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domingo, 23 de febrero de 2014

Chicco Buarque ( como si fuese un pàjaro)


Charles Bukowski , Parìs


fue como no haber estado allí.


Celine se había ido.

no había nadie allí.

Paris fue un bocado de aire azulado,
las mujeres pasaban como una inhalación como si tu nunca
fueras a ATREVERTE a irte a la cama con
ellas.

no había ningún ejército por ahí.

todos eran ricos.
no había pobres a la vista.
no había viejos a la vista.

cuando te sentabas en una mesa en un café
te caían celosas miradas
de los demas
asiduos
quienes estaban seguros de ser
más importantes que
tú.
la comida era demasiado cara para comerla.
una botella de vino te costaba
tu mano derecha.

Celine se había ido.

hombres gordos fumaban cigarros convirtiéndose en
gloriosas bocanadas de humo.

hombres delgados permanecían sentados muy estirados y charlaban
únicamente entre sí.
los camareros tenían los pies grandes y estaban seguros
de ser más importantes que
nada y
que nadie.

Celine se había ido

y Picasso se estaba muriendo.

Paris fue absolutamente nada.

vi a un perro que parecía un
lobo blanco.

no recuerdo haber abandonado
Paris.

pero debo de haber estado
allí.

fue de alguna manera como dejarse
una revista de moda en una
estación de tren.

