Hacía pocos años que había terminado
la guerra de España y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de
la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido
de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No
había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de
hombros o le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo
escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches,
ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su
esposa Beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño,
le recitaba el catecismo.
Mucho tiempo después, Joseph Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo conto: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna, y el muy ateo, muy tozudo, no entendía razones.
- Pero papá -le dijo Joseph, llorando-. Si dios no existe ¿quién hizo el mundo?
- Tonto -dijo el obrero cabizbajo, casi en secreto- Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.
Mucho tiempo después, Joseph Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo conto: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna, y el muy ateo, muy tozudo, no entendía razones.
- Pero papá -le dijo Joseph, llorando-. Si dios no existe ¿quién hizo el mundo?
- Tonto -dijo el obrero cabizbajo, casi en secreto- Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.
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