Me llamo Boffer Bings.
Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida:
mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño
estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los
no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no
solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que
con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su
trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda
mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los
alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el
mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca
políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer
aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de
perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban,
hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a
dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin
agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la
medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es
reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era
evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido
jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión
estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo
sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su
muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi
futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite
de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a
un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como
era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su
carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo
eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente
entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre
ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que
ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando
rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite
giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la
superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se
fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié
tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa
temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba
al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su
pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río
que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche
no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. “Después de
todo”, me dije, “no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi
padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas
muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo
por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población
que crece tan rápidamente”. En resumen, di el primer paso en el crimen y
atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa,
mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi
madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los
médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía
conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían
sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias.
Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se
habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su
antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias,
mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre
trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis
deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar
los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir
perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque
conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente
impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera
ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida
madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud,
y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables
llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su
negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a
suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a
recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a
la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del
producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la
conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la
única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se
apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que
también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó
una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los
censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque
contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres
padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y
creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no
ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso
misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación
del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan
vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de
los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire
contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía.
Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y
estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a
la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus
propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para
evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre,
silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron.
También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la
herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el
último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y
mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego
saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la
habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando
como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus
grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de
observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por
fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes
se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre
mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con
hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la
muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su
resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus
últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos
desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que
había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido de que estos infortunados
acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable
en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han
escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el
acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.
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