Charles Bukowski


Rodolfo Fogwill, Muchacha punk

En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir “hice el amor” es un
decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que “hicimos” ella y yo, no eran el amor y ni siquiera –me atrevería hoy a demostrarlo–, eran un amor: eran eso y sólo eso eran. Lo que interesa en esta historia es que la muchacha punk y yo nos “acostamos juntos”.
Otro decir, porque todo habr
ía sido igual si no hubiésemos renunciado a nuestra posición bípeda, –integrando eso (¿el amor?) al hábitat de los sueños: la horizontal, la oscuridad del cuarto, la oscuridad del interior de nuestros cuerpos; eso.
Primera decepci
ón del lector: en este relato soy varón. Conocí a la muchacha frente a una vidriera de Marble Arch. Eran las diez y treinta, el frío calaba los huesos, había terminado el cine, ni un alma por las calles. La muchacha era rubia: no vi su cara entonces. Estaba ella con otras dos muchachas punk. La mía, la rubia, era flacucha y se movía con gracia, a pesar de su atuendo punk y de cierto despliegue punk de gestos nítidamente punk. El frío calaba los huesos, creo haberlo contado. Marcaban dos o tres grados bajo cero y el helado viento del norte arañaba la cara en Oxford Street y en Regent Street. Les cuatro –yo y aquellas tres muchachas punk– mirábamos esa misma vidriera de . En el ambiente cálido que prometía el interior de la tienda, una computadora jugaba sola al ajedrez. Un cartel anunciaba las características y el precio de la máquina: 1.856 libras. Ganaban blancas, el costado derecho de la máquina. Las negras habían perdido iniciativa, su defensa estaba liquidada y acusaban la desventaja de un peón central.
Blancas ven
ían atacando con una cuña de peones que protegía su dama, repatingada en cuatro torre rey. Cuando las tres muchachas se acercaron era turno de negras. Negras dudaron quince según dos o tal vez más; era la movida l16 ó l18, y los mirones –nadie a esas horas, por el frío–, habrían podido recomponer la partida porque una pequeña impresora venía reproduciendo el juego en código de ajedrez, y un gráfico, que la máquina componía en su pantalla en un par de segundos, mostraba la imagen del tablero en cada fase previa del desenvolvimiento estratégico del juego. Las muchachas hablaron un slang que no entendí, se rieron, y sin prestarme la menor atención siguieron su camino hacia el oeste, hacia Regent Street. A esas horas, uno podía mirar todo a lo largo de la ciudad arrasada por el frío sin notar casi presencia humana, salvo las tres muchachas yéndose.
Cerca de Selfridges alguien deb
ía esperar un ómnibus, porque una sombra se coló en la garita colorada de esperar ómnibus y algún aliento había nublado los cristales. Quizás el humano se hallase contra el vidrio, frotándose las manos, escribiendo su nombre, –garabateando un corazón o el emblema de su equipo de fútbol; quizá no.
Confirm
é su existencia poco después, cuando un ómnibus rumbo a Kings Road se detuvo y alguien subió. Al pasar frente a nuestra vidriera, semivacío, pude ver que la sombra de la garita se había convertido en una mujer viejísima, harapienta, que negociaba su boleto.
Pocos autos pasaban. La mayor
ía taxis, a la caza de un pasajero, calefaccionados, lentos, diesel, libres. Pocos autos particulares pasaban; Daimlers, Jaguars, Bentleys. En sus asientos delanteros conducían hombres graves, maduros, sensibles a las intermitentes señales de tránsito.
A sus izquierdas, mujeres ancestrales, maquilladas de party o de
ópera, parecían supervisarlos. Un Rolls paró frente a mi vidriero de Selfridges y el conductor hechó un vistazo a la computadora, (ensayaba la jugada 127, turno de blancas), y dijo algo a su mujer, una canosa de perfil agrio y aros de brillantes. No pude oírlo: las ventanillas de cristal antibalas de estos autos componen un espacio hermético, casi masónico: insondable.
Poco despu
és el Rolls se alejó tal como había llegado y en la esquina de Glowcester Street vaciló ante el semáforo, como si coqueteara con la luz verde que recién se prendía. Primera decepción del narrador: la computadora decretó tablas en la movida 147. Si yo fuese blancas, cambiando caballo por torre y amenazando jaque en descubierto, reclamaría a negras una permuta de damas favorable, dada mi ventaja de peones y mi óptima situación posicional. Me fui con rabia: había dormido toda la tarde de aquel viernes y era temprano para meterme en el hotel.
El fr
ío calaba los huesos. Traía bajo los jeans un polar–suit inglés que había comprado para un amigo que navega a vela en Puerto Belgrano y decidí estrenarlo aquella noche para ponerlo a prueba contra el frío atroz que anunciaba la BBC.
Sent
ía el cuerpo abrigado, pero la boca y la nariz me dolían de frío. Las manos, en los hondos bolsillos de la campera de duvet, temían tanto un encuentro con el aire helado que me obligaron a resistir a la feroz jauría de ganas de fumar, que aullaba y se agitaba detrás de la garganta, en mi interior. En mi exterior, las orejas estaban desapareciendo: tarde o temprano serían muñones, o sabañones, si no las defendía; intenté guarecerlas con las solapas de mi campera. Sin manos, llevaba las puntitas de las solapas entre los dientes y así, mordiente y frío, entré a un taxi que olía a combustible diesel y a sudor de chofer, y una vez instalado en el goce de aquel tufo tibión, nombré una esquina del Soho y prendí un cigarrillo.
Afuera, nadie. El fr
ío calaba los huesos. El inglés, adelante, manejando, era una estatua llena de olor y sueño. Antes de bajar, verifiqué que hubiesen taxis por la zona; vi varios. Pagué con un papel y sólo después de recibir el cambio abrí mi puerta. El aire frío me ametralló la cara y la papada se me heló, pues las solapas, chorreadas de saliva, habían depositado sobre mi piel una leve película de baba, que ahora me hería con sus globitos quebradizos de escarcha.
vi poca gente en el barrio chino de Londres: como siempre, algunos
árabes y africanos salían rebotando de los tugurios pomo. En una esquina, un grupo de hombres –obreros, pinches de vigilancia, tal vez algunos desgraciados sin hogar se ilusionaban alrededor de un fueguito de leñas y papeles improvisado por un negro del kiosco de diarios. Caminé las tres o cuatro cuadras del barrio que sé reconocer y como no encontré dónde meterme, en la esquina de Charing Cross abrí la puerta trasera izquierda de un taxi verde, subí, di el nombre de mi hotel, y decidí que esa noche comería en mi cuarto una hamburguesa muy condimentada y una ensalada bien salada para fortalecer la sed que tanto se merece la cerveza de Irlanda. ¡Lá
stima que la televisión termine tan temprano en Londres! Miré el reloj: eran las once; quedaba apenas media hora de excelente programación británica.
Conté del frío, conté del polar–suit. Ahora voy á contar de mí: el frío, que calaba los huesos, desalentaba a cualquier habitante y a cualquier visitante de la antigua ciudad, pues era un frío de lontananza inglesa, un frío hecho de tiempo y de distancia y –¿por qué no?– hecho también de más frío y de miedo, y era un frío ártico y masivo, resultante de la ola polar que venía siendo anunciada y promovida durante días en infinitos cortes informativos de la radio y la televisión. En efecto, la radio y la televisión, los diarios y las revistas y la gente, los empleados y los vendedores, los chicos del hotel y las señoras que uno conoce comprando discos –todos no hablaban sino de la ola de frío y de la asombrosa intensidad que había alcanzado la promoción de la ola de frío que calaba los huesos.
Yo soy friolento, normalmente friolento, pero jamás he sido tan friolento como para ignorar que la campaña sobre el frío nos venía helando tanto, o más aún, que la propia ola de frío que estaba derramándose sobre la semiobsoleta capital.
Pero yo estaba ya en la calle, no tenía ganas de volver a mi hotel y necesitaba estar en un lugar que no fuese mi cuarto, protegido del frío y protegido cuidadosamente de cualquier referencia al frío. Entonces vi, dos cuadras antes del hotel, un local que días atrás me había llamado la atención. Era una pizzería llamada The Lulu, que no existía en oportunidad de mi último viaje.
Yo recordaba bien aquel lugar porque había sido la oficina de turismo de Rumania en la que alguna vez hice unos trámites para mis clientes italianos.
Desde el taxi leí el cartel que probaba que el boliche permanecía abierto, vi clientes comiendo, noté que la decoración era mediocre pero honesta, y de las mesas y las sillas de mimbre blanco induje una noción de limpieza prometedora.
Golpeé los vidrios del chofer, pagué 60 pence, bajé del auto y me metí en la pizzería.
Era una pizzería de españoles, con mozos españoles, patrones españoles y clientes españoles que se conocían entre sí, pues se gritaban –en español–, de mesa a mesa, opiniones españolas, y frases españolas. Me prometí no entrar en ese juego y en mi mejor inglés pedí una pizza de espinaca y una botella chica de vino Chianti. El mozo, si ya había padecido un plazo razonable de exilio en Londres, me habrá supuesto un viajero del continente, o un nativo de una colonia marginal del Commonwealth, tal vez un malvinero.
Yo traía en el bolsillo de la campera la edición aérea del diario La Nación, pero evité mostrarla para no delatar mi carácter hispano–parlante. El Chianti –embotellado en Argelera delicioso: entre él y el aire tibio del local se estableció una afinidad que en tres minutos me redimió del frío.
Pero la pizza era mediocre, dura y desabrida. La mastiqué feliz, igual, leyendo mis recortes del Financial Times y la revista de turismo que dan en el hotel. Tuve más hambre y pedí otra pizza, reclamando que le echasen más sal. Esta segunda pizza fue mejor, pero el mozo me había mirado mal, tal vez porque me descubrió estudiando sus movimientos, perplejo a causa de la semejanza que puede postularse en un relato entre un mozo español de pizzería inglesa, y cualquier otro mozo español de pizzería de París, o de Rosario. He elegido Rosario para no citar tanto a Buenos Aires. Querido.
Masqué la pizza número dos analizando la evolución de los mercados de metales en la última quincena; un disparate. Los precios que la URSS y los nuevos ricos petroleros seguían inflando con su descabellada política de compras no auguraban nada bueno para Europa Occidental. Entonces aparecieron las tres muchachas punk. Eran las mismas tres que había visto en Selfridges. La mía eligió la peor mesa junto a la ventana; sus amigotas la siguieron. La gorda, con sus pelos teñidos color zanahoria, se ubicó mirando hacia mi mesa. La otra, de estatura muy baja y con cara de sapo, tenía pelos teñidos de verde y en la solapa del gabán traía un pájaro embalsamado que pensé que debía ser un ruiseñor. Me repugnó. Por fortuna, la fea con pájaro y cara de sapo se colocó mirando hacia la calle, mostrándome tan solo la superficie opaca de la espalda del grasiento gabán. La mía, la rubia, se posó en su sillita de mimbre mirando un poco hacia la gorda, un poco hacia la calle: yo sólo podía ver su perfil mientras comía mi pizza y procuraba imaginar cómo sería un ruiseñor.
Un ruiseñor: recordé aquel soneto de Banchs.
El otro tipo también decía llamarse Banchs y era teniente de corbeta o fragata. Era diciembre; lo había cruzado muchas veces durante el año que estaba terminando. Esa misma mañana, mientras tomaba mi café, se había acercado a hablarme de no sé qué inauguración de pintores, y yo le mencioné al poeta, y él, que se llamaba Banchs juró que oía nombrar al tal Enrique Banchs por primera vez en su vida. Entonces comprendí por qué el teniente desconocía la existencia de los polar–suit (al ver mi paquetito con el Helly Hansen, se había asombrado) y también entendí por qué recorría Europa derrochando sus dólares, tratando de caerle simpático a todos los residentes argentinos y buscando colarse en toda fiesta en la que hubiese latinoamericanos. Fumaba Gitanes también en esto se parecía al Nono.
Jamás vi un ruiseñor. Estaba por terminar la pizza y desde atrás me vino un vaho de musk.
Miré. La más fea de las gallegas de la mesa del fondo estaba sentándose. Vendría del baño; habría rociado todo su horrible cuerpo con un vaporizador de Chanel, de Patou, o de –alguna marquita de esas que ahora le agregan musk a todos sus perfumes. ¿Cómo sería el olor de mi muchacha punk? Yo mismo, como el tal Banchs, me había condenado a averiguar y averiguar; faltaba bien poco para finiquitar la pizza y el asuntito de las cotizaciones de metales. Pero algo sucedía fuera de mi cabeza.
Los dueños, los mozos y los otros parroquianos, en su totalidad o en su mayoría españoles, me miraban. Yo era el único testigo de lo que estaban viendo y eso debió aumentar mi valor para ellos.
