miércoles, 29 de agosto de 2012
Joan Manuel Serrat ( si alguna vez amè)
Vuela esta canción
para ti, Lucía,
la más bella historia de amor
que tuve y tendré.
Es una carta de amor
que se lleva el viento
pintado en mi voz
a ninguna parte
a ningún buzón.
No hay nada más bello
que lo que nunca he tenido.
Nada más amado
que lo que perdí.
Perdóname si
hoy busco en la arena
una luna llena
que arañaba el mar...
Si alguna vez fui un ave de paso,
lo olvidé pa' anidar en tus brazos.
Si alguna vez fui bello y fui bueno,
fue enredado en tu cuello y tus senos.
Si alguna vez fui sabio en amores,
lo aprendí de tus labios cantores.
Si alguna vez amé,
si algún día
después de amar, amé,
fue por tu amor, Lucía,
Lucía...
Tus recuerdos son
cada día más dulces,
el olvido sólo
se llevó la mitad,
y tu sombra aún
se acuesta en mi cama
con la oscuridad,
entre mi almohada
y mi soledad.
para ti, Lucía,
la más bella historia de amor
que tuve y tendré.
Es una carta de amor
que se lleva el viento
pintado en mi voz
a ninguna parte
a ningún buzón.
No hay nada más bello
que lo que nunca he tenido.
Nada más amado
que lo que perdí.
Perdóname si
hoy busco en la arena
una luna llena
que arañaba el mar...
Si alguna vez fui un ave de paso,
lo olvidé pa' anidar en tus brazos.
Si alguna vez fui bello y fui bueno,
fue enredado en tu cuello y tus senos.
Si alguna vez fui sabio en amores,
lo aprendí de tus labios cantores.
Si alguna vez amé,
si algún día
después de amar, amé,
fue por tu amor, Lucía,
Lucía...
Tus recuerdos son
cada día más dulces,
el olvido sólo
se llevó la mitad,
y tu sombra aún
se acuesta en mi cama
con la oscuridad,
entre mi almohada
y mi soledad.
Haruki Murakami. 1Q84 (fragmento)
Donde, cuando te pinchas con una aguja, brota sangre roja.
Durante los tres días siguientes no ocurrió nada –dijo Komatsu–. Yo comía lo que me daban, dormía en aquella cama estrecha, me despertaba y utilizaba un pequeño retrete instalado en un rincón de la habitación. El retrete, protegido por una mampara, tenía una puerta pero sin pestillo. Aunque por aquel entonces todavía duraban los últimos calores del verano, los conductos de ventilación debían de estar conectados a un aparato de aire acondicionado, porque no notaba ningún calor.
Tengo escuchaba el relato de Komatsu sin decir ni una palabra.
–Me traían de comer tres veces al día. No sé exactamente a qué horas. Como me habían quitado el reloj y en el cuarto no había ventanas, no distinguía el día de la noche. Aunque prestaba atención, no se oía nada. Supongo que los ruidos que yo hacía tampoco se oían en el exterior. No tenía ni idea de adónde me habían llevado. Sólo tenía una vaga sensación de que sería un lugar retirado. El caso es que durante tres días no ocurrió nada. Ni siquiera estoy seguro de que fuesen tres días. Ellos me trajeron en total nueve raciones de comida y yo me las comía cuando me las traían. La luz de la habitación se apagó tres veces y tres veces dormí. Aunque me cuesta dormir, no sé por qué pero, mientras me tuvieron secuestrado, dormí profundamente. Un poco raro eso de dormir, ¿no? Pero, bueno, ¿sigues el hilo? Tengo asintió con la cabeza.
–Durante esos tres días yo no dije ni una palabra. El que me traía la comida era un chico delgado. Llevaba una gorra de béisbol y una mascarilla blanca que le tapaba la boca. Vestía una especie de chándal y calzaba unas zapatillas de deporte sucias. Traía la comida en una bandeja y, cuando yo terminaba de comer, entraba a recogerla. Los platos eran de papel; y los cuchillos, tenedores y cucharas, de plástico barato. Me servían comida precocinada que, la verdad, muy buena no estaba, pero tampoco tan mala como para no poder tragármela, Me ponían poca cantidad. Como tenía hambre, no dejaba ni una miga. Eso también es extraño. No suelo tener apetito y, de vez en cuando, incluso me olvido de comer. De beber me daban leche y agua mineral. Nada de café o té. Ni un single malt ni una cerveza. No podía fumar. Pero, bueno, ¡qué se le iba a hacer! Tampoco estaba de vacaciones en un complejo hotelero. –De pronto, como si se hubiera acordado de que podía fumar, Komatsu sacó su cajetilla roja de Marlboro, se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió con una cerilla. Dio una profunda calada, expulsó el humo y frunció el ceño–. El tipo que me traía de comer no abría la boca. Seguramente le habían prohibido hablarme. Estaba claro que era un subalterno, un mandado. Pero debía de dominar algún tipo de arte marcial, porque estaba siempre en guardia.
