Sí. Yo escribía poesía en mi adolescencia. Sonetos y verso libre.
Escribía muchísimos poemas de
diversa índole, y los escondía con habilidad para que mi papá no me pensara poco hombre. Siempre tuve mucho cuidado de que Roberto Casciari no sospechara, por eso hice rugby, básquet, tenis, voley y cualquier cosa con pelota, durante sacrificados años.
Pero igual, entre los torneos provinciales y los viajes a otros clubes bonaerenses, yo seguía escribiendo poesía. Y también miraba novelas en la tele: Rosa de Lejos, Los Ricos También Lloran, Herencia de Amor, Un Mundo de Veinte Asientos e incluso —ya más para este lado— Café Con Aroma de Mujer.
En mi casa había que cuidarse mucho de lo que veías, porque la ficción también era síntoma incontrastable de ser redondamente puto. En la tele, para ser hombre, había que ver fútbol, fórmula uno, básquet, tenis y turismo carretera. Mi mamá y mi hermana tenían derecho a las artes menores, pero no yo.
Una tarde de domingo, sin embargo, mi papá me descubrió en un descuido tan grande, que desde entonces dejé de escribir versos y la vergüenza me dura hasta hoy.
Jugaban Boca-Rácing, en directo por TyC Sport. Yo ya no era tan chico, ni siquiera vivía en Mercedes. Pero me gustaba ir los fines de semana a ver el fútbol. El partido empezaba a las 18:10. Mi papá tenía un campeonato de tenis en La Liga y llegaría muy sobre el partido. Invité a mi mejor amigo el Chiri a ver el clásico a casa, pero antes nos alquilamos "La Muerte de un Viajante"; la de Dustin Hoffman.
Hicimos las cuentas, y decidimos que la peli acabaría antes de que empezara el superclásico (y sobre todo antes de que llegara Roberto, que no debía vernos mirando cosas de mujeres). No teníamos en cuenta que la cinta era una versión para televisión, y duraba 130 minutos. ¡Ay, qué error!
El partido empezó puntual, y nosotros todavía estábamos en la escena en donde Willy Loman, ya viudo, hace el monólogo final frente a la tumba de su esposa. Para peor, Roberto Casciari venía a cien por hora en el auto, porque el Turco García había metido un gol en el minuto cuatro. Venía enloquecido, escuchándolo por radio a las puteadas (odia llegar tarde al fútbol), y deseoso de poder verlo junto a su hijo, su único vástago varón, su orgullo.
Cuando mi papá llegó a casa y entró al comedor, dando por hecho que nos encontraría al Chiri y a mí con dos cervezas en la mano, con cara de camioneros, mirando el partido a los gritos, encontró a dos pelotudos ya grandes llorando a moco tendido, en la semi penumbra, posiblemente abrazados, con los ojos en compota porque había muerto Linda Loman (Kate Reid, espectacular), y envueltos en una música tristísima, compuesta por Alex North, que invadía con ritmo amariconado toda la casa.
Se quedó seco Casciari, estaqueado abajo del marco de la puerta. No sé qué pensó. Nunca se lo pregunté. Creo que desde entonces nunca más hablamos, mi padre y yo. Le tembló un poco el labio, el de abajo:
—¿Qué haaacen? —dijo casi para sí, alargando la "a" como un lamento, como si le estuviesen dando una puñalada en el medio del árbol genealógico.
Nosotros, el Chiri y yo, llenos de vergüenza, pusimos rapidito TyC Sport y nos quedamos chito, con el clima asfixiante de Arthur Miller todavía retumbándonos en la cabeza y aplastándonos de tristeza el corazón, con las lágrimas que no podían dejar de brotar, viendo de repente en la tele a gente que se llamaba Borelli, Ortega Sánchez o Rúben Paz, corriendo como locos atrás de una pelotita.
(Cuando escribo este recuerdo, les juro, me tiemblan las manos y un sudor ominoso me recorre el cogote.)
Todos los años de haber escondido las poesías, de haber puesto cara de hombre frente al dolor, de haber ido a rugby los sábados por la mañana a que me pegaran patadas en la cabeza sin motivos, de haber tomado vino tinto y haber aprendido chistes verdes para repetir delante de Roberto, ¡todo ese esfuerzo, Dios mío!, lo acababa de tirar a la basura, así, como una rosa deshecha por el viento... Así, como una hoja reseca por el sol. Así, como se arroja de costado un papel viejo...
Esa tarde de domingo, aciaga e iniciática, dejé de escribir poesía para siempre.