Tres punks habían entrado al local, yo era el único no español capaz de atestiguar que eso ocurría, que no las habían llamado, que ellos no eran punk y que no había allí otro punk salvo las tres muchachas punk y que ningún punk había pisado ese local desde hacía por lo menos un cuarto de hora. Sólo yo estaba para testimoniar que la mala pizza y el excelente vino del local no eran desde ningún punto de vista algo que pudiera considerarse punk. Por eso me miraban, para eso parecían necesitarme aquella vez.
Trabado para mirar a mi muchacha –pues la forma de la de pájaro embalsamado y cara de sapo la tapaba cada vez más– me concentré sobre mi pizza y mi lectura desatendiendo las miradas cómplices de tantos españoles. Al termianar la pizza y la lectura, pedí la cuenta, me fui al baño a pishar y a lavarme las inanes y allí me hice una larga friega con agua calentísima de la canilla. Desde el espejo, nitré contento cómo subían los tonos rosados de los cachetes y la frente reales. Habían vuelto a nacer mis orejas; fui feliz.
Al volver, un rodeo injustificable me permitió rozar la mesa de las muchachas y contemplar mejor a la mía: tenía hermosos ojos celestes casi transparentes y el ensamble de rasgos que más irte gusta, esos que se suelen llamar “aristocráticos”, porque los aristócratas buscan incorporarlos a su progenie, tomándolos de miembros de la plebe con la secreta finalidad de mejorar o refinar su capital genético hereditario. ¡Florecillas silvestres! ¡Cenicientas de las masas que engullirán los insaciables cromosomas del señor! ¡Se inicia en vuestros óvulos un viaje ala porvenir soñado en lo más íntimo del programa genético del amo). Es sabido, en épocas de cambio, lo mejor del patrimonio fisiognómico heredable (esas pieles delicadas, esos ojos transparentes, esas narices de rasgos exactos “cinceladas” bajo sedosos párpados y justo encima de labios y de encías y puntitas de lengua cuyo carmín perfecto titila por el inundo proclamando la belleza interior del cuerpo aristocrático) se suele resignar a cambio de un campo en Marruecos, la mayoría accionaria del Nuevo Banco tal, una Acción heroica en la guerra pasada o un Premio Nacional de Medicina, y así brotan narices chatas, ojos chicos, bocas chirlonas y pieles chagrinadas en los cuerpitos de las recientes crías de la mejor aristocracia, obligando a las familias aristocráticas o recurrir a las malas familias de la plebe en busca de buena sangre piara corregir los rasgos y restablecer el equilibrio estético de las generaciones que catapultarán sus apellidos y un poco de ellas mismas, a vaya a saber uno dónde en algún improbable siglo del porvenir.
La chica me gustó. Vestía un traje de hombre holgado, tres o más números mayor que su talle.
De altura normal, no pesaría más de 44 kilos. su piel tan suave (algo de ella me recordó a Grace Kelly, algo de ella me recordó a Catherine Deneuve) era más que atractiva para mí. Calzaba botitas de astrakán perfectas, en contraste con la rasposa confección de su traje de lana. Una camisa de cuello Oxford se le abría a la altura del busto mostrando algo que creí su piel y comprobé después que era tina campera de gimnasta. Ella, a mí, ni me miró.
Pero en cambio, su amiga, la más gorda, la del pelo teñido color naranja, venía emitiendo una onda asaz provocativa. No quise sugerir sexual: provocativo, como buscando riña, como buscando o planificando un ataque verbal, como buscando tina humillación, como ella misma habría mirado a un oficial de la policía inglesa. Así mirábame la gorda de pelo zanahoria. La mía, en cambio no me mira ha. Pero. . .
Tampoco miraba a sus acompañantes. Miraba hacia la calle vacía de transeúntes, con las pupilas extraviadas en el paso del viento. Así me dije: “se pierde su mirada pincelando el frío viento de Oxford Street”. Era etérea. Esa nota, lo etéreo, es la que mejor habría definido a mi muchacha para mí, de no mediar aquellas actitudes punk y los detalles punk, que lucía, punk, como al descuido, negligentemente punk, ella. Por ejemplo: fumaba cigarrillos de hoja; los tomaba con el gesto exhultante de un europeo meridional, pitaba fuerte el humo y lo tiraba insidiosamente contra el cristal de la vidriera. Al pasar por su mesa había visto en sus manos una mancha amarilla, azafranada, de alquitrán de tabaco. ¡Y jamás vi manitas sucias de alquitrán de tabaco como las de mi muchachita punk! El índice, el mayor y el anular de su derecha, desde las uñas hasta los nudillos, estaban embebidos de ese amarillo intenso que sólo puede conseguir algún gran fumador para la primer falange del dedo índice, tras años de fumar y fumar evitando lavados. Me impresionó. Pero era hermosa, tenía algo de Catherine Deneuve y algo de Isabelle Adjani que en aquel momento no pude definir: me estaba confundiendo. Pagué la cuenta, eché las rémoras de mi botella de Chianti en la copa verde del restaurante, y copa en mano –so british–, como si fuese un parroquiano de algún pub confianzudo, me apersoné a la mesa de las muchachas punk asumiendo los riesgos. Antes de partir había calculado mi chance: una en cinco, una en diez en el peor de los casos; se justificaba. voy a contarlo en español: –¿Puedo yo sentarme? Las tres punk se miraron. La gorda punk acariciaba su victoria: debió creer que yo bajaba a reclamar explicaciones por sus miradas punk provocativas. Para evitar un rápido rechazo me senté sin esperar respuestas. Para evitar desanimarme eché un trago de vino a mi garguero. Para evitar impresionarme miré hacia arriba, expulsando de mi campo visual al pajarito embalsalmado. La gorda reía. La punk mía miró a la del pelo verde, miró a la gorda, sopló el humo de su cigarro contra la nada, no me miró, y sin mirarme tomó un sorbito de aquella mezcla de Coca Cola y Chianti que estuvo preparando en la página anterior, pero que yo, con esta prisa por escribirla, había olvidado registrar. Habló la punk con pájaro
–¿Qué usted quiere? –Nada, sentarme… Estar aquí como una sustancia de hecho… –dije en cachuzo inglés.
Sin duda mi acento raro acicateó los deseos de saber de la gorda: –¿Dónde viene usted de…? –ladró.
La pregunta era fuerte, agresiva, despectiva.
–De Sudamérica… Brasil y Argentina –dije, para ahorrarles una agobiante explicación que llenaría el relato de lugares comunes. Me preguntaba si era inglés: se asombraba “¿Cómo puede venir uno de Brasil y Argentina sin ser británico?”, imaginé que habría imaginado ella.
¿Sería un inglés? –No. Soy sudamericano, lamentado –dije.
–Gran campo Sudamérica –se ensañaba la gorda.
–Sí: lejos. Así, lejos. Regresaré mes próximo –le respondí.
–Oh sí… Yo veo dijo la gorda mirando fijo a la cara de sapo que hamacó su cabeza como si confirmase la más elaborada teoría del universo. Entonces habló por vez primera y sólo para mí mi Muchacha Punk. Tenía voz deliciosa y tímbrica en este párrafo: –¿Qué usted hace aquí? –quiso saber su melodía verbal.
–Nada, paseo –dije, y recordé un modelo que siempre marchó bien con beatniks y con hippys y que pensé que podía funcionar con punks. Lo puse a prueba: –Yo disfruto conocer gente y entonces viajo… Conocer gente, ¿Me entiende?… Viajar… Conocer… ¡Gente!.. ¿Eh.? ¡Ah..! ¡Así..! ¡Gente..!
Funcionó: la carita de mi Muchacha Punk se iluminaba. –Yo también amo viajar –fue desgranando sin mirarme–. Conozco África, India y los Estados (se refería a USA). Yo creo que yo conozco casi todo. ¡Yo no nunca he ido yo a Portugal! ¿Cómo es Portugal? –me preguntó.
Compuse un Portugal a su medida: –Portugal es lleno de maravilla… Hay allí gente preciosamente interesante y bien buena. Se vive una ola en completo distinta a la nuestra…
” seguí así, y ella se fue envolviendo en mi relato. Lo percibí por la incomodidad que comenzaban a mostrar sus punks amigas. Lo confirmé por esa luz que vi crecer en su carita aristocráticamente punk. Susurraba ella: –Una vez mi avión tomó suelo en Lisboa y quise yo bajar, pero no permitieron –dijo–: Encuentro que la gente del aeropuerto de Lisboa son unos cerdos sucios hijos de perra. ¿Es no, eso …Lisboa, Portugal?–. La duda tintineaba en su voz.
–Sí –adoctriné, pero en todos los aeropuertos son iguales: son todos piojosos malolientes sucios hijos de perra.
–Como los choferes de taxi, así son –me interrumpió la gorda, sacudiendo el humo de su Players.
–Como los porteros del hotel, sucios hijos de perra –concedió la pajarófora gorda cara de sapo, quieta.
–Como los vendedores de libros –dijo la mía –¡Hijos de una perra!–. Y flotaba en el aire, etérea.
–Sí, de curso –dije yo, festejando el acuerdo que reinaba entre los cuatro. Entonces ocurrió algo imprevisto; la de pelo verde habló a la gorda: –Deja nosotros ir, dejemos a estos trabajar en lo suyo, eh… –y desenrolló un billete de cinco libras, lo apoyó en el platillo de la cuenta, se paró y se marchó arrastrando en su estela a la cara de sapo. Bien había visto yo que ellas habían con sumido diez o quince libras, pero dejé que se borraran, eso simplificaba la narración.
–Bay, Borges –me gritó la cara de sapo desde la vereda, amagando sacar de su cintura una inexistente espadita o un puñal; entonces yo me alegré de ver tanta fealdad hundiéndose en el frío, y me alegré aún más, pensando que asistía a otra prueba de que el prestigio deportivo de mi patria ya había franqueado las peores fronteras sociales de Londres. Pregunté a mi muchacha por qué no las había saludado: –Porque son unas ceras sucias hijas de perra.
¿Ve? –dijo mostrándome los billetitos de cinco libras que iba sacando de su bolsillo para completar el pago de la cuenta. Asentí.
Como un cernícalo, que a través de las nubes más densas de un cielo tormentoso descubre los movimientos de su pequeña presa entre las hierbas, atraído por el fluir de las libras , un mozo muy gallego brotó a su lado, frente a mí. Guiñó un ojo, cobró, recibió los pocos penns de propina que mi muchacha dejó caer en su platillo, y yo pedí otra botella de Chianti y dos de Coke y ella me devolvió un hermoso gesto: abrió la boca, frunció un poquito la nariz, alzó la ceja del mismo lado y movió la cabeza como queriendo devolver la pelota a alguien que se la habría lanzado desde atrás.
Conjeturé que sería un gesto de acuerdo. Poco después, su manera golosa de beber la mezcla de vino y Coca Cola, acabó de confirmándome aquella presunción de momento: todo había sido un gesto de acuerdo.
Me contó que se llamaba Coreen. Era etérea: al promediar el diálogo sus ojos se extraviaban siguiendo tras la ventana de la pizzería española de Graham Avenue al viento de la calle. Tomamos dos botellas de Chianti, tres de Coke. Ella mezclaba esos colores en mi copa. Yo bebía el vino por placer y la Coke por la sed que habían provocado la pizza, el calor del local y este mismo deseo de averiguar el desenlace de mi relato de la Muchacha Punk. La convidé a mi hotel. No quiso. Habló: –Si yo voy a tu hotel, tendrás que a ellos pagar mi permanencia. Es no sentido –afirmó y me invitó a su casa. Antes de salir pagamos en alícuotas todo lo bebido; pero yo necesito hablar más de ella. Ya escribí que tenía rasgos aristocráticos. A esa altura de nuestra relación (eran las 12.30, no había un alma en la calle, el frío inglés del relato, calaba, los huesos, argentinos, del narrador), mi deseo de hacerla mía se había despojado de cualquier snobismo inicial. Mi Muchacha –aristocrática o punk, eso ya no importaba–, me enardecía: yo me extraviaba ya por ese ardor creciente, ya era un ciego, yo. Yo era ya el cuerpo sin huellas digitales de un ahogado que la corriente, delatora, entra boyando al fiord donde todo se vuelve nada. Pero antes, cuando la vi frente a mi vidriera de Selfridges había notado detalles raros, nítidamente punk, en su tenue carita: su mejilla izquierda estaba muy marcada, no supe entonces cómo ni por qué, y el lado derecho de su cara tenía una peculiaridad, pues sobre el ala derecha de su nariz, se apoyaba –creí– una pieza de metal dorado (creí) que trazando una comba sobre la mejilla derecha ascendía hasta insertarse en la espiga de trigo, que creí dorada, afeando el lóbulo de su oreja a la manera de un arete de fantasía. Del tallo de esa espiga, de unos dos centímetros, colgaba otra cadena, más gruesa, que caía sobre su cuello libremente y acababa en la miniatura de la lata de Coke, de metal dorado y esmalte rojo que siempre iba y venía rozándole los rubios pelos, el hombro, y el pecho, o golpeaba la copa verde provocando una música parecida a su voz, y algunas veces se instalaba, quieta, sobre su hermosa clavícula blanca, curvada como el alma de una ballesta, armónica como un golpe de tai chi. Durante nuestra charla aprendí que lo que había creído antes metal dorado era oro dieciocho kilates, y descubrí que lo que había creído un grano de maíz de tamaño casi natural aplicado sobre el ala de su nariz era una pieza de oro con forma de grano de maíz y tamaño casi natural, sostenido por un mecanismo de cierre delicadísimo, que atravesaba sin pudor y enteramente la alita izquierda de su bella nariz. Ella misma me mostró el orificio, haciendo un poco de palanca con la uña azafranada de su índice, entre el maíz y la piel, para lucir mejor su agujerito en forma de estrella, de unos cuatro milímetros de diámetro. ¡Estaba chocha de su orificio… ! Del lado izquierdo, lo que temprano en Oxford Street me había parecido una marca en su mejilla, era una cicatriz profunda, de unos tres centímetros de largo, que parecía provocada por algo muy cortante. Surcaban ese tajo tres costuras bien desprolijas, trabajo de un aficionado, o de algún practicante de primer año de medicina más chapucero que el común de los practicantes de medicina ingleses y en ausencia de los jefes de guardia. Segunda decepción del narrador: la cicatriz de la izquierda, a diferencia de las cositas de oro de su lado derecho, era falsa. La había fraguado un maquillador y mi muchachita se apenaba, pues había comenzado a deshacerse por la humedad y por el frío y ahora necesitaba un service para recuperar su color y su consistencia original.