–¿Usted tampoco le preguntó nada? –No, sabía que no me contestaría. Decidí quedarme callado. Comía lo que me traía, me bebía la leche, cuando apagaban la luz dormía y cuando la encendían me despertaba. Entonces el chico venía con una maquinilla eléctrica y un cepillo de dientes, y yo me afeitaba y me lavaba los dientes. Cuando terminaba, él se lo llevaba todo. En la habitación sólo había papel higiénico. No me dejaron darme una ducha ni cambiarme de ropa, aunque tampoco me apetecía. En el cuarto no había espejos, pero a mí no me importaba. Lo peor fue el aburrimiento. Desde que me despertaba hasta que me dormía, me pasaba todo el tiempo solo, sin chistar la boca, en una habitación cuadrada y totalmente blanca, como un cubo, así que era normal que me aburriese. Y es que yo necesito leer. Si no tengo al lado cualquier cosa impresa, aunque sea el menú del servicio de habitaciones, no estoy tranquilo. Pero allí no había libros, periódicos ni revistas. No había televisor, radio ni juegos. Nadie con quien hablar. Lo único que podía hacer era sentarme en la cama y mirar el suelo, las paredes, el techo. Era una situación absurda. Porque, vamos a ver, yo voy caminando por la calle, unos tipos salidos de la nada me atrapan, me duermen con cloroformo o algo así, me llevan a alguna parte y me encierran en un cuarto rarísimo sin ventanas. Y, encima, el aburrimiento (...)
Durante los tres días siguientes no ocurrió nada –dijo Komatsu–. Yo comía lo que me daban, dormía en aquella cama estrecha, me despertaba y utilizaba un pequeño retrete instalado en un rincón de la habitación. El retrete, protegido por una mampara, tenía una puerta pero sin pestillo. Aunque por aquel entonces todavía duraban los últimos calores del verano, los conductos de ventilación debían de estar conectados a un aparato de aire acondicionado, porque no notaba ningún calor.
Tengo escuchaba el relato de Komatsu sin decir ni una palabra.
–Me traían de comer tres veces al día. No sé exactamente a qué horas. Como me habían quitado el reloj y en el cuarto no había ventanas, no distinguía el día de la noche. Aunque prestaba atención, no se oía nada. Supongo que los ruidos que yo hacía tampoco se oían en el exterior. No tenía ni idea de adónde me habían llevado. Sólo tenía una vaga sensación de que sería un lugar retirado. El caso es que durante tres días no ocurrió nada. Ni siquiera estoy seguro de que fuesen tres días. Ellos me trajeron en total nueve raciones de comida y yo me las comía cuando me las traían. La luz de la habitación se apagó tres veces y tres veces dormí. Aunque me cuesta dormir, no sé por qué pero, mientras me tuvieron secuestrado, dormí profundamente. Un poco raro eso de dormir, ¿no? Pero, bueno, ¿sigues el hilo? Tengo asintió con la cabeza.
–Durante esos tres días yo no dije ni una palabra. El que me traía la comida era un chico delgado. Llevaba una gorra de béisbol y una mascarilla blanca que le tapaba la boca. Vestía una especie de chándal y calzaba unas zapatillas de deporte sucias. Traía la comida en una bandeja y, cuando yo terminaba de comer, entraba a recogerla. Los platos eran de papel; y los cuchillos, tenedores y cucharas, de plástico barato. Me servían comida precocinada que, la verdad, muy buena no estaba, pero tampoco tan mala como para no poder tragármela, Me ponían poca cantidad. Como tenía hambre, no dejaba ni una miga. Eso también es extraño. No suelo tener apetito y, de vez en cuando, incluso me olvido de comer. De beber me daban leche y agua mineral. Nada de café o té. Ni un single malt ni una cerveza. No podía fumar. Pero, bueno, ¡qué se le iba a hacer! Tampoco estaba de vacaciones en un complejo hotelero. –De pronto, como si se hubiera acordado de que podía fumar, Komatsu sacó su cajetilla roja de Marlboro, se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió con una cerilla. Dio una profunda calada, expulsó el humo y frunció el ceño–. El tipo que me traía de comer no abría la boca. Seguramente le habían prohibido hablarme. Estaba claro que era un subalterno, un mandado. Pero debía de dominar algún tipo de arte marcial, porque estaba siempre en guardia.
