademán de victoria. Alcé los brazos y miré al cielo. Después, como en un gesto de cortesía, busqué al marinero. Lo que vi me llenó de perplejidad. También él festejaba con unos saltitos ridículos. Por un instante nos miramos y hubo entre nosotros un no expresado litigio.
Era evidente que aquel hombre creía haberme ganado. Sin embargo, yo estaba seguro de haberle sacado, al menos, una baldosa.
Entonces dudé. ¿Había calculado bien? ¿Cuál sería el procedimiento legal en esos casos? Desde luego, no me atreví a consultarlo con el marinero. Me alejé confundido y pensé que pronto conocería el veredicto. Una vida dichosa, un amor correspondido, darían fe de mi triunfo. La suerte aciaga, el rechazo terco, me harían comprender la derrota.
Pasaron los años y nunca supe si en verdad gané aquella carrera. Muchas veces fui afortunado, muchas otras conocí la desdicha.
La mujer de mis sueños me aceptó y rechazó sucesivamente.
Todas las noches pienso en buscar a aquel marinero y preguntarle cómo lo trata la suerte. Solamente él tiene la respuesta acerca de la exacta naturaleza de mi destino. Quizá, en alguna parte, también él me esté buscando. Me niego a considerar una posibilidad que algunos amigos me han señalado: la inoperancia de los triunfos o derrotas obtenidos en carreras secretas.
Alejandro Dolina

Pablo Neruda, xiv

Me falta tiempo para celebrar tus cabellos.
Uno por uno debo contarlos y alabarlos:
otros amantes quieren vivir con ciertos ojos,
yo sólo quiero ser tu peluquero.


En Italia te bautizaron Medusa
por la encrespada y alta luz de tu cabellera.
Yo te llamo chascona mía y enmarañada:
mi corazón conoce las puertas de tu pelo.

Cuando tú te extravíes en tus propios cabellos,
no me olvides, acuérdate que te amo,
no me dejes perdido ir sin tu cabellera

por el mundo sombrío de todos los caminos
que sólo tiene sombra, transitorios dolores,
hasta que el sol sube a la torre de tu pelo.
Pablo Neruda  
cuadro Renè Magritte

Caetano Veloso , aquel que conoce el juego, el fuego


viernes, 19 de octubre de 2012

Ambrose Bierce, aceite de perro

Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. "Después de todo", me dije, "no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente". En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.

Patricio Torne, Unidad 6 pabellòn 5 celda 175

Dicen que la luna es un espacio ermitaño que un día,
cansada de tanta decepción, se aisló del regazo terrestre
para ser deseada por los hombres, que sólo atinan a
venerarla porque no está al alcance de sus deseos
amorosos.

Dicen que una habitación estrecha puede ser el
mundo definitivo de un hombre enamorado, pues nada

necesita, salvo su razón para vivir.

Dicen que una habitación, más estrecha aún que
la anterior, donde el hombre es despojado de todo lo suyo,
incluso su razón, es el mismo infierno, y en esa estrechez,
cabe todo aquello que el Dante relató como inmenso. El
dolor no tiene medidas: cada uno escribe, a su manera, la
divina comedia

Dicen que el dolor es inagotable en el cuerpo del
hombre (esto es sostenido por aquellos que no sufrieron la
degradación de la carne chamuscada; los que nunca
perdieron las uñas arrancadas porque la verdad no salía).
Debo decir que esta sospecha se ha visto confirmada.

Dicen que lo mas doloroso es la palabra que sale a
flote para evitar el dolor carnal. También estoy seguro que
así debe ser.

Dicen que la muerte es un gesto liberador. A mi lado
una gillette es el camino para la liberación seguro. Pero
nunca llegué a ser un héroe libertario, es más, me
reconozco un traidor, y admiro a los que se fueron
desangrados, sin una lágrima, y evitaron, así, el dolor
constante de la tortura.

Dicen que el amor es liberador, y pude comprobarlo
el día que la luna vino a derramarse sobre mi cuerpo.
Tendido en una estrecha habitación, sentí su ternura
aliviando las heridas que me dejara la máquina. Dos
ermitaños que hacían el amor habitando el paraíso a pesar
de los criminales.

Dicen que estar vivo, suele ser una cuestión de
suerte, que el amor es una búsqueda final y dolorosa.