Poco antes de irnos, ella fue al baño y al volver me sorprendió cavilando en la mesa: . –¿Cuál es el problema con tú? –me preguntó en inglés–. ¿Qué eres tú pensando? –Nada –respondí–. Pensaba en este frío maldito que estropea cicatrices…
Pero mentí: yo había pensado en aquel frío sólo por un instante. Después había mirado la calle que se orientaba hacia la nada, y había tratado de imaginar qué andaría haciendo la poca gente que, de cuando en cuando, producía breves interrupciones en la constancia de aquel paisaje urbano vacío. Toqué el cristal helado; olí los bordes de la copa verde de ella para reconocer su olor, y volví a pensar en las figuras que iban pasando tras los cristales, esfumadas por el vapor humano de la pizzería. Entonces quise saber por qué cualquier humano desplazándose por esas calles, siempre me parecía encubrir a un terrorista irlandés, llevando mensajes, instrucciones, cargas de plástico, equipos médicos en miniatura y todo eso que ellos atesoran y mudan, noche por medio, de casa en casa, de local en local, de taller en taller, y hasta de cualquier sitio en cualquier otro sitio. “¿Por qué?” –me preguntaba” ¿Por qué será?” Trataba de entender, mientras mi bella Muchachita estaría cerquísima pishando, o lavándose con agua tibia, y cuando apenas tironeé del hilito de la tibieza de su imagen, estalló en mil fragmentos una granada de visiones y asociaciones íntimas, intensas, pero por rúas, por argentinas y por inconfesables, poco leales hacia ella. ¿Hay Dios? No creo que haya Dios, pero algo o alguien me castigó, porque cuando advertí que estaba siendo desleal e innoble con mi Muchachita Punk y sentí que empezaba a crecer en mi cuerpo –o en mi alma–, la deliciosa idea del pecado, cruzó por la vidriera la forma de un ciclista, y lo vi pedalear suspendido en el frío y supe que ése era el hombre cuyo falso pasaporte francés ocultaba la identidad del ex jesuita del IRA que alguna vez haría estallar con su bomba de plástico el pub donde yo, esperando algún burócrata de BAT, encontraría mi fin y entonces cerré los ojos, apreté los puños contra mis sienes y la vi pasar a ella apurada por la vereda del pub, zafé de allí, corrí tras ella respirando el aire libre y perfumado de abril en Londres, y en el instante de alcanzarla sentimos juntos la explosión, y ella me abrazaba, y yo veía en sus ojos –dos espejos azules que ese hombre que rodeaban los brazos de mi Muchacha Punk no era más yo, sino el jesuita de piel escarbada por la viruela, y adiviné que pronto, entre pedazos de mampostería y flippers retorcidos, Scotland Yard identificaría los fragmentos de un autor’ que jamás pudo componer bien la historia de su Muchacha Punk. Pero ella ahora estaba allí, salía del texto y comenzaba a oír mi frase: ‘ –Nada… pensaba en este frío maldito que arruina cicatrices… –oía ella.
Y después inclinaba la cabeza (¡chau irlandeses!), me clavaba sus espejos azules y decía “gracias”, que en inglés (“agradecer tú”, había dicho en su lengua con su lengua), y en el medio de la noche inglesa, me hizo sentir que agradecía mi solidaridad; yo, contra el frío, luchando en pro de la consevación de su preciosa cicatriz, y que también agradecía que yo fuera yo, tal como soy, y que la fuera construyendo a ella tal como es, como la hice, como la quise yo.
Debió advertir mis lágrimas. Justifiqué: –Tuve gripe. . . además. . . ¡El frío me entristece, es un bajón…! “¡lt downs me!” traduje–. ¡Eso abájame! –¡Vayamos al hotel! –dije yo, ya sin lágrimas.
–¡Hotel no! –dijo ella, la historia se repite.
No insistí. Entonces no sabía –sigo sin saber–, cómo puede alguien imponer su voluntad a una muchacha punk. Salimos al frío; calaba. Los huesos. Ni un alma. Por las calles. Llamé a un taxi. El no paró. Pronto se acercó otro. Se detuvo y subimos. Olía a transpiración de chofer y a gas oil. Mi Muchacha nombró una calle y varios números. imaginé que viviría en un barrio bajo, en una pocilga de subsuelo, o en un helado altillo y calculé que compartiría el cuarto con media docena de punks malolientes y drogados, que a esa altura de la noche se arrastrarían por el suelo disputando los restos de la comida, o, peor, los restos de una hipodérmica sin esterilizar que circularía entre ellos con la misma arrogante naturalidad con que nuestros gauchos se dejan chupar sus piorreicas bombillas de mate frío y lavado. Me equivoqué: ella vivía en un piso paquetísimo, frente a Hyde Park. En la puerta del edificio decía “Shadley House”. En la puerta de su apartamento –doble batiente, de bronce y de lujuria –decía “R. H. Shadley”.
–Es la casa de mi familia –dijo humilde mi Punk y pasamos a una gran recepción. A la derecha, la sala de armas conservaba trofeos de caza y numerosas armas largas y cortas se exhibían junto a otras, más medianas, en mesas de cristal y en vitrinas. A la izquierda, había un salón tapizado con capitoné de raso bordeaux que brillaba a la luz de tres arañas de cristal grandes como Volkswagens. El pasillo de entrada desembocaba en un salón de música, donde sonaban voces. Al pasar por la puerta ella gritó “hello” y una voz le devolvió en francés una ristra de guarangadas. Detrás pasaba yo, las escuché, memoricé nuestra oración “queterrecontra” y con una mirada relámpago, busqué la boca sucia y gala en el salón. No la identifiqué. En cambio vi dos pianos, una pequeña tarima de concierto, varios sillones y dos viejos sofás enfrentados.
Entre ellos, sobre almohadones, media docena de punks malolientes fumaban haschich disputando en francés por algo que no alcancé a entender.
Un negro desnudo y esquelético yacía tirado sobre la alfombra purpúrea. Por su flacura y el color verdoso de su piel me pareció un cadáver, pero después vi sus costillas que se movían espasmódicamente y me tranquilicé: epilepsia.
Imaginé que el negro punk entre sus sueños estaría muriéndose de frío, pero no sería yo quien abrigase a un punk esa noche de perros, estando él, punk, reventado de droga punk entre tantos estúpidos amigos punk.
Copamos la cocina. Mi Muchacha me dijo que los batracios del salón de música eran “su gente” y mientras trababa la puerta me explicó que estaban enculados (“angry”, dijo) con ella, porque les había prohibido la entrada a la cocina. Ellos argumentaban que era una “zorra mezquina”, creyendo que la veda obedecía a su deseo de impedir depredaciones en heladeras y alacenas, pero el motivo eran las quejas y los temores de los sirvientes de la casa, que en varias oportunidades habían topado contra semidesnudos punks que comían con las manos en un área de la casa que el personal consideraba suya desde hacía tres generaciones y en la que siempre debían reinar las leyes de El Imperio. Ese día había recibido nuevas quejas del ama de llaves, pues uno de los punks, el marroquí, había estado toqueteando las armas automáticas de la colección y cuando el viejo mayordomo lo reprendió, el punk le había hecho oler una daga beduina, que siempre llevaba pegada con cinta adhesiva en su entrepierna. Coreen estaba entre dos fuegos y muy pronto tendría que elegir entre sus amigos y la servidumbre de la casa. Vacilaba: –Son unos cerdos malolientes hijos de perra –me dijo refiriéndose a los dos franceses, cl marroquí, el sudanés y el americano, quien además –contenía “costumbres repugnantes”. No pude saber cuáles, pero me senté en un banquito a imaginar media docena de posibilidades punk, mientras ella filtraba un delicioso café con canela. Cuando la cafetera ya borboteaba, me contó que aquel departamento había sido de los abuelos de su madre, que era una crítica de museos que trabajaba en New York. El padre, veinte años mayor, se había casado por prestigio, tomando el apellido de la mujer cuando lo hicieron caballero de la reina vieja en recompensa de sus ‘sevicios de espía, o policía, en la India.
Vinculado a la compañía de petróleo del gobierno, el viejo había hecho una apreciable fortuna y ahora pasaba sus últimos años en África, administrando propiedades. Mi Muchacha Punk lo admiraba. También admiraba a su madre. No obstante, al referirse a las relaciones de los dos viejos con ella y con su hermana mayor, puntualizó varias veces que eran unos “hijos de perra malolientes”. Creí entender que había un banco encargado de los gastos de la casa, los sueldos de los sirvientes y choferes y las cuentas de alimentos, limpieza e impuestos, y que las dos muchachas –la mía y su hermana recibían cincuenta libras. “Cerdos malolientes”, había vuelto a decir tocándose la cicatriz y explicando que el service –que en tiempos de humedad debía realizarse semanalmente le costaba veinticinco libras, y que así no se podía vivir. Pedía mi opinión. Yo preferí no tomar el partido de sus padres, pero tampoco quise comprometerme dando a su posición un apoyo del que, a mí, moralmente, no me parecía merecedora. Entonces la besé.
Mientras bebía el café la muchacha salió a arreglar algunos asuntos con sus amigos. Yo aproveché para mirar un poco la cocina: estábamos en un cuarto piso, pero uno de los anaqueles se abría a un sótano de cien o más metros cuadrados que oficiaba de bodega y depósito de alimentos. Había jamones, embutidos y ciento cuarenta y cuatro cajas con latas de bebidas sin alcohol y conservas. vi cajones de whisky, de vinos y champañas de varias marcas.
Contra la pared que enfrentaba a mi escalera, dormían millares de botellas de vino, acostadas sobre pupitres de madera blanca muy suave.
Había olor a especias en el lugar. Calculé un stock de alimentos suficiente para que toda una familia y sus amigos argentinos sitiados pudiesen resistir el asedio del invasor normando por seis lunas, hasta la llegada de los ejércitos libertadores del Rey Charles, y al avanzar los atacantes, obligándonos a lanzar nuestras últimas reservas de bolas de granito con la gran catapulta de la almena oeste, apareció otra vez mi princesita punk, que repuesta del fragor del combate, volvía a trabar la puerta con dos vueltas de llave y me miraba, carita de disculpa.
Yo dije, por decir, que me parecía justificado el temor de sus sirvientes. “Nunca se sabe”, dije en español, y le aclaré en inglés “es no fácil saber”. Ella se encogió de hombros y dijo que sus amigos eran capaces de cualquier cosa, “como pobre Charlie”. Quise saber quién era “pobre Charlie” y me contó que era un pariente, que se había hecho famoso cuando arrancó las orejas de una bebita en Gilderdale Gardens pero que ahora envejecía olvidado en un asilo cercano a Dundall, fingiéndose loco, para evitar una condena.
Entonces volvió a preguntar mi nombre y el de mis padres y se rió. También volvió a hablarme de su cicatriz que había costado cincuenta libras: el precio de su pensión semanal, “como una substancia de hecho”. El banco le liquidaba cincuenta libras por semana a mi Muchacha y otras tantas a su hermana mayor, pero el maquillaje requería service. (Estoy seguro de haberlo escrito, pero ella volvía a contármelo y yo soy respetuoso de mis protagonistas. El arte –pienso debe testimoniar la realidad, para no convertirse en una torpe forma de onanismo, ya que las hay mejores.) Necesitaba service la cicatriz y le impedía, entre otras cosas, la práctica de natación y de esquí acuático. Coreen adoraba el esquí y las largas estadías al aire libre en tiempo de humedad y me invitó con un cigarrillo de marihuana: un joint. Lo rechacé porque había bebido mucho, me sentía ebrio de planes, y no quería que una caída súbita de mi presión los echara a perder. Mi Muchacha empapaba el papel de su pequeño joint con un líquido untuoso que guardaba en la miniatura de Coke de su colgante de oro. “Aceite de heroína”, explicó. Ella había sido adicta y friendo ese juguito que impregnaba el papel y la yerba, tranquilizaba sus deseos.
Hacía un año que venía abandonando el hábito, temía recaer en los pinchazos que habían matado a sus mejores amigos una noche en París –septicemia y ahora quería curarse y salir de aquello porque su pensión no le alcanzaba para solventar el hábito: ya bastantes problemas le traía el service de su maquilladora. Después volvió a dejarme solo en la cocina, fue al baño y yo robé del sótano una lata de queso cammembert, y a medida que me lo iba comiendo con mi cuchara de madera, hice una recorrida por las dependencias de la cocina: arte testimonial.