–¿Usted tampoco le preguntó nada? –No, sabía que no me contestaría. Decidí quedarme callado. Comía lo que me traía, me bebía la leche, cuando apagaban la luz dormía y cuando la encendían me despertaba. Entonces el chico venía con una maquinilla eléctrica y un cepillo de dientes, y yo me afeitaba y me lavaba los dientes. Cuando terminaba, él se lo llevaba todo. En la habitación sólo había papel higiénico. No me dejaron darme una ducha ni cambiarme de ropa, aunque tampoco me apetecía. En el cuarto no había espejos, pero a mí no me importaba. Lo peor fue el aburrimiento. Desde que me despertaba hasta que me dormía, me pasaba todo el tiempo solo, sin chistar la boca, en una habitación cuadrada y totalmente blanca, como un cubo, así que era normal que me aburriese. Y es que yo necesito leer. Si no tengo al lado cualquier cosa impresa, aunque sea el menú del servicio de habitaciones, no estoy tranquilo. Pero allí no había libros, periódicos ni revistas. No había televisor, radio ni juegos. Nadie con quien hablar. Lo único que podía hacer era sentarme en la cama y mirar el suelo, las paredes, el techo. Era una situación absurda. Porque, vamos a ver, yo voy caminando por la calle, unos tipos salidos de la nada me atrapan, me duermen con cloroformo o algo así, me llevan a alguna parte y me encierran en un cuarto rarísimo sin ventanas. Y, encima, el aburrimiento (...)
Ezkl Rstnd
No soy yo el que escribe estas lineas, no soy
sujeto ni objeto. Las curvas que dibuja la tinta sobre el papel no son
letras. Las curvas no son curvas, la tinta no es tinta, el papel no es
papel. No soy verso, ni poesía, ni ensayo. No soy verdad, ni mentira.
Soy mientras seamos, soy lo que quieras que sea. Aunque lo que quieras
no será lo que soy, solo seré cuando no quieras. Solo seré cuando
seamos. No soy materia, ni particula, ni atomo, tampoco soy alma, mucho
menos cuerpo. No soy lo que digo, ni lo que pienso, ni lo que hago.
Nunca seré cuando quiera ser. Nunca seré mientras sea yo. Solo sere
cuando sea nada, solo seré cuando sea todo. Solo somos, solo es.
Ezkl Rstnd
Ezkl Rstnd
lunes, 27 de agosto de 2012
Jorge Curinao, reconocimiento
Mi soledad no mendiga consuelo
estoy solo con todas mis vidas
llorè sufrì perdonè bastante
estoy solo con todas mis vidas
llorè sufrì perdonè bastante
y aquì sigo
y digo:
ya no me hierenya no siento correr agua en las noches
Jorge Curinao
para leer màs http://jorgecurinao.blogspot.com.ar/
Ambroice Bierce, diccionario del diablo (hombre)
Hombre,
s. Animal tan sumergido en la extática contemplación de lo que
cree ser, que olvida lo que indudablemente debería ser. Su
principal ocupación es el exterminio de otros animales y de su
propia especie que, a pesar de eso, se multiplica con tanta
rapidez que ha infestado todo el mundo habitable, además del
Canadá.
sábado, 25 de agosto de 2012
Alejandro Dolina, refutacion del regreso
No hay sueño más grande en la vida que el Sueño del Regreso. El mejor
camino es el camino de vuelta, que es también el camino imposible. Los
Hombres Sensibles de Flores, en sus nocturnas recorridas por las calles
del barrio, planeaban volver.
Volver a cualquier parte.
A la adolescencia, para reencontrarse con los amores viejos.
A la infancia, para recobrar las bolitas perdidas.
A la primera novia, para jurarle que no ha sido olvidada.
A la escuela, para sentir ese olor a sudor y tiza que no se encuentra en ninguna otra parte.
Volver fue para ellos la aventura prohibida. Cada noche soñaban con
patios queridos y cariños ausentes. Y cada mañana despertaban llorando
desengañados y revolvían la cama para ver si algún pedazo de sueño se
había quedado enganchado entre las cobijas.
A pesar de todo, los muchachos de Flores habían aprendido a disfrutar
de los regresos modestos y cada tanto visitaban antiguas pizzerías,
veían peliculas de Paul Muni, cantaban el vals Penas que Matan o
examinaban fotos amarillentas en la pieza de Manuel Mandeb.
