Cada
vez que oía pasar un avión por encima de nuestras tierras, mi papá
tenía la costumbre de pasarse los dedos por la cicatriz de metralla de
su nuca. Estaba, por ejemplo, agachado en el huerto, reparando las
tuberías de riego o el tractor, y si oía un avión se enderezaba
lentamente, se quitaba su sombrero mejicano, se alisaba el pelo con la
mano, se secaba el sudor en el muslo, sostenía el sombrero por encima de
la frente para hacerse sombra, miraba con los ojos entrecerrados hacia
el cielo, localizaba el avión guiñando un ojo, y empezaba a tocarse la
nuca. Se quedaba así, mirando y tocando. Cada vez que oía un avión se
buscaba la cicatriz. Le había quedado un diminuto fragmento de metal
justo debajo mismo de la superficie de la piel. Lo que me desconcertaba
era el carácter reflejo de este ademán de tocársela. Cada vez que oía un
avión se le iba la mano a la cicatriz. Y no dejaba de tocarla hasta que
estaba absolutamente seguro de haber identificado el avión. Los que más
le gustaban eran los aviones a hélice y esto ocurría en los años
cincuenta, de modo que ya quedaban muy pocos aviones a hélice. Si pasaba
una escuadrilla de P-51 en formación, su éxtasis era tal que casi se
subía hasta la copa de un aguacate. Cada identificación quedaba señalada
por una emocionada entonación especial en su voz. Algunos aviones le
habían fallado en mitad del combate, y pronunciaba su nombre como si les
lanzara un salivazo. En cambio mencionaba los B-54 en tono sombrío,
casi religioso. Generalmente sólo decía el nombre abreviado, una letra y
un número:-B-54 -decía, y luego, satisfecho, bajaba lentamente la vista y volvía a su trabajo.
A mí me parecía muy extraño que un hombre que amaba tanto el cielo pudiera amar también la tierra.
Sam Shepard
Sam Shepard
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