Dicen que de todo esto, yo no tendría que estar
hablando, pero es muy tarde para rectificarse.

Patricio Torne,(Inédito)
cuadro Renè Magritte 

Bruce Springsteen, (un poco de contacto humano)


jueves, 18 de octubre de 2012

Casciari, Buenos Aires

Cuando terminaba de trabajar me volvía a casa en el subte D, de punta a punta. Como salía a las seis de la tarde, el vagón iba relleno de gente (no digo re-lleno como lo diría un adolescente, si no 'relleno': del verbo empanada). Íbamos todos apretados, colgados, tratando de quitarnos de la cabeza la última hora laboral y pensando qué haríamos de nuestras vidas si las cosas no cambiaban para mejor.
Algunos nos poníamos los auriculares y oíamos música para hacernos la ilusión de que la existencia tenía banda de sonido; otros abríamos el librito de bolsillo en la página que habíamos marcado durante el viaje de ida, y seguíamos viendo cómo iba la historia del cuento de Javier Marías. Los más, sin literatura ni música, cabeceaban tristones, tratando de no mirar a los ojos al que estaba nariz con nariz.
En Pueyrredón la cosa se calmaba un poco, no mucho, pero se podía cambiar de posición las piernas. Igual la mayoría viajaba triste. A veces una chica que había conseguido un asiento para leer sonreía por alguna cosa de su libro, y esa sonrisa perdida en el mar del malhumor parecía un colibrí entre una marejada de cuervos. Pero a veces ni siquiera había una chica sonriendo.
En Palermo, con suerte, me podía sentar. Y en José Hernández nos bajábamos todos en silencio y subíamos las escaleras. Arriba, entre los rieles y la calle, Metrovías había dejado que un grupo de músicos del Colón pusiera sus parlantes e hiciera melodías de Bizet, de Tchaicovsky, de Mozart y de Beethoven. Eran tres: una pianista linda, un violinista gracioso y un flautista enloquecido.
La gente salía del subte y ya desde lejos podía oírlos. Cuando la turba pasaba por al lado del trío, lo más frecuente es que cada uno se detuviera algunos un segundo, otros más, y se quedaran un ratito suspendidos en medio de la armonía. Se notaba que por ese pasillo todo el mundo experimentaba una transición, algo extraño, una certeza de que las cosas de esta vida podían ser mejores, algo que los acariciaba con fugacidad.
Todos salíamos del subte desesperados por llegar a casa, pero cuando atravesábamos la música no había quien no se detuviera un segundo. Cuando una composición terminaba, los aplausos eran tan reales y agradecidos que parecían ser los primeros aplausos verdaderos que yo había escuchado en mi vida. Los anteriores sonaban a fórmula y compromiso, a costumbre cultural.
Un martes me tocó pasar cuando terminaban de ejecutar "Carmen". Oí otra vez los aplausos y también vi, de reojo, una mirada que se hicieron la pianista con el chico del violín. La mirada era de triunfo. Han pasado cuatro años pero la recuerdo intacta. Se miraron y sus ojos decía 'estamos en la gloria'. Yo pensé en ese momento que el arte estaba allí, congelado en ellos, y que la pareja de músicos, durante el segundo que les duró la mirada, lo sabían mejor que nadie en el mundo.
Los oficinistas más tristes y devaluados pasaban de a montones y durante un instante creían que las cosas podían ser mejores de lo que eran. Ellos solamente hacían un poco de música, y al final del día contaban las monedas que el público pasajero les había dejado en la funda del violín. Músicos que tenían que vivir de tocar en el subte: si alguien lo medía con la vara del éxito, esos chicos estaban fracasando rotundamente. Pero yo pasé y los vi, y pude retener la mirada del violinista y la pianista, y era una mirada de triunfo.
Después saqué la cabeza a la avenida Cabildo. Me fui a casa pensando que yo conocía a esos chicos, que conocía en ese país a un montón de gente que, como esos músicos del subte, no querían nada malo para este mundo, sino únicamente un poco de magia y de misterio. Y que se conformaban con hacer lo que amaban, en el Teatro Colón o en el entresuelo de la línea D. Y me sentí yo mismo tan lleno de misterio y de felicidad, que me hubiera gustado tener un frasco a rosca para encerrar ese sentimiento fugaz y usarlo durante estos días, en los que me cuesta tanto recordar por qué amo con desesperación a Buenos Aires.