Desde luego, los Refutadores de Leyendas se burlaban de todo esto.
- ¡Saluden a los nuevos tiempos! -gritaban-. El mundo marcha hacia adelante.
La comparsa racionalista acusaba a los Hombres Sensibles de retrógrados y
conservadores. Tal vez tenían algo de razon: Mandeb y sus amigos
andaban siempre por los mismos lugares, contaban miles de veces las
mismas anécdotas y se divertían robando nísperos siempre en la misma
casa.
- Marchan ustedes a contramano de la historia -rugían los Refutadores. Y
era cierto. Pero siempre es recomendable recorrer la vida a contramano,
sobre todo si uno sospecha quien ha puesto las flechas del tránsito.
En los años dorados del barrio del Angel Gris, funcionaba en la calle
Gavilán la agencia Todo para el Regreso. Esta empresa organizaba unos
viajes y peregrinaciones cuyo atractivo principal estaba en la vuelta.
Por cierto, solían elegir lugares horrorosos, con alojamientos míseros y
comidas inmundas, precisamente para acrecentar el deseo de volver
cuanto antes.
Pero el mayor éxito se obtuvo con el Servicio de Recuperación de
Vecinos. La agencia se ocupaba de localizar y entrevistar a pobladores
antiguos, alejados del barrio por las perversas mudanzas. Por un precio
razonable se les ofrecía una fiesta callejera en su viejo vecindario,
con la presencia de todos los personajes de la zona. El servicio incluía
la entrega de un pergamino, palabras alusivas a cargo de empleados de
la empresa y llegado el caso, indumentaria apropiada para que el vecino
emigrante pudiera fingir opulencia si lo deseaba.
Existía -además- un plan superior que contemplaba la reinstalación
lisa y llana del vecino perdido en su antigua residencia. Desde luego,
los costos eran grandes y no resultaba sencillo vencer las dificultades
que se presentaban: desalojo del nuevo ocupante de la finca, abolición
de las eventuales reformas, rescate de los muebles originales y
restauración del exacto grado de higiene en que acostumbraban vivir el
cliente y su familia. Para cumplir con esta ultima pretención, a veces
había que limpiar y otras veces era necesario juntar mugre.
En realidad, hay que confesar que durante todo el tiempo que funcionó
el Servicio de Recuperación de Vecinos, solamente una vez se concretó
el plan superior. Fue el famoso regreso de la familia del ingeniero
Vaccari a su casa de la calle Bolivia Este servicio fue solventado por
los amigos del poeta Jorge Allen, despues de más de un año de colectas,
rifas, préstamos a interés y timbas a beneficio.
No es que a nadie le importara gran cosa del ingeniero Vaccari. Pero
Jorge Allen estaba enamorado de Leonor, la mayor de sus hijas y no
estaba seguro de poder seducirla en Bancalari.
La historia no tuvo un final feliz. Leonor rechazó tercamente a Jorge
Allen y se entreveró con un carnicero que venía a rondarla precisamente
desde Bancalari. Allí mismo se fueron a vivir cuando se casaron, un año
después. El resto de la familia Vaccari acabó mudándose más tarde a San
Miguel, barrio del que no fueron rescatados jamás.
El ruso Salzman, legendario jugador de dados, también supo hacer un
negocio parecido. Sin la intervención de la agencia, se decidió a
comprar la casa de su infancia, ocupada desde hacia años por perfectos
desconocidos.
En semejante patriada, el ruso gastó la memorable ganancia de una noche gloriosa en el casino de Mar del Plata.
Una vez instalado, comprendió que la inversión habia sido inútil.
- He recuperado mi casa -dijo-. Pero la infancia, no.
Catorce años después de haber egresado como bachiller, Manuel Mandeb
volvió a inscribirse en el Colegio Nacional Nicolás Avellaneda.
El polígrafo de Flores estaba entusiasmado con la ida y propuso a sus
antiguos compañeros que hicieran lo mismo, para repetir la época más
feliz de sus vidas. No tuvo mucha suerte: Avila, Capel, Carrasco,
Cichoworsky, Donath, Frascarelli, Frezza... Por orden alfabético todos
se fueron negando y presentando sólidos pretextos. El trabajo, la
familia, la distancia, el dinero. De algún modo misterioso aquellos
atorrantes habían contraído la responsabilidad.
Manuel Mandeb no se achicó y comenzó las clases.
