Íbamos por las tardes a ver los peces del Quai de la Mégisserie, en marzo el mes
leopardo, el agazapado pero ya con un sol amarillo donde el rojo entraba un poco
más cada día. Desde la acera que daba al río, indiferentes a los bouquinistes
que nada iban a darnos sin dinero, esperábamos el momento en que veríamos las
peceras (andábamos despacio, demorando el encuentro), todas las peceras al sol,
y como suspendidos en el aire cientos de peces rosa y negro, pájaros quietos en
su aire redondo. Una alegría absurda nos tomaba de la cintura, y vos cantabas
arrastrándome a cruzar la calle, a entrar en el mundo de los peces colgados del
aire.
Sacan
las peceras, los grandes bocales a la calle, y entre turistas y niños ansiosos y
señoras que coleccionan variedades exóticas (550 fr. pièce) están las peceras
bajo el sol con sus cubos, sus esferas de agua que el sol mezcla con el aire, y
los pájaros rosa y negro giran danzando dulcemente en una pequeña porción de
aire, lentos pájaros fríos. Los mirábamos, jugando a acercar los ojos al vidrio,
pegando la nariz, encolerizando a las viejas vendedoras armadas de redes de
cazar mariposas acuáticas, y comprendíamos cada vez peor lo que es un pez, por
ese camino de no comprender nos íbamos acercando a ellos que no se comprenden,
franqueábamos las peceras y estábamos tan cerca como nuestra amiga, la vendedora
de la segunda tienda viniendo del Pont-Neuf, que te dijo: «El agua fría los
mata, es triste el agua fría ...» Y yo pensaba en la mucama del hotel que me
daba consejos sobre un helecho: «No lo riegue, ponga un plato con agua debajo de
la maceta, entonces cuando él quiere beber, bebe, y cuando no quiere no bebe...»
Y pensábamos en esa cosa increíble que habíamos leído, que un pez solo en su
pecera se entristece y entonces basta ponerle un espejo y el pez vuelve a estar
contento...
Entrábamos en las tiendas donde las variedades más delicadas tenían peceras
especiales con termómetro y gusanitos rojos. Descubríamos entre exclamaciones
que enfurecían a las vendedoras -tan seguras de que no les compraríamos nada a
550 fr .pièce- los comportamientos, los amores, las formas. Era el tiempo
delicuescente, algo como chocolate muy fino o pasta de naranja martiniquesa, en
que nos emborrachábamos de metáforas y analogías, buscando siempre entrar. Y ese
pez era perfectamente Giotto, te acordás, y esos dos jugaban como perros de
jade, y un pez era la exacta sombra de una nube violeta... Descubríamos cómo la
vida se instala en formas privadas de tercera dimensión, que desaparecen si se
ponen de filo o dejan apenas una rayita rosada inmóvil vertical en el agua. Un
golpe de aleta y monstruosamente está de nuevo ahí con ojos bigotes aletas y del
vientre a veces saliéndole y flotando una transparente cinta de excremento que
no acaba de soltarse, un lastre que de golpe los pone entre nosotros, los
arranca a su perfección de imágenes puras, los compromete, por decirlo con una
de las grandes palabras que tanto empleábamos por ahí y en esos días.
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