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jueves, 5 de diciembre de 2013

Paul Auster, Un hombre en la oscuridad , (fragmento)

Estoy solo en la oscuridad, dándole vueltas al mundo en la cabeza mientras paso otra noche de
insomnio, otra noche en blanco en la gran desolación americana. Arriba, mi hija y mi nieta están cada una en su habitación, también solas: mi hija única, Miriam, de cuarenta y siete años, que se acuesta sola desde hace cinco, y Katya, de veintitrés, única hija de Miriam, que antes dormía con un joven llamado Titus Small, pero ahora Titus ha muerto, y mi nieta duerme sola con el corazón destrozado.
Luz radiante, y luego oscuridad. El sol fulgurando por todos los rincones del cielo, seguido de la negrura de la noche, el silencio de las estrellas, el viento que agita las ramas. Ésa es la monotonía diaria. Llevo viviendo más de un año en esta casa, desde que me dieron de alta en el hospital. Miriam insistió en que viniera, y al principio estábamos los dos solos, junto con la enfermera que me cuidaba durante el día cuando mi hija se iba a trabajar. Luego, tres meses después, a Katya se le cayó el mundo encima, y entonces dejó la escuela de cine en Nueva York y se vino a Vermont a vivir con su madre.
Sus padres lo llamaron como al hijo de Rembrandt, ese pequeño de los cuadros, el niño de cabellos dorados y gorro escarlata, el pupilo distraído que no comprende la lección, la criatura transformada en un joven devastado por la enfermedad que murió a los veintitantos años, igual que el Titus de Katya. Es un nombre maldito, un nombre que debería retirarse para siempre de la circulación. Pienso a menudo en el fin de Titus, la horrorosa historia de su último trance, las imágenes de su agonía, las demoledoras consecuencias de su muerte en mi atribulada nieta, pero no quiero entrar en eso ahora, no puedo caer en ello, tengo que alejarlo lo más posibles de mi pensamiento. La noche aún es joven, y sin moverme de la cama, con los ojos clavados en la oscuridad, en una tiniebla tan impenetrable que no se alcanza a ver el techo, me pongo a recordar la historia que empecé anoche. Eso es lo que hago cuando no logro conciliar el sueño. Me quedo tumbado en la cama y me cuento historias. Quizá no sean gran cosa, pero siempre y cuando no me salga de ellas, me evitan pensar en cosas que prefiero olvidar. La concentración, sin embargo, puede darme problemas, y las más de las veces mis pensamientos acaban derivando de la historia que pretendo contar a las cosas en las cuales no quiero pensar. No hay nada que hacer. Fracaso una y otra vez, hay más chascos que aciertos, pero eso no quiere decir que no ponga todo mi empeño.
Lo metí en un hoyo. Parecía un buen comienzo, una prometedora manera de poner las cosas en marcha. Situar a un hombre dormido en un pozo, para luego ver lo que pasa cuando se despierte e intente salir trepando. Me refiero a una profunda concavidad en el suelo, de unos tres metros de onda, excavada en forma de círculo perfecto, con paredes verticales de tierra sólida, muy compacta, tan dura que la superficie tiene una textura de arcilla modelada, de vidrio incluso. En otras palabras, cuando el hombre abra los ojos no conseguirá salir del hoyo. A menos que disponga de una serie de aparejos de montaña –martillo y crampones, por ejemplo, o una cuerda para echar un lazo a un árbol cercano–, pero este hombre no tiene herramientas, y una vez que recobre la conciencia, enseguida comprenderá la naturaleza del aprieto en que se encuentra.
Y así es. El hombre se despierta y descubre que está tendido de espaldas, mirando al cielo de un atardecer sin nubes. Se llama Owen Brick, y no tiene ni idea de cómo ha ido a parar allí, no guarda recuerdo alguno de cómo ha caído en ese agujero cilíndrico, que según sus cálculos tendrá aproximadamente tres metros y medio de diámetro. Se incorpora. Para su sorpresa, va vestido con un uniforme pardusco de lana áspera. Tiene la cabeza cubierta con una gorra, y lleva un par de robustas y gastadas botas de cuero negro, bien atadas por encima de los tobillos con una doble lazada. En las mangas de la chaqueta ostenta dos galones, lo que indica que el uniforme pertenece a un militar con el rango de cabo. Esa persona podría ser Owen Brick, pero el hombre del hoyo, cuyo nombre es Owen Brick, no recuerda haber servido en el ejército ni combatido en guerra alguna en ningún momento de su vida.
A falta de otra explicación, supone que ha perdido temporalmente la memoria a consecuencia de algún golpe recibido en la cabeza. Sin embargo, al pasarse la punta de los dedos por el cuero cabelludo en busca de rasguños o chichones, no encuentra indicios de bultos, ni heridas ni arañazos, nada que sugiera la existencia de ese golpe. ¿Qué ha sido, entonces? ¿Ha sufrido algún trauma que le ha mermado las facultades, haciéndole perder el uso de gran parte del cerebro? Tal vez. Pero a menos que le venga de pronto el recuerdo de ese trauma, no tendrá medio de saberlo. Seguidamente, empieza a explorar la posibilidad de que esté durmiendo en la cama, en su casa, atrapado en un sueño extrañamente lúcido, un sueño tan verosímil y absorbente que la frontera entre lo real y lo imaginario se ha difuminado hasta casi desaparecer. Si eso es cierto, entonces no tiene más que abrir los ojos, levantarse de la cama y dirigirse a la cocina a prepararse el café del desayuno. Pero, ¿cómo se pueden abrir los ojos cuando ya están abiertos? Parpadea unas cuantas veces, en un intento pueril de romper el encantamiento; pero no hay hechizo alguno, y la cama mágica no llega a materializarse.
En lo alto, una banda de estorninos atraviesa su campo de visión durante cinco o seis segundos, desapareciendo luego hacia el crepúsculo. Brick se pone en pie para inspeccionar su entorno, y entonces nota que le abulta un objeto en el bolsillo delantero izquierdo del pantalón. Resulta ser una cartera, la suya, y además de setenta y seis dólares estadunidenses, contiene un carné de conducir expedido por el estado de Nueva York a un tal Owen Brick, nacido el 12 de junio de 1977. Eso confirma lo que Brick ya sabe: que es un individuo cercano a la treintena con domicilio en Jackson Heights, en el barrio de Queens. Sabe asimismo que está casado con una mujer llamada Flora y que durante los últimos siete años ha trabajado como mago profesional, actuando principalmente en fiestas de aniversario infantiles por toda la ciudad con el nombre artístico del Gran Zavello. Tales hechos no hacen sino ahondar el misterio. Si tan seguro está de quién es, ¿cómo ha acabado entonces en el fondo de ese pozo, vestido con uniforme de cabo, nada menos, sin documentos, ni placa ni identificación que acredite su condición militar?
No tarda mucho en comprender que escapar de allí es totalmente imposible. La pared circular es muy alta, y cuando le da un puntapié con la bota con idea de hacer una marca y crear una especie de punto de apoyo que le permita escalarla, sólo consigue hacerse daño en el dedo gordo. La noche cae rápidamente, y va haciendo frío, un frío húmedo de primavera que le va calando hasta los huesos, y aunque ha empezado a tener miedo, de momento está más confuso que asustado. Sin embargo, no puede por menos de gritar pidiendo auxilio (…)


  Paul Auster

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