Y el primer día trató de reproducir episodios divertidos que habían
ocurrido antes, pero las cosas no eran iguales. Sus nuevos compañeros
eran bastante chitrulos y se resistían a secundarlo en sus travesuras,
no le llamaban El Turco sino El Abuelo. Para peor, algunos profesores
creían recordarlo vagamente y no sabían si confundirlo con su hijo o con
su padre.
Logró -eso sí- algunas buenas notas y hasta quince amonestaciones. Un día, el jefe de celadores descubrió la verdad.
- No crea que no lo he reconocido, señor Mandeb. Este es otro de sus
inventos. Yo pensé que el titulo de bachiller iba a servirle de
escarmiento, pero veo que no es así. Usted es de los que siguen
jorobando hasta después de muertos.
Mandeb contestó llorando:
- Usted es el único que me ha comprendido. Gracias.
- Cállese la boca, señor -gritó el jefe de celadores-. Vuelva a clase.
El pensador de Flores fue expulsado poco después. Pero a pesar de su
fracaso, la segunda inscripción es una maniobra que merece ser estudiada
por los melancólicos cabales. Sostengo que con el apoyo de sus viejos
condiscípulos, la experiencia de Mandeb hubiera sido emocionante.
La agencia Todo para el Regreso se fundió por falta de clientes. En
un último esfuerzo, sus dueños ofrecieron servicios économicos. Eran
retornos fingidos, vueltas sin ida, reencuentros sin ausencia. El
interesado podía simular su viaje al Africa. La empresa se encargaba del
recibimiento, los abrazos y las lágrimas. El éxito fue nulo. Por esos
días, Manuel Mandeb escribió su oscuro ensayo Nunca se Vuelve. Leamos
algunos párrafos:
"No es posible regresar a ninguna parte. Los puntos de partida no se
quedan quietos y a la vuelta ya no están. Para poder volver se necesita,
por empezar, un punto de partida eterno e inmutable. Pero todo se mueve
y no hay forma de detener el Universo. Créanme si les digo que nadie ha
efectuado nunca jámas un verdadero regreso. El hombre que lo consiga
cumplirá la hazaña más grande de la historia."
La idea de no bañarse dos veces en el mismo río no constituye ninguna
novedad filosófica. Pero adviértase que Mandeb deseaba en verdad volver
a bañarse. Esta fue su mayor obsesión y siempre lamento amargamente no
poder remontar los tiempos.
Los Refutadores de Leyendas se alegran de la dinámica universal y
esperan el futuro con impaciencia. Desean liberarse del pasado, romper
las cadenas. Pero si esto encierra la idea de libertad, hay que
reconocer que Manuel Mandeb fue mucho más lejos:
"¿Por qué no puede uno estar en varios lugares al mismo tiempo? ¿Qué es
esto de no poder volver al pasado ni visitar el futuro? ¿Por qué no es
posible extraer de las premisas de la razón las consecuencias que a uno
se le antojen?
"Ah, la libertad...la libertad sin tiempo, ni espacio, ni lógica. La
libertad de vivir todas las vidas, de estar en todas partes, de recorrer
las edades. ¿Qué dicen a esto los libertarios sin frontera?"
Pero las cosas son como son. Esa es la pena de los Hombres Sensibles.
La misma de los viajeros que no pueden volver atrás. Ellos no han
nacido para viajar. Y sin embargo, ahí andan con la vida llena de
extraños, ansiando la inmortalidad, solamente para poder regresar.
Algunos tratan de no partir: amor...quédemonos aquí... Pero el que no parte también se queda solo.
En Flores se suele contar la leyenda de Anton Raffo, quien según
parece poseía el Secreto del Regreso. Mandeb y Jorge Allen llegaron a
conocerlo. Es cierto que el hombre usaba en su conversación algunos
giros inquietantes.
- Ya voy a arreglar eso cuando sea un poco más joven.
- He besado muchas veces a Mónica. Pero será mucho mejor cuando le dé el primer beso.
- Ya estoy harto de nacer, caballeros.
Los muchachos de Flores no pudieron indagar demasiado. Raffo
desapareció y si es que posee el Secreto, tal vez ande en otros tiempos
más prometedores.
Aquí cabe una modesta reflexión. Aún cuando fuera posible volver al
pasado, nada sería igual. Todos los actos de nuestra vida repetidos
minuciosamente, serían distintos al estar ocurriendo por segunda vez.
Esta diferencia es sustancial. Llevaríamos con nosotros la carga de la
experiencia anterior. Nos estaría negada la ansiedad y la esperanza.
¿Con qué entusiasmo apostaríamos a las cartas que ya sabemos perdedoras?
