Fotografié a
Alejandro Urdapilleta muchas veces. En el Parakultural, en mi estudio,
en lo de
Humberto y en casa. Siempre fue difícil transmitir su enorme
talento en una imagen. Los ángeles magníficos que apilaba en cada rincón
de su alma eran siempre esquivos al retrato estático. Alejandro era
Alejandro en el tiempo real, en el escenario, en la lectura de sus
propios escritos y en la vida. Todas las fotos que tengo de él son
apenas una vaga referencia de su espíritu. Imaginarlo quieto ahora
parece incompatible con su atronadora naturaleza de pampero.Conservo en mi retina muchos de esos momentos de Urda que no pude registrar en fotos. Pero hay uno que lo pinta entero. Trascurrió en Miramar, durante un viaje que hicimos con él, Humberto y Liliana Pérez. Una perra del barrio, sin dueño, acababa de tener cachorros y Alejandro decidió adoptar una de las crías. Humberto, que lo conocía más que nadie, se mostró un poco incrédulo con ese amor repentino de Ale, pero dejó que las cosas siguieran su curso. Urda bautizó a la recién llegada Ana Olga, en homenaje a su personaje, Ana Olga Sorongo, de un número que hacía en el Parakultural. Las primeras horas de adopción transcurrieron en calma: que la lechita en el plato, que los jueguitos con una pelotita, que la dormidita junto a Ale en su cuarto mientras él escribía parte de una nueva obra que harían con Humberto. Pero, de repente, el clima de amor se interrumpió bruscamente. Desde el living, donde estábamos con Humberto, oímos un “¡PERRA DE MIERDA!!!!” y enseguida un ¡QUIZZZ...! de Ana Olga, precediendo a un quejido interminable. Jugando, la recién adoptada habría mordido a Alejandro que, sin decirle “agua va”, la había tomado de una patita y la había arrojado contra la pared con todas sus fuerzas.
Es que la pobre Ana Olga no sabía a quién había mordido. Bastaría sólo con imaginar sus ojos al ver a su tierno adoptante convertido a la vez en Karren, la monstruosa hermana de Kara y Kiri de La Moribunda, en la mismísima María Julia, la carancha y hasta en la pérfida hermana de un Batato parapléjica a quien le había desollado a su única mascota (un hamster) y trataba de “Paralítica de mierda”. Ana Olga jamás pudo haber imaginado tampoco que, de su nuevo y amoroso dueño, surgieran, en un instante y al mismo tiempo, espíritus tan potentes como el de la líder del grupo Lesbianas Libres de Latinoamérica, que decía haber asumido su homosexualidad comprando un cuarto kilo de queso cuartirolo poco antes de dejar a un marido que la maltrataba diciéndole que le molestaba el ruido de sus pensamientos, o que en el puño de Alejandro se concentrara el fanatismo de la evangelista “Zulema Ríos de Mamanís, testigo de la luz carismática del pájaro chohuís” que gritaba “¡Lesluyas, Lesluyas!” después de caer al escenario del Parakultural rodando por la escalera de entrada. Pero, mucho menos, Ana Olga pudo haber imaginado ver aparecer de repente a la diosa Eurínome, protagonista del monólogo “La Luna”, que había nacido de “un enorme sorete marrón de nada” con el propósito de crear el universo y había terminado pariendo un pebetito. En fin, la pobre Ana Olga nunca debe haber soñado que con esa mordidita inocente sería capaz de despertar tantos demonios furibundos, provenientes del fondo mismo de la tierra –o de la mente fragorosa de Alejandro, da lo mismo–, al mismo tiempo.
Fue en ese momento cuando Humberto que, como dije, conocía a Ale como nadie, me miró sonriendo desde el sillón del living y me dijo socarronamente: “¡La primera peleíta!”. Reímos a carcajadas durante un buen rato.
Ana Olga sobrevivió a las pasiones atronadoras de Urdapilleta. Ale nunca la trajo a Buenos Aires. Pero, a pesar de aquel litigio inicial, cada vez que llegaba a Miramar, Ana Olga lo recibía tirándose en el pasto con gemidos de alegría hasta que él le rascaba la panza. Será que, como muchos de nosotros, aquella perra aprendió a querer a Alejandro a pesar de sus púas afiladísimas y de sus miedos maquillados de odios. Lo digo porque, para todos los que hoy lo despedimos, ni siquiera la frase más punzante que alguna vez nos dedicó pudo con el recuerdo de la maravilla de persona que Alejandro llevaba dentro. Será también por eso que, a pesar de su carácter difícil, sólo recordamos sus prodigiosas noches en el Parakultural; sus personajes iluminados de teatro y televisión; su capacidad para concebir, con Humberto y a las carcajadas, obras enteras en una noche; sus ideas transgresoras e inclaudicables; su sonrisa pícara y un manojo de poemas mágicos como éste, que más de una vez le pedí me recitara frente a frente:
“Si los ciruelos/dieran nueces/los nogales/nuez moscada/los girasoles/ borbotones/de aceite Cocinero/y las vacas/elevaran sus ojos al cielo/y rezaran plegarias/masticadas/cuatro veces. Si los gorriones/explotaran/ como rompeportones/contra las puertas/de los aposentos/y las estatuas/de los santos/bailaran jotas/en ojotas. (...) ¿Cómo sería el paisaje/si mi corazón se abriese/como una compuerta/y allí saliese/el niño que fui?.../ todo envuelto en carcajadas/para ponerse a bailar/sobre una hoja... seca.../apenas soplada por el viento.../¡¡¿qué pasó?!!”
Todos esperábamos que, del encierro en que Alejandro estaba sumido hace varios años saliera, pronto, un Urdapilleta nuevo, mágico e inesperado como siempre. Que un día volviera abriendo el baúl donde, decía, guardaba poemas y obras magníficas que nadie conocía, para deslumbrar una vez más al mundo.
Hoy vi a su amigo Humberto cargar su féretro hasta su tumba, entre sollozos. Alejandro yace ahora bajo dos cerezos pródigos de frutos, junto a sus padres. Hace mucho que no sentía tanta tristeza. Prefiero recordarlo en Miramar imaginando una nueva obra única, monumental, espléndida, revolucionaria y conmovedora como siempre. Como la que soñaban con Humberto cuando les tomé esta foto. ¡¡¿Qué pasó?!!
Marcos Zimmermann
este texto apareciò en el diario pàgina 12 en el suplemento radar del dìa 8/12/2013
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