Amén de varios hornos verticales, y un gran hogar revestido de barro para hacer pan en la sala contigua tenían una máquina de asar eléctrica, con un spiedo que mediría tres metros de ancho por uno de circunferencia. Calculé que un pueblo en marcha hacia la liberación podía asar allí media docena de misioneros mormones ante un millar de fervientes watussi desesperados por su alícuota de dulzona carne de misionero mormón rotí. Más allá de la sala estaba el depósito de tubos de gas, leñas, carbón y especias. Olía a ajo el lugar, pero no vi ajo sino ramas de laurel y bolsas de yute con hierbas aromáticas que no supe calificar. ¿Romero? ¿Peter Nollys? ¿Kelpsias? ¡vaya uno a distinguir las sofisticadas preferencias de esos maniáticos magnates británicos…! Cuando Coreen –mi Muchacha Punk, dueña y señora de la casa volvía del –baño, trabó la puerta que separaba la cocina del office –al que ella llamaba “hogar” en inglés de los salones donde seguían gritándose barbaridades sus amigos. Ignoro lo que habrán dicho ellos, pero como resumen dijo que eran unos piojos hijos de perra; grave. Prendió otro joint con la brasa de mis 555, y –¡Achalay!– nos fuimos con él a apestar el dormitorio de su hermana, donde, dormiríamos, pues el suyo venía desordenado de la tarde anterior.
El pasillo que llevaba a los cuartos, estaba custodiado por grandes cuadros que parecían de buena calidad. Reparé en el piso: listones de roble enteros se extendían a lo largo de quince o veinte metros. Sin alfombra ni lustre alguno, la madera blanca repulida me evocó la cubierta de aquellos clippers que se hacía construir la pandilla de nobles que rondaba a Disraeli para gastar sus vacaciones en Gibraltar. ¡Un derroche! El cuarto de la hermana era amplio, sobriamente alfombrado, y en un rincón había una piel de tigre, en otro, una de cebra viel y otras pieles gruesas que supuse serían de algún lanar exótico, pues eran más grandes que las pieles de las ovejas más grandes que mis ojos han visto y que las que cualquier humano podría imaginar con o sin joints embebidos en substancias equis.
Nos acostamos. Tercera decepción del narrador: mi Muchacha Punk era tan limpia como cualquier chitrula de Flores o de Belgrano R. Nada previsible en una inglesa y en todo discordante con mis expectativas hacia lo punk. ¡Las sábanas…! ¡Las sábanas eran más suaves que las del mejor hotel que conocí en mi vida! Yo, que por mi antigua profesión solía camouflarme en todos los hoteles de primera clase y hasta he dormido –en casos de errores en las reservas que de ese modo trataron los gerentes de repararen suites especiales para noches de bodas o para huéspedes VIP, nunca sentí en mi piel fibras tan suaves como las de esas sábanas de seda suave, que olían a lima o a capullitos de bergamota en vísperas de la apertura de sus cálices. Tercera decepción del lector: Yo jamás me acosté con una muchacha punk. Peor: yo jamás vi muchachas punk, ni estuve en Londres, ni me fueron franqueadas las puertas de residencias tan distinguidas. Puedo probarlo: desde marzo de 1976 no he vuelto a hacer el amor con otras personas. (Ella se fue, se fue a la quinta, nunca volvió, jamás volvió a llamarme. La franquean otros hombres, otros. Nos ha olvidado; creo que me ha olvidado).
Cuarta decepción del narrador: no diré que era virgen, pero era más torpe que la peor muchacha virgen del barrio de Belgrano o de Parque Centenario. Al promediar eso (¿el amor?) le largó a declamar la letanía bien conocida por cualquier visitante de Londres: “ai camin ai camin ai camin ai camin ai camin”, gritaba, gritaba, gritaba, sustituyendo los conocidos “ai voi ai voi ai voi ai voi” de las pebetas de mi pago, que sumen al varón en el más turbado pajar de dudas sobre la naturaleza de ese sitio sagrado hacia el que dicen ir las muchachas del hemisferio sur y del que creen venir sus contrapartidas británicas. Pero uno hace todo esto para vivir y se amolda. ¡vaya si se amolda! Por ejemplo: Y después se durmió. Habrá sido el vino o las drogas, pero durmió sonriendo, y su cuerpo fue presa de una prodigiosa blandura. Miré el reloj: eran las 5.30 y no podía pegar un ojo, tal vez a causa del café, o de lo que agregamos al café.
Revisé los libros que se apilaban en la mesa de luz del cuarto de la hermana (le mi Muchacha Punk. ¡Buenos libros! Blake, Woolf, Sollers: buena literatura. ¡Cortázar en inglés! (¡Hay que ver en una de esas camas señoriales lo que parece el finado Cortázar puesto en inglés!) Había manuales de física y muchos números de revistas de ciencias naturales y de Teoría de los Sistemas.
Separé algunas para informarme qué era esa teoría que yo desconocía pero que justificaba tina publicación mensual que ya iba por el número ciento treinta y cuatro. Las miré. interesante: enriquecería mi conversación por un tiempo.
Andaba en eso citando llegó la hermana de mi Muchacha Punk con su novio. La chica dijo llamarse Dianne y era naturista, marxista, estudiaba biología, odiaba las drogas, despreciaba a los punks y no tomó nada bien que estuviésemos acostados en su cuarto, pero disimuló. Cuando le hablé, su expresión se hizo aún más severa como reprochando que un desnudo, desde su propia cama, se dirigiese a ella en un inglés tan choto.
No le gusté y ella no pudo disimularlo más.
En cambio el novio me mostró simpatía. Era estudiante de biología, naturista, marxista, odiaba profundamente a las punks y manifestó un intenso desprecio hacia las drogas y sus clientes.
Creo que de no haber mediado el episodio del encuentro y la irritación de su novia, habríamos podido entablar tina provechosa amistad. Me convidaron con sus frutas, algo muy delicioso, parecido al níspero y muy refrescante, que erradicó de mis encías el gustito a Coreen. Ella, a pesar de nuestra conversación en voz muy alta, mis gritos angloargentinos, mis carcajadas y 1()s mendrugos de risa que alguno de mis chistes lograron de la bióloga, no despertaba.
Dije a los chicos que me vestiría y que debía partir pues me –esperaban en mi hotel. Ellos dijeron que no era necesario, que siempre dormían en el suelo por motivos higiénicos y que yo podía seguir leyendo, pues “‘la luz de la luz no nos molesta”. Así dijeron. Se desnudaron, se echaron sobre una piel de oso y se cubrieron hasta los ojos con una manta hindú. De inmediato entraron en un profundo sueño y los vi dormir y respirar a un mismo ritmo, boca arriba y agarraditos de las manos. Pero yo no podía dormir; apagué la luz de la luz y estuve un rato velando y escuchando el contraste entre las respiraciones simétricas de la pareja, y la de Coreen, más fuerte y de ritmo más que sinuoso.
Prendí la luz y revisé el reloj: serían las siete, pronto amanecería. Acaricié los pelos de mi Muchacha, su carita, sus lindísimos hombros y sus brazos, y casi estuve a punto de hacer el amor una vez más, pero temí que un movimiento involuntario pudiese despertarla. Aproveché para mirar su piel delicada y suave. Nada punk, muy aristocrática la piel de mi Muchacha. Le estudié bien el agujerito de la nariz: medía seis milímetros de ancho y formaba una estrella de cinco puntas. ¿O eran cinco milímetros y la estrella tenía seis puntas? Nunca lo volveré a mirar. Para esta historia basta consignar que estaba dibujado con precisión y que debió ser obra de algún cirujano plástico que habrá cargado no menos de quinientos pounds de honorarios. ¡Un derroche! Miré la cicatriz de la mitad izquierda de mi chica: había perdido más color y estaba apelmazada por el roce de mi mentón que la barba crecida de dos días tornó abrasivo. Me apenó imaginar que en la tarde siguiente, al despertar, mi Muchachita Punk me guardaría rencor por eso. Escribí un papelito diciendo que el service quedaba a mi cargo y lo dejé abrochado con un clip junto a un billete de cincuenta libras que había comprado tan barato en Buenos Aires, en la garganta de su botita de astrakán. Así asumía mi responsabilidad, y ella no necesitaría esperar otra semana para poner su cicatriz a cero kilómetro. Actué como hombre y como argentino y aunque nadie atine nunca a determinar qué espera un punk de la gente, yo no podía permitir que al otro día mi Muchachita se amargase y anduviera por todas las discotheques de Londres insinuando que nosotros somos unos hijos de perra que perturbamos sus cicatrices y no pagamos el service, desmereciendo aún más la horrible imagen de mi patria que desde hace un tiempo inculcan a los jóvenes europeos. Me vestí. Al dejar el cuarto apagué las luces. Para salir destrabé la cerradura de la cocina pero volví a cerrarla y deslicé la llave bajo la puerta. Los punks seguían peleando: el africano reprochaba a los otros no haberlo despertado para la cena. Otro lloraba, creo que era el francés.
Después oí una sílabas rarísimas: era alguien que hablaba en holandés.
Gracias a Dios no me vieron y encontré un taxi no bien salí a la calle, fría como una daga rusa olvidada por un geólogo ruso recién graduado en la heladera de un hotel próximo a las obras suspendidas de Paraná Medio.
La tarde siguiente, leí en The Guardian que durante la noche catorce vagabundos, a causa del frío, habían muerto, o crepado, estirando sin rencor sus veintitantas vagabundas patas inglesas, en pleno corazón de la ciudad de Londres.
Hicieron no sé cuántos grados Farenheit; calculo que serían unos diez grados bajo cero, penique más, penique menos. En el hotel me pegué un baño de inmersión y calentito y con el agua hasta la nariz leí en la edición internacional de Clarín las hermosas noticias de mi patria. Quise volver.
Al día siguiente ‘volé a Bonn y de allí fui a Copenhague. Al cuarto día estaba lo más campante en Londres y no bien me instalé en el hotel quise encontrar a mi Muchacha Punk. No tenía su teléfono; su nombre no figura en el directorio de la vieja ciudad. Corrí a su casa. Me recibió amistosamente Ferdinand, el novio de la hermana: mi Muchacha estaba en New York visitando a la madre y de allí saltaría a Zambia, para reunirse con el padre. volvería recién a fines de abril, y él no me invitaba a pasar porque en ese momento salía para la universidad, donde daba sus clases de citología. Tipo agradable Ferdinand: tenía un Morris blanco y negro y manejaba con prudencia en medio de la rougb hour de aquel atardecer de invierno. Se mostró preocupado porque hacía un año le venían fallando las luces indicadoras de giro del autito. Le sugerí que debía ser un fusible, que seguramente eso era lo más probable que le sucedería al Morris. Rumió un rato mi hipótesis y finalmente concedió: –No lo sé, tal vez tengas razón…
Me dejó en victoria Station, donde yo debía comprar unos catálogos de armas y unos artículos de caza mayor para mi gente de Buenos Aires.
Nos despedimos afectuosamente. El armero de Aldwick era un judío inglés de barbita con rulos y trenzas negras, lubricadas con reflejos azules.
Entre él y el librero de victoria Embankment –un paquistaní– acabaron de estropearme la tarde con su poca colaboración y su velada censura a mi acento. El judío me preguntó cuál era mi procedencia; el pakistano me preguntó de dónde yo venía. Contesté en ambos casos la verdad. ¿Qué iba a decir? ¿Iba a andar con remilgos y tapujos cuando más precisaba de ellos? ¿Qué habría hecho otro en mi lugar…? ¡A muchos querría ver en una situación como la de aquel atardecer tristísimo de invierno inglés…! Oscurecía. Inapelable, se nos estaba derrumbando la noche encima. Cuando escuchó la palabra “Argentina”, el armero judío hizo un gesto con sus manos: las extendió hacia mí, cerró los puños, separó los pulgares y giró sus codos describiendo un círculo con los extremos de los dedos. No entendí bien, pero supuse que sería un ademán ritual vinculado a la manera de bautizar de ellos.
El paqui, cuando oyó que decía “Buenos Aires, Argentina, Sur” arregló su turbante violeta y adoptó una pose de danzarín griego, tipo Zorba (¿O sería una pose de danza del folklore de su tierra…?). Giró en el aire, chistó rítmicamente, palmeó sus manos y (cantó muy desafinado la frase “cidade maravilhosa dincantos mil”, pero apoyándola contra la melodía de la opereta Evita.
Después volvió a girar, se tocó el culo con las dos manos, se aplaudió, y se quedó muy contento mostrándome sus dientes perfectos de marfil.
Sentí envidia y pedí a Dios que se muriera, pero no se murió. Entonces le sonreí argentinamente y él sonrió a su manera y yo miré el pedazo visible de Londres tras el cristal de su vidriera: pura noche era el cielo, debía partir y señalé varias veces mi reloj para apurarlo. No era antipático aquel mulato hijo de mala perra, pero, como todo propietario de comercio inglés, era petulante y achanchado: tardó casi una hora para encontrar un simple catálogo de Webley & Scott. ¡Así les va…
!
 