Alguien dirá: sería preciso borrar la memoria y volver al pasado sin
recordar que ya lo vivimos. Respuesta: ¿de qué sirve volver si uno no
sabe que vuelve? Para el caso es posible pensar que ahora mismo estamos
viviendo por segunda o quinta vez la misma vida.
Quien les escribe ha soñado muchas veces este episodio:
Camino por la calle Urquiza, en Caseros. Soy como ahora, un grandulón
melancólico. Pero descubro que no estoy en el presente sino en los
primeros años de la decada del 50. Llego ante la casa que lleva el
número 68 y toco el timbre. Al rato sale a recibirme un nene mugriento y
deconfiado. Soy yo mismo. Abrazo emocionado al chico. Desde adentro
oigo la voz del abuelo que pregunta:
- ¿Quién es, Negro?
Nunca he podido imaginar que algo mejor pudiera ocurrirme. Los
funcionarios del paraíso no tendrán que ponerse en grandes gastos
conmigo.
El libro de aventuras del regreso sigue en blanco.
Ni los Hombres Sensibles, ni los Pensadores del Eterno Retorno, ni
muchos de nosotros -que a veces creemos volver- hemos podido dar un solo
paso. Esto no nos impide ser dichosos algunas veces, a pesar de todo.
Las personas decentes nos piden madurez y resignacion. Quieren que
olvidemos nuestras trágicas ensoñaciones. Pero nosotros no queremos
olvidar. Y el que olvide, jamás, jamás podrá ser nuestro amigo.
Ni siquiera cuando volvamos a encontrarnos otra vez y para siempre.
Fernando Pessoa , mi niño Jesus
En un mediodía de fin de primavera
Tuve un sueño como una fotografía.
Vi a Jesús Cristo descender a la tierra.
Vino por la ladera de un monte
Volviéndose otra vez niño,
Corriendo y rodando por la hierba
Y arrancando flores para dejarlas fuera
Y riendo de modo que se oyera de lejos.
Había huido del cielo.
Era demasiado nuestro para fingir
De segunda persona de la Trinidad.
En el cielo todo era falso, todo en desacuerdo
Con flores y árboles y piedras.
En el cielo tenía que estar siempre serio
Y de vez en cuando de tornarse otra vez hombre
Y subir para la cruz, y estar siempre muriendo
Con una corona toda enrededor de espinos
Y los pies estacados por un clavo con cabeza,
Y hasta con un trapo en vuelta de la cintura
Como los negros en las ilustraciones.
Ni siquiera lo dejeban tener padre y madre
Como a las otras criaturas.
Su padre eran dos personas…
Un viejo llamado José, que era carpintero,
Y que no era padre de él;
Y el otro padre era una paloma estúpida,
La única paloma fea del mundo
Porque no era del mundo ni era paloma.
Y su madre no había amado antes de tenerlo.
No era mujer, era una maleta
En que él hubo venido del cielo.
¡Y querían que él, que sólo naciera de la madre,
Y nunca tuvo padre para amar con respeto,
Clavara la bondad y la justicia!
Un día que Dios estaba durmiendo
Y el Espíritu Santo andaba volando,
Él fue a la caja de los milagros y robó tres.
Con el primero hizo que nadie supiera que él había huido.
Con el segundo se creó eternamente humano y niño.
Con el tercero creó un Cristo eternamente en la cruz
Y lo dejó clavado en la cruz que hay en el cielo
Y sirve de modelo a las otras.
Después huyó hacia el sol
Y descendió por el primer rayo que tomó.
Hoy vive en mi aldea conmigo.
Es una criatura bonita y natural.
Limpia la nariz en el brazo derecho,
Chapotea en los pozos de agua,
Recoge las flores y gusta de ellas olvidándolas.
Tira piedras a los burros,
Roba la fruta de los pomares(*)
Y huye llorando y gritando a los canes.
Y, porque sabe que ellas no gustan
Y que toda la gente lo encuentra gracioso,
Corre atrás de las rapacitas
Que van en grupo por los caminos
Con las vasijas en las cabezas
Y les levanta las faldas.
A mí me enseñó de todo.
Me enseñó a mirar a las cosas.
Apúntame todas las cosas que hay en las flores.
Muéstrame como las piedras son graciosas
Cuando la gente las tiene en la mano
Y mira lentamente hacia ellas.
Me dice mucho mal de Dios.
Dice que él es un viejo estúpido y enfermo,
Siempre escupiendo en el piso
Y diciendo indecencias.
La Virgen María lleva las tardes de la eternidad haciendo media.