Hernàn Casciari
diversa índole, y los escondía con habilidad para que mi papá no me pensara poco hombre. Siempre tuve mucho cuidado de que Roberto Casciari no sospechara, por eso hice rugby, básquet, tenis, voley y cualquier cosa con pelota, durante sacrificados años.
Pero igual, entre los torneos provinciales y los viajes a otros clubes bonaerenses, yo seguía escribiendo poesía. Y también miraba novelas en la tele: Rosa de Lejos, Los Ricos También Lloran, Herencia de Amor, Un Mundo de Veinte Asientos e incluso —ya más para este lado— Café Con Aroma de Mujer.
En mi casa había que cuidarse mucho de lo que veías, porque la ficción también era síntoma incontrastable de ser redondamente puto. En la tele, para ser hombre, había que ver fútbol, fórmula uno, básquet, tenis y turismo carretera. Mi mamá y mi hermana tenían derecho a las artes menores, pero no yo.
Una tarde de domingo, sin embargo, mi papá me descubrió en un descuido tan grande, que desde entonces dejé de escribir versos y la vergüenza me dura hasta hoy.
Jugaban Boca-Rácing, en directo por TyC Sport. Yo ya no era tan chico, ni siquiera vivía en Mercedes. Pero me gustaba ir los fines de semana a ver el fútbol. El partido empezaba a las 18:10. Mi papá tenía un campeonato de tenis en La Liga y llegaría muy sobre el partido. Invité a mi mejor amigo el Chiri a ver el clásico a casa, pero antes nos alquilamos "La Muerte de un Viajante"; la de Dustin Hoffman.
Hicimos las cuentas, y decidimos que la peli acabaría antes de que empezara el superclásico (y sobre todo antes de que llegara Roberto, que no debía vernos mirando cosas de mujeres). No teníamos en cuenta que la cinta era una versión para televisión, y duraba 130 minutos. ¡Ay, qué error!
El partido empezó puntual, y nosotros todavía estábamos en la escena en donde Willy Loman, ya viudo, hace el monólogo final frente a la tumba de su esposa. Para peor, Roberto Casciari venía a cien por hora en el auto, porque el Turco García había metido un gol en el minuto cuatro. Venía enloquecido, escuchándolo por radio a las puteadas (odia llegar tarde al fútbol), y deseoso de poder verlo junto a su hijo, su único vástago varón, su orgullo.
Cuando mi papá llegó a casa y entró al comedor, dando por hecho que nos encontraría al Chiri y a mí con dos cervezas en la mano, con cara de camioneros, mirando el partido a los gritos, encontró a dos pelotudos ya grandes llorando a moco tendido, en la semi penumbra, posiblemente abrazados, con los ojos en compota porque había muerto Linda Loman (Kate Reid, espectacular), y envueltos en una música tristísima, compuesta por Alex North, que invadía con ritmo amariconado toda la casa.
Se quedó seco Casciari, estaqueado abajo del marco de la puerta. No sé qué pensó. Nunca se lo pregunté. Creo que desde entonces nunca más hablamos, mi padre y yo. Le tembló un poco el labio, el de abajo:
—¿Qué haaacen? —dijo casi para sí, alargando la "a" como un lamento, como si le estuviesen dando una puñalada en el medio del árbol genealógico.
Nosotros, el Chiri y yo, llenos de vergüenza, pusimos rapidito TyC Sport y nos quedamos chito, con el clima asfixiante de Arthur Miller todavía retumbándonos en la cabeza y aplastándonos de tristeza el corazón, con las lágrimas que no podían dejar de brotar, viendo de repente en la tele a gente que se llamaba Borelli, Ortega Sánchez o Rúben Paz, corriendo como locos atrás de una pelotita.
(Cuando escribo este recuerdo, les juro, me tiemblan las manos y un sudor ominoso me recorre el cogote.)
Todos los años de haber escondido las poesías, de haber puesto cara de hombre frente al dolor, de haber ido a rugby los sábados por la mañana a que me pegaran patadas en la cabeza sin motivos, de haber tomado vino tinto y haber aprendido chistes verdes para repetir delante de Roberto, ¡todo ese esfuerzo, Dios mío!, lo acababa de tirar a la basura, así, como una rosa deshecha por el viento... Así, como una hoja reseca por el sol. Así, como se arroja de costado un papel viejo...
Esa tarde de domingo, aciaga e iniciática, dejé de escribir poesía para siempre.
Hernàn Casciari
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