Dario Sztajnszrajber, Mentira la verdad ( la felicidad)


Jaime Sabines, Digo que no puede decirse el amor.

Digo que no puede decirse el amor.
El amor se come como un pan,
se muerde como un labio,
se bebe como un manantial.
El amor se llora como a un muerto,
se goza como un disfraz.
El amor duele como un callo,
aturde como un panal,
y es sabroso como la uva de cera
y como la vida es mortal.

El amor no se dice con nada,
ni con palabras ni con callar.
Trata de decirlo el aire
y lo está ensayando el mar.
Pero el amante lo tiene prendido,
untado en la sangre lunar,
y el amor es igual que una brasa
y una espiga de sal.

La mano de un manco lo puede tocar,
la lengua de un mudo, los ojos de un ciego,
decir y mirar.
El amor no tiene remedio
y sólo quiere jugar.

Jaime Sabines

viernes, 21 de febrero de 2014

Dave Matthews Band, (el viento empezò a aullar)




Tiene que haber alguna manera de salir de aquí
Le dijo el bromista al ladrón
Hay demasiada confusión
No puedo encontrar alivio
Hombres de negocios, ellos se beben mi vino
Labradores cavan mi tierra
Ninguno de ellos a lo largo de la línea
Sabe lo que algo de ello vale

No hay motivo para excitarse
El ladrón amablemente habló
Hay mucho aquí entre nosotros
Que siente que la vida no es nada más que una broma
Pero tu y yo, hemos pasado por ello
Y este no es nuestro destino
Así que no nos dejes hablar falsamente ahora
La hora se hace tarde

A lo largo de la atalaya
Los príncipes mantuvieron la vista
Mientras todas las mujeres vinieron y se fueron
Sirvientas descalzas, también

Fuera en la distancia
Un gato salvaje gruñó
Dos jinetes se acercaban
El viento empezó a aullar

Bob Dylan 

Jaime Sabines, entresuelo

Un ropero, un espejo, una silla,
ninguna estrella, mi cuarto, una ventana,
la noche como siempre, y yo sin hambre,
con un chicle y un sueño, una esperanza.
Hay muchos hombres fuera, en todas partes,
y más allá la niebla, la mañana.
Hay árboles helados, tierra seca,
peces fijos idénticos al agua,
nidos durmiendo bajo tibias palomas.
Aquí, no hay mujer. Me falta.
Mi corazón desde hace días quiere hincarse
bajo alguna caricia, una palabra.
Es áspera la noche. Contra muros, la sombra
lenta como los muertos, se arrastra.
Esa mujer y yo estuvimos pegados con agua.
Su piel sobre mis huesos
y mis ojos dentro de su mirada.
Nos hemos muerto muchas veces
al pie del alba.
Recuerdo que recuerdo su nombre,
sus labios, su transparente falda.
Tiene los pechos dulces, y de un lugar
a otro de su cuerpo hay una gran distancia:
de pezón a pezón cien labios y una hora,
de pupila a pupila un corazón, dos lágrimas.
Yo la quiero hasta el fondo de todos los abismos,
hasta el último vuelo de la última ala,
cuando la carne toda no sea carne, ni el alma
sea alma.
Es preciso querer. Yo ya lo sé. La quiero.
¡Es tan dura, tan tibia, tan clara!
Esta noche me falta.
Sube un violín desde la calle hasta mi cama.
Ayer miré dos niños que ante un escaparate
de maniquíes desnudos se peinaban.
El silbato del tren me preocupó tres años,
hoy sé que es una máquina.
Ningún adiós mejor que el de todos los días
a cada cosa, en cada instante, alta
la sangre iluminada.

Desamparada sangre, noche blanda,
tabaco del insomnio, triste cama.

Yo me voy a otra parte.
Y me llevo mi mano, que tanto escribe y habla.

jueves, 20 de febrero de 2014

Simone de Beauvoir, ( de cuadernos de la juventud)

Pero yo, ¿quién soy? Mi unidad no viene de ningún principio, de ningún sentimiento al cual yo subordinaría todo: ella no se hace sino en mí misma. No puedo definirme ni clasificarme: mi gusto por la nitidez se acomoda poco de ello, sin embargo, detesto las etiquetas. No, verdaderamente; lo que amo por encima de todo, no es la fe ardiente y el gran acto simple que me conmueven sin embargo, con un respeto admirativo; son los impulsos rotos, las búsquedas, los deseos; son las ideas sobre todo, es la inteligencia y la crítica, los cansancios, las derrotas. Son los seres que no pueden dejarse engañar y que se debaten para vivir a pesar de su lucidez.
Simone de  Beauvoir
pintura: Marc Chagall 

 

Leonard Cohen , (llèvame bailando..)


Philip K Drick , la vida efìmera y feliz del zapato marròn



—Quiero enseñarle algo —dijo el doctor Labyrinth. Del bolsillo de su chaqueta extrajo
gravemente una caja de cerillas, que sujetó con firmeza sin apartar la vista de ella—. Va a contemplar algo trascendental para la ciencia moderna. El mundo temblará de arriba abajo.

—Déjeme ver —dije.

Era tarde, pasadas las doce de la noche. La lluvia caía sobre las calles desiertas. Observé al doctor Labyrinth mientras abría la caja con el pulgar. Me acerqué a ver.

La caja estaba vacía, a excepción de un botón de latón, una brizna de hierba seca y lo que parecía una migaja de pan.

—Hace mucho tiempo que se inventaron los botones —dije—. No veo nada especial.

Alargué la mano para coger el botón, pero Labyrinth puso la caja fuera de mi alcance con expresión de furia.

—Esto no es un botón —dijo, y luego prosiguió —: ¡Siga, siga! —acarició el botón con un dedo—. ¡Siga!

—Labyrinth, permita que me explique. Viene usted a mi casa en plena noche, me enseña un botón dentro de una caja de cerillas y…

Labyrinth se hundió en el sofá como si hubiera sufrido una gran decepción. Cerró la caja y la devolvió con resignación al interior de su bolsillo.