Y el Espíritu Santo se rasca con el pico
Y se posa(**) en las sillas y las ensucia.
Todo en el cielo es estúpido como la Iglesia Católica.
Me dice que Dios no percibe nada
De las cosas que creó –
«Si es que él las creó, de lo que dudo» –
«Él dice, por ejemplo, que los seres cantan su gloria
Pero los seres no cantan nada.
Si cantaran serían cantores.
Los seres existen y nada más,
Y por eso se llaman seres.»
Y después, cansado de hablar mal de Dios,
El Niño Jesús se adormece en mis brazos
Y yo lo llevo al cuello para casa.
Él vive conmigo en mi casa en medio de la colina.
Él es la Eterna Criatura, el dios que faltaba.
Él es el humano que es natural,
Él es el divino que sonrie y que juega.
Y por eso es que yo sé con toda certeza
Que él es el Niño Jesús verdadero.
Y la criatura tan humana que es divina
Es ésta mi cotidiana vida de poeta,
Y es porque él anda siempre conmigo que yo soy poeta siempre,
Y que mi mínimo mirar
Me llena de sensación,
Y el más pequeño sonido, sea de lo que fuere,
Parece hablar conmigo.
La Criatura Nueva que habita donde vivo
Me da una mano a mí
Y la otra a todo lo que existe
Y así vamos los tres por el camino que hubiera,
Saltando y cantando y riendo
Y gozando nuestro secreto común
Que es el saber por toda la parte
Que no hay misterio en el mundo
Y que todo vale la pena.
La Criatura Eterna me acompaña siempre.
La dirección de mi mirar es su dedo siempre apuntando.
Mi oido atento alegremente a todos los sonidos
Son las cosquillas que él me hace, jugando, en mis orejas.
Nos damos tan bien uno con el otro
En la compañía de todo
Que nunca pensamos uno en el otro,
Pero vivimos juntos y dos
Con un acuerdo íntimo
Como la mano derecha y la izquierda.
Al anochecer jugamos a las cinco piedritas
En los escalones de la puerta de casa,
Graves como conviene a un dios y a un poeta,
Y como si cada piedra
Fuera todo un universo
Y fuera por eso un gran peligro para ella
Déjala caer en el suelo.
Después yo le cuento historias de las cosas sólo de los hombres
Y él sonrie, porque todo es increible.
Rie de los reyes y de los que no son reyes,
Y tiene pena de oir hablar de las guerras,
Y de los comercios, y de los navíos,
Que dejan humo en el aire de las altamares.
Porque él sabe que todo eso falta a alquella verdad
Que una flor tiene al florecer
Y que anda con la luz del sol
Variando los montes y los valles
Y haciendo doler a los ojos los muros calcáreos
Después él adormece y yo lo dejo.
Lo llevo al cuello para dentro de casa
Y lo dejo, despidiéndolo lentamente
Y como siguiendo un ritual muy limpio
Y todo materno hasta él estar desnudo.
Él duerme dentro de mi alma
Y a veces despierta de noche
Y juega con mis sueños.
Pone algunos patas para arriba,
Pone unos encima de los otros
Y bate las palmas solo
Sonriendo para mi sueño.
Cuando yo muera, hijito,
Sea yo criatura, o más pequeño.
Agárrame tú al cuello
Y llévame para dentro de tu casa.
Despide a mi ser cansado y humano
Y déjame en tu cama.
Y cuéntame historias, en el caso que yo despierte,
Para yo volver a adormecer.
Y dame sueños tuyos para que yo juegue
Hasta que nazca cualquier día
Que tú sabes cuál es.
Ésta es la historia de mi Niño Jesús.
¿Por qué razón que se perciba
No ha de ser ella más verdadera
Que todo cuanto los filósofos piensan
Y todo cuanto las religiones enseñan?
firmado bajo el heterònimo de Alberto Caeiro Tuve un sueño como una fotografía.
Vi a Jesús Cristo descender a la tierra.
Vino por la ladera de un monte
Volviéndose otra vez niño,
Corriendo y rodando por la hierba
Y arrancando flores para dejarlas fuera
Y riendo de modo que se oyera de lejos.
Había huido del cielo.
Era demasiado nuestro para fingir
De segunda persona de la Trinidad.
En el cielo todo era falso, todo en desacuerdo
Con flores y árboles y piedras.
En el cielo tenía que estar siempre serio
Y de vez en cuando de tornarse otra vez hombre
Y subir para la cruz, y estar siempre muriendo
Con una corona toda enrededor de espinos
Y los pies estacados por un clavo con cabeza,
Y hasta con un trapo en vuelta de la cintura
Como los negros en las ilustraciones.
