Dos veces a la semana suena el teléfono en casa, o el timbre, y del
otro lado aparece un encuestador.
NO.
Saben minimizar las excusas y están por todas partes, mendigando quince
minutos de nuestras vidas. Si un día la Tierra padeciera un conflicto
químico que aniquilase todo —plantas, animales, gente— seguirían sonando
los teléfonos por la mañana. El encuestador es la nueva cucaracha del
mundo.
Cada vez hay más y se presentan mejor
preparados. Con el tiempo, han aprendido a ser inmunes al
Quieren saber qué periódicos leemos, qué champú usamos, a
qué partido político respondemos; quieren saber si hacemos deporte y,
en caso afirmativo, cuál o cuáles. Desean conocer si hay niños en casa y
cuántos, si tenemos televisión por cable, cuál es la última publicidad
que podemos recordar. Si fuimos o somos infieles.
Más tarde los periódicos nos informan sobre los resultados de estos estudios. Es decir, la prensa nos comunica cómo somos.
Nos
dicen los diarios, por ejemplo (y escojo titulares reales de este mes)
que cada vez más adolescentes consumen tranquilizantes, que los chilenos
piensan que las Cataratas son brasileñas, que los italianos son fogosos
y las francesas liberales, que los hombres hablan más de fútbol que de
mujeres, y que tres de cada cuatro españoles se fue de putas este año.
Todos
los días, en la prensa, en la radio y en los informativos de la tele,
hay por lo menos una afirmación categórica generada por el método de la
encuesta. A razón de trescientas afirmaciones por año, nos vamos
enterando cuántas veces nos masturbamos en promedio, descubrimos que
nuestras esposas ya son casi tan infieles como nosotros, y averiguamos
un sinfín de cuestiones sobre nuestras costumbres. ¿Todas? No señor,
todas menos una.
Hay un estudio sociológico que nunca nos fue
revelado, que guardan bajo siete llaves, que esconden como un diamante.
Los encuestadores poseen un dato sobre nosotros, un solo dato, que jamás
publicarán ni darán a conocer a los medios de comunicación. Tras
cartón, es el resultado más exacto que podrían conseguir sobre una
costumbre humana, porque es la única pregunta que
siempre hemos respondido
todos. Absolutamente todos. La pregunta, con variantes de cortesía, es ésta:
—¿Me permite usted que le haga unas preguntas?
En esa disyuntiva no hay opción para el
no sabe, ni tampoco para el
no contesta.
No hay dudas. No existe la posibilidad de la mentira ni de la excusa.
En todos los casos, los miles de millones de humanos interceptados en el
último año, en cualquier parte del mundo, por teléfono o en persona,
hemos dicho
SÍ o hemos dicho
NO. Y los encuestadores conocen los porcentajes exactos de esta tendencia.
Pasa
lo mismo con los móviles callejeros de la televisión. Los informativos
le ponen el micrófono a las personas y les preguntan, por ejemplo, si el
sueldo les alcanza, o si son felices. Pero no explican los
informativos, ni siquiera en letra pequeña sobreimpresa, que la enorme
mayoría de los consultados pasa de largo, que sólo hay una minúscula
porción de la humanidad que adora ponerse frente a una cámara para
responder cualquier cosa, ni tampoco informan que esa raza suele
llamarse, técnicamente, los imbéciles.
Es increíble, y también
fascinante, que casi nadie distinga esta verdad tan sencilla en el
momento de creer o descreer lo que aseguran los medidores de las
costumbres humanas.
Los encuestadores conocen, sin margen de
error, un guarismo exacto sobre nuestro hábito de responder. De hecho,
es el único resultado que poseen sobre nosotros como conjunto absoluto.
Todos los demás estudios que publican hasta el hartazgo, día a día,
están limitados al pequeño grupo de gente aburrida —o que justo esta
tarde estaba drogada— que ha contestado
SÍ a la primera pregunta. Y estos serán, como mucho, un 11% de la población mundial (estoy dejando propina).
Ya
tenemos un dato revelador, entonces. Todo lo que sabemos sobre nuestras
costumbres, fobias, manías y emergencias es el resultado de los hábitos
de gente aburrida o que, justo esta tarde, estaba dispersa y con ganas
de conversar. Anoten esto en sus cuadernos y sigamos adelante.
Fijémonos
ahora cómo cambia un enunciado cuando le agregamos esta evidencia: "Los
hombres drogados hablan más de fútbol que de mujeres". O cómo se
modifica el sentido de este otro titular: "Las señoras que no tienen
nada que hacer a la tarde son casi tan infieles como sus esposos
aburridos". E incluso de éste: "Los adolescentes que se pasan veinte
minutos contestando encuestas, en lugar de hacer algo mejor con su
tarde, consumen cada vez más tranquilizantes".
¿Pero qué pasa con los demás, con los que contestan siempre
NO
a la invitación de ser acribillados con preguntas? Son el 90% de la
población mundial y poco o nada sabemos sobre sus quehaceres.
¿Qué
champú usan los que no tienen tiempo para contestar boludeces? ¿Son
infieles los matrimonios que no conversan por teléfono con extraños?
¿Practican deporte habitualmente aquellos que prefieren esquivar un
micrófono por la calle? ¿Qué opinión tienen los tímidos y los sensatos
sobre el conflicto del campo en Argentina? ¿Utilizan videojuegos
violentos los jóvenes que a la hora que suena el teléfono del
encuestador están en la hemeroteca estudiando? Nadie, absolutamente
nadie lo sabe. Porque la enorme mayoría de la gente está en sus cosas.
Hay, además, una segunda certeza brutal, que involucra a las minorías que
SÍ
responde siempre, una certeza que empaña incluso los resultados
parciales del grupo. Es sabido que la gente aburrida y la gente que se
droga a la tarde tiende a mentir; los primeros como escape a una
realidad insípida, y los otros por dispersión y anacronismo. Con esto
generamos una nueva evidencia: el 96% de los que responden a encuestas,
miente; a veces queriendo y otras veces sin querer.
Conseguimos
así un segundo dato revelador. Todo lo que sabemos sobre nosotros como
sociedad es el resultado de compilar las mentiras que dicen los drogados
y los aburridos. Apunten esto también en sus cuadernos.
Vivimos
dos realidades. Por una parte sabemos quiénes somos en casa, y por la
otra creemos intuir qué representamos como sociedad. Pero casi nunca
reconocemos, ni en el hogar ni en la calle, que nos gobiernan unos
parámetros que están dictados por el absurdo y la mala interpretación.
Yo,
por ejemplo, uso champú Sedal. Lo hago porque su envase dice que es el
champú más usado del mundo. Sospecho se ha llegado a esta conclusión
haciendo una encuesta que solamente han respondido los aburridos y los
drogados. Uso, entonces, el champú que dicen usar los que no tienen nada
que hacer con sus vidas. Esto puede resultar inofensivo en algunos
casos, puesto que a nadie se le cae el pelo con ningún champú. Pero
otras veces, no sé, salimos a la calle con dos cacerolas, convencidos de
que afuera están haciendo ruido los que son como nosotros.
Deberíamos
tener más presente, y sin embargo olvidamos el dato con frecuencia, que
el objetivo de las encuestas es idéntico al de un termómetro: hundirse
en el recto de la sociedad para conocer la temperatura de nuestras
emergencias y hábitos. Pero atención. Solamente unos pocos culos sucios
se prestan a una vejación tan estúpida, y las cifras del termómetro,
cuando emerge, suelen estar salpicadas de mierda.
Hernan Caciari :
http://editorialorsai.com/