—Es inútil intentarlo —suspiró—. He fracasado. El botón no funciona. No queda ninguna esperanza.

—¿Qué tiene de raro? ¿Esperaba otra cosa?

—Tráigame algo —Labyrinth paseó una mirada desconsolada por la habitación—. Tráigame… tráigame vino.

—Muy bien, doctor, pero ya conoce los efectos del vino. —Fui a la cocina y llené dos vasos con jerez. Volví y le ofrecí uno. Estuvimos bebiendo un rato—. Explíqueme algo más.

El doctor posó el vaso sobre la mesa y asintió. Cruzó las piernas y sacó la pipa. Después de encenderla abrió de nuevo la caja para examinar su contenido. Suspiró y la cerró.

—No tiene objeto —dijo—. El Animador nunca funcionará, porque el Principio falla por su base. Me refiero al Principio de la Irritación Suficiente, por supuesto.

—¿Y qué es eso?

—Le diré cómo lo descubrí. Un día estaba sentado en la playa sobre una roca. Había sol y el calor era sofocante. Sudaba a mares y me sentía muy incómodo. De pronto, un guijarro saltó y se alejó reptando. El calor del sol le había puesto de mal humor.

—¿De veras? ¿Un guijarro?

—En ese instante comprendí el Principio de Irritación Suficiente: era el origen de la vida. Hace eones, en un pasado remotísimo, algo irritó de tal manera a un fragmento de materia inanimada que, impulsado por la indignación, ésta empezó a moverse. Asumí que la gran tarea de mi vida sería descubrir el perfecto irritante, capaz de hacer cobrar vida a la materia inanimada, para incorporarlo a una máquina manejable. La máquina, que se encuentra en el asiento posterior de mi coche, recibe el nombre de Animador. Pero no funciona.

Estuvimos callados durante unos minutos. Mi ojos empezaban a cerrarse.

—Oiga, doctor, creo que ya es hora de…

—Tienes razón —dijo el doctor Labyrinth, poniéndose en pie—, ya es hora de que me marche, y eso es lo que voy a hacer.

 Se encaminó hacia la puerta, donde le alcancé.

—No abandone la esperanza —le aconsejé—. Quizá funcione otro día… la máquina.

—¿La máquina? —frunció el ceño—. Ah, el Animador. Bueno, se la vendo por cinco dólares.

Di un respingo. Lo vi tan afligido que no me atrevía reír.

—¿Por cuánto?

—Se la traeré. Espere aquí —salió, bajó los escalones y llenó a la acera. Oí cómo abría la puerta del coche. y luego una serie de murmullos y gruñidos.

—Espere —dije, siguiendo sus pasos.

Luchaba con denuedo para sacar una voluminosa caja cuadrada del coche. La sostuve por un lado y la arrastramos hacia mi casa; la depositamos sobre la mesa del comedor.

—Así que esto es el Animador —dije—. Parece una parrilla para asar.

—Lo es, o lo era. El Animador arroja un chorro de calor a modo de irritante. De todas formas, he terminado con él.

—Muy bien —saqué el billetero—. Si quiere venderla, seré yo quien la compre.

Le di el dinero y se lo guardó. Me enseñó por dónde introducir la materia inanimada. cómo ajustar los cuadrantes y los medidores, y después, sin más palabras, se puso el sombrero y se marchó.

Me quedé solo con mi nuevo Animador. Mientras lo contemplaba, mi mujer bajó en bata de la alcoba.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. Mira, tienes los zapatos empapados. ¿Has salido a la calle?

—Algo así. Mira esto. Me ha costado cinco dólares. Sirve para reanimar cosas.

Joan no apartaba la vista de mis zapatos.

—Es la una de la mañana. Pon los zapatos en ese horno y ven a la cama.

—Pero ¿no te das cuenta…?

—Pon los zapatos en el horno —Joan se dirigió escalera arriba—. ¿No me has oído?

—Sí, querida —dije.



Volvió cuando estaba desayunando, sentado de mal humor ante el plato de huevos fritos con bacon, ya frío. El timbre empezó a sonar incesantemente.

—¿Quién será? —preguntó Joan.

Se levantó y fue a abrir la puerta.

—¡Animador! —exclamé.

Tenía la cara pálida y grandes ojeras.

—Aquí están sus cinco dólares —dijo—. Devuélvame mi Animador.

—De acuerdo, doctor —asentí, estupefacto—. Entre y se lo daré.

Mientras iba a por el Animador, el doctor se quedó de pie, dando muestras de nerviosismo. Cogí el Animador, que todavía estaba caliente, y se lo llevé.

—Póngalo ahí —ordenó—. Quiero asegurarme de que no lo ha dañado.

Lo deposité sobre la mesa y el doctor lo examinó con cariño y meticulosidad. Abrió la puertecilla y miró en el interior.

—Hay un zapato ahí dentro —indicó.

—Pues deberían haber dos —dije, recordando los acontecimientos de la noche—. Dios mío, puse ambos zapatos.

—¿Los dos? Ahora sólo hay uno.

Joan salió de la cocina.

—Hola, doctor. ¿Qué le trae tan pronto por aquí?

Labyrinth y yo intercambiamos una mirada.

—¿Sólo uno? —repetí.

Me agaché para comprobarlo. En efecto, había un único zapato manchado de barro, seco después de pasar la noche en el Animador de Labyrinth. Un zapato… sólo que yo había puesto los dos. ¿Dónde estaría el otro?        

Me volví, pero la expresión de Joan me hizo olvidar lo que iba a decir. Miraba al suelo con la boca abierta y los ojos dilatados de horror.

Algo pequeño, de color marrón, se desplazaba hacia el sofá. Se deslizó bajo él y desapareció. Lo había visto prácticamente de refilón, apenas un segundo, pero sabía lo que era.

—Dios mío —murmuró Labyrinth—. Tome los cinco dólares —puso el billete en mi mano—. ¡Ahora sí quiero que me lo devuelva!

—Tranquilo —dije— écheme una mano. Hemos de coger esa maldita cosa antes de que salga a la calle.

Labyrinth se precipitó a cerrar la puerta de la sala de estar.

—Está debajo del sofá —se agachó y escudriñó la zona—. Creo que ya lo veo. ¿Tiene un palo o algo por el estilo?

—Yo me voy —dijo Joan—. No quiero tener nada que ver con esto.

—No te puedes ir —la advertí. Saqué una guía de la cortina de la ventana—. Usaremos esto. Lo obligaremos a salir, pero tiene que ayudarme a cogerlo —le dije a Labyrinth—. Si no actuamos con rapidez, nunca lo volveremos a ver.

Azuzé al zapato con la punta de la guía. El zapato retrocedió hacia la pared, como un animal salvaje acosado, encogido y silencioso. Me produjo escalofríos.

—¿Qué haremos? —murmuré—. ¿Cómo demonios lo atraparemos?

—Podríamos encerrarlo en un cajón del escritorio —apuntó Joan—. Sacaré los papeles.

—¡Allá va!

Labyrinth se levantó de un brinco. El zapato había salido de debajo del sofá y correteaba hacia la butaca. Antes de que pudiera agazaparse, Labyrinth agarró uno de los cordones. El zapato tiró y se debatió para liberarse de la presa, pero el doctor no cedió ni un milímetro.

Llevamos el zapato al escritorio y cerramos el cajón. Exhalamos un suspiro de alivio.

—Ya está —dijo Labyrinth con una sonrisa estúpida—. ¿No se dan cuenta de lo que esto significa? ¡Lo conseguimos, lo conseguimos de veras! El Animador funciona. Me pregunto por qué no funcionó con el botón.

—El botón era de latón —dije—, y el zapato de piel de animal encolada. Elementos naturales. Y estaba mojado.

—En ese escritorio —señaló Labyrinth —se halla algo trascendental para la ciencia moderna.

—El mundo temblará de arriba abajo —terminé—, lo sé. Bien, es todo suyo —cogí la mano de Joan—. Puede llevarse el zapato también, junto con su Animador.

—Perfecto —aceptó Labyrinth—. Vigílenlo y no lo dejen escapar —fue hacia la puerta—. Voy a buscar la gente adecuada, hombres que…

—¿No se lo lleva? —preguntó Joan, nerviosa.

—Deben vigilarlo —repitió Labyrinth desde la puerta—. Es una prueba, la prueba de que el Animador funciona: el Principio de la Irritación Suficiente —bajó corriendo los escalones.

—Bueno, y ahora ¿qué? —preguntó Joan—. ¿Vamos a quedarnos aquí a vigilarlo?

—He de ir a trabajar —consulté mi reloj.

—Bueno, pues yo no voy a vigilarlo. Si te vas, me iré contigo. No me quedaré.

—Está a buen recaudo; no pasará nada aunque nos vayamos un rato.

—Visitaré a mi familia. Nos encontraremos en el centro esta noche y volveremos juntos.

—¿Tanto miedo te da?

—No me gusta. Hay algo siniestro en todo esto.

—Sólo es un zapato viejo.

—No me hagas reír; nunca hubo un zapato como éste.



Nos encontramos después de salir del trabajo, tal como habíamos quedado, y fuimos a cenar. Volvimos a casa en coche y lo aparqué en nuestro camino particular. Subimos por el sendero sin ninguna prisa.

—¿De veras quieres entrar? —preguntó Joan en el porche—. ¿No preferirías ir al cine?

—Hemos de entrar. Estoy ansioso por saber qué ha pasado. Me pregunto en qué se habrá convertido —metí la llave en la cerradura y abrí la puerta de un empujón.

Algo pasó corriendo por mi lado y desapareció entre los arbustos.

—¿Qué era eso? —susurró Joan despavorida.

—Adivínalo. —Me planté en dos zancadas frente al escritorio. El cajón, por supuesto, estaba abierto. El zapato lo había forzado desde dentro—. Bueno, ya no hay remedio. ¿Qué le diremos al doctor?

—Quizá lo puedas coger otra vez. —Joan cerró la puerta—. o animar otro. Prueba con el otro zapato, el que se ha perdido.

—No daría resultado. La creación es caprichosa. Algunas cosas no responden. Claro que tal vez…

Sonó el teléfono. Nos miramos. Había algo misterioso en el sonido.

—Es él —dije antes de alzar el auricular.

—Soy Labyrinth —tronó la voz familiar—. Iré mañana temprano. Traeré más gente. Conseguiremos fotógrafos y un buen artículo en la prensa. Jenkins, del laboratorio…

—Escuche, doctor… —empecé.

—Hablaremos más tarde, tengo mil cosas que hacer. Nos veremos mañana por la mañana —colgó.

—¿Era el doctor? —preguntó Joan.

Contemplé el vacío cajón del escritorio.

—Lo era. Era él, sí —fui hacia el ropero y me quité la chaqueta.

De repente me asaltó una extraña sensación. Me giré en redondo. Algo me espiaba, pero ¿qué? No vi nada. Sin embargo, me ponía la piel de gallina.

—¿Qué diablos…? —me encogí de hombros y colgué la chaqueta.

Cuando volvía a la sala de estar, por el rabillo del ojo me pareció ver algo que se movía.

—Maldita sea… —murmuré.

—¿Qué pasa?

—Nada, nada en absoluto —miré a mi alrededor sin distinguir nada en especial.

La librería, las alfombras, los cuadros de las paredes, todo seguía en su sitio. Pero algo se había movido.

Entré en la sala. El Animador estaba sobre la mesa. Al pasar junto a él, percibí un débil flujo de calor. El Animador aún funcionaba. ¡La puertecilla estaba abierta! Bajé el conmutador de un manotazo y la luz indicadora se apagó. ¿Lo habíamos dejado en funcionamiento todo el día? Traté de recordar, pero no pude asegurarlo.

—Hemos de encontrar el zapato antes de que anochezca —dije.

Buscamos, sin resultado alguno. Los dos exploramos cada pulgada del patio, examinamos cada arbusto, registramos el seto, pero la suerte no nos sonrió.

Cuando oscureció, encendimos la luz del porche y continuamos nuestra labor investigadora. Por fin abandonamos. Me senté en los escalones del porche.

—No tiene sentido. Hay miles de sitios donde puede esconderse. Mientras miramos en uno, puede escurrirse a otro. Estamos vencidos de antemano, y hemos de enfrentarnos a la realidad.

—Quizá sea mejor así —suspiró Joan.

—Esta noche dejaremos abierta la puerta principal. Es posible que regrese.

La dejamos abierta, pero a la mañana siguiente la casa seguía vacía y silenciosa. En seguida comprendí que el zapato no había vuelto. Paseé sin rumbo, buscando algún indicio. Descubrí cáscaras de huevo rotas en el cubo de la basura que había en la cocina. El zapato había entrado por la noche, pero se había marchado después de aprovisionarse.

Cerré la puerta principal. Joan y yo nos miramos en silencio.

—El doctor llegará de un momento a otro —dije—. Será mejor que llame al despacho para avisar de que iré más tarde de lo habitual.

Joan tocó el Animador.

—Así que esto es el causante. Me pregunto si lo volverá a repetir.

Salimos afuera y vigilamos durante un rato. Nada agitó los arbustos.

—Qué le vamos a hacer. Ahí viene un coche.

Un Plymouth oscuro se detuvo frente a nuestra puerta. Dos hombres de edad avanzada bajaron y subieron por el sendero, mirándonos con curiosidad.

—¿Dónde está Rupert? —preguntó uno.

—¿Quién? ¿Se refiere al doctor Labyrinth? Creo que llegará de un momento a otro.

—¿Está ahí dentro el invento? Soy Portee, de la universidad. ¿Puedo echar una ojeada?

—Será mejor que espere —dije, inseguro—. El doctor no tardará.

Otros dos coches aparcaron detrás del primero. Bajaron más ancianos que subieron por el sendero sin dejar de charlar y murmurar.

—¿Dónde está el Animador? —preguntó uno, un tipo extravagante con patillas muy pobladas—. Joven, haga el favor de enseñárnoslo.

—Está dentro. Si quiere ver el Animador, entre.

Todos se precipitaron al interior. Joan y yo les seguimos. Se detuvieron ante la mesa, examinaron la caja cuadrada y hablaron con gran excitación.

—¡Justo lo que sospechaba! —exclamó Porter—. El Principio de la Irritación Suficiente pasará a la historia…

—Tonterías —le contradijo otro—. Es absurdo. Quiero ver ese sombrero, zapato, o lo que sea.

—Ya lo verá —dijo Porter—. Rupert sabe lo que hace, no lo olvide.

Se enfrascaron en una agria controversia, salpicada de citas, fechas y autoridades. Llegaron más coches, algunos cargados de periodistas.

—Oh, Dios mío —gemí—. Acabarán con él.

—Bueno, bastará con que les cuente lo sucedido —dijo Joan—. Lo de la fuga.

—Lo haremos nosotros, no él. Lo diremos públicamente.

—No quiero mezclarme en esto. Nunca me gustó ese par. ¿No te acuerdas de que te aconsejé los de color rojo oscuro?

Preferí no escucharla. Un montón de ancianos se había congregado en el patio. Hablaban y discutían. De repente distinguí el diminuto Ford azul de Labyrinth, y el corazón me dio un vuelco. Había venido, estaba aquí, y dentro de un momento deberíamos decirle la verdad.

—No me atrevo a explicárselo —le dije a Joan—. Vamos adentro.

Al ver al doctor Labyrinth, todos los científicos se abalanzaron sobre él y le rodearon. Joan y yo nos miramos. La casa estaba desierta, a excepción de nosotros dos. Cerré la puerta principal. El ruido de la conversación se colaba a través de las ventanas; Labyrinth desarrollaba el Principio de la Irritación Suficiente. En cualquier momento entraría en la casa y pediría el zapato.

—Bueno, fue culpa suya por marcharse —dijo Joan, y se puso a hojear una revista.

El doctor Labyrinth me hizo señas desde el jardín. Una amplia sonrisa se dibujaba en su rostro. Le devolví el saludo desmayadamente. Luego me senté al lado de Joan.

Pasó el tiempo. Bajé la vista al suelo. ¿Qué podía hacer? Sólo esperar, esperar a que el doctor Labyrinth entrara en casa con aires de triunfador, rodeado de científicos, sabios, periodistas, historiadores, y solicitara la prueba de su teoría, el zapato. Toda la vida de Labyrinth descansaba en mi viejo zapato, la prueba de su Principio, del Animador, de todo. ¡Y el maldito zapato se había largado!

—Ya falta menos —dije.

Esperamos en silencio. Al poco noté algo peculiar. El rumor de voces se había desvanecido. Escuché, pero no oí nada.

—¿Por qué no entrarán? —pregunté en voz alta.

El silencio continuó. ¿Qué pasaba? Me levanté y fui a la puerta. La abrí y me asomé.

—¿Qué ocurre? —preguntó Joan—. ¿Me lo puedes explicar?

—No, no entiendo nada. —Todos estaban de pie, en silencio, mirando algo en el suelo. Me quedé asombrado. No tenía sentido—. ¿Qué pasa?

—Vamos a ver —se decidió Joan.

Ambos bajamos los escalones lentamente. Nos abrimos paso entre el grupo reunido y avanzamos.

—Santo Dios —murmuré—. Santo Dios.

Una extraña y breve procesión cruzaba la hierba del jardín. Dos zapatos: mi viejo zapato marrón y, justo delante de él, otro zapato, una zapatilla blanca y diminuta de tacón alto. La examiné con detenimiento. Me resultaba muy familiar.

—¡Es mía! —gritó Joan. Todos volvieron la vista hacia ella—. ¡Es mía! Mis zapatos de excursión…

—Ya no —dijo Labyrinth. Estaba pálido de emoción—. Se halla fuera de nuestro alcance para siempre.

—Sorprendente —comentó uno de los sabios—. Mírenlas. Observen a la hembra. Observen lo que hace.

El zapatito blanco se mantenía prudentemente apartado de mi viejo zapato marrón, a unos centímetros de distancia, y le guiaba casi con timidez. Cuando mi zapato se aproximaba más de la cuenta, se alejaba describiendo un semicírculo. Los dos zapatos se detuvieron un momento y se miraron. Entonces, sin previo aviso, mi zapato empezó a saltar, primero sobre el talón y después sobre la punta. Bailó alrededor de la zapatilla con gran dignidad y solemnidad hasta volver al punto de partida.

El zapatito blanco saltó una sola vez y se apartó poco a poco, vacilante, y permitió que mi zapato marrón casi la alcanzara, para mantener de nuevo las distancias.

—Esto implica un desarrollado sentido de las normas —dijo un anciano caballero—, tal vez, incluso, un inconsciente racial. Los zapatos observan un rígido modelo de ritual, probablemente en desuso desde hace siglos…

—Labyrinth, ¿qué significa esto? —preguntó Porter—. Explíquenoslo.

—De modo que esto es lo que sucedió —murmuré—. Mientras estábamos fuera, el zapato salió de su prisión y usó el Animador en la zapatilla. Ya sabía yo que algo me observaba anoche. La zapatilla aún no había salido de casa.

—Por eso el Animador estaba conectado —dijo Joan—. No se me ocurrió.

Los dos zapatos habían llegado casi al seto. La zapatilla esquivaba apenas los cordones del zapato marrón. Labyrinth se dirigió hacia ellos.

—Como pueden ver, caballeros, no exageré. Éste es un gran momento para la ciencia, la creación de una nueva raza. Quizá cuando la humanidad y la sociedad se autodestruyan, esta nueva forma de vida…

Se agachó para coger los zapatos, pero en ese instante la zapatilla desapareció en el seto y se refugió en la oscuridad del follaje. El zapato marrón la siguió de un brinco. Hubo un susurro de hojas y después silencio.

—Me voy adentro —dijo Joan.

—Caballeros —declaró el sonrojado Labyrinth—, esto es increíble.

Estamos siendo testigos de uno de los más profundos y trascendentales acontecimientos de la ciencia.

—Bueno…, casi testigos —dije yo.