Ni siquiera lo dejeban tener padre y madre
Como a las otras criaturas.
Su padre eran dos personas…
Un viejo llamado José, que era carpintero,
Y que no era padre de él;
Y el otro padre era una paloma estúpida,
La única paloma fea del mundo
Porque no era del mundo ni era paloma.
Y su madre no había amado antes de tenerlo.
No era mujer, era una maleta
En que él hubo venido del cielo.
¡Y querían que él, que sólo naciera de la madre,
Y nunca tuvo padre para amar con respeto,
Clavara la bondad y la justicia!
Un día que Dios estaba durmiendo
Y el Espíritu Santo andaba volando,
Él fue a la caja de los milagros y robó tres.
Con el primero hizo que nadie supiera que él había huido.
Con el segundo se creó eternamente humano y niño.
Con el tercero creó un Cristo eternamente en la cruz
Y lo dejó clavado en la cruz que hay en el cielo
Y sirve de modelo a las otras.
Después huyó hacia el sol
Y descendió por el primer rayo que tomó.
Hoy vive en mi aldea conmigo.
Es una criatura bonita y natural.
Limpia la nariz en el brazo derecho,
Chapotea en los pozos de agua,
Recoge las flores y gusta de ellas olvidándolas.
Tira piedras a los burros,
Roba la fruta de los pomares(*)
Y huye llorando y gritando a los canes.
Y, porque sabe que ellas no gustan
Y que toda la gente lo encuentra gracioso,
Corre atrás de las rapacitas
Que van en grupo por los caminos
Con las vasijas en las cabezas
Y les levanta las faldas.
A mí me enseñó de todo.
Me enseñó a mirar a las cosas.
Apúntame todas las cosas que hay en las flores.
Muéstrame como las piedras son graciosas
Cuando la gente las tiene en la mano
Y mira lentamente hacia ellas.
Me dice mucho mal de Dios.
Dice que él es un viejo estúpido y enfermo,
Siempre escupiendo en el piso
Y diciendo indecencias.
La Virgen María lleva las tardes de la eternidad haciendo media.
Y el Espíritu Santo se rasca con el pico
Y se posa(**) en las sillas y las ensucia.
Todo en el cielo es estúpido como la Iglesia Católica.
Me dice que Dios no percibe nada
De las cosas que creó –
«Si es que él las creó, de lo que dudo» –
«Él dice, por ejemplo, que los seres cantan su gloria
Pero los seres no cantan nada.
Si cantaran serían cantores.
Los seres existen y nada más,
Y por eso se llaman seres.»
Y después, cansado de hablar mal de Dios,
El Niño Jesús se adormece en mis brazos
Y yo lo llevo al cuello para casa.
Él vive conmigo en mi casa en medio de la colina.
Él es la Eterna Criatura, el dios que faltaba.
Él es el humano que es natural,
Él es el divino que sonrie y que juega.
Y por eso es que yo sé con toda certeza
Que él es el Niño Jesús verdadero.
Y la criatura tan humana que es divina
Es ésta mi cotidiana vida de poeta,
Y es porque él anda siempre conmigo que yo soy poeta siempre,
Y que mi mínimo mirar
Me llena de sensación,
Y el más pequeño sonido, sea de lo que fuere,
Parece hablar conmigo.
La Criatura Nueva que habita donde vivo
Me da una mano a mí
Y la otra a todo lo que existe
Y así vamos los tres por el camino que hubiera,
Saltando y cantando y riendo
Y gozando nuestro secreto común
Que es el saber por toda la parte
Que no hay misterio en el mundo
Y que todo vale la pena.
La Criatura Eterna me acompaña siempre.
La dirección de mi mirar es su dedo siempre apuntando.
Mi oido atento alegremente a todos los sonidos
Son las cosquillas que él me hace, jugando, en mis orejas.
Nos damos tan bien uno con el otro
En la compañía de todo
Que nunca pensamos uno en el otro,
Pero vivimos juntos y dos
Con un acuerdo íntimo
Como la mano derecha y la izquierda.
Al anochecer jugamos a las cinco piedritas
En los escalones de la puerta de casa,
Graves como conviene a un dios y a un poeta,
Y como si cada piedra
Fuera todo un universo
Y fuera por eso un gran peligro para ella
Déjala caer en el suelo.
Después yo le cuento historias de las cosas sólo de los hombres
Y él sonrie, porque todo es increible.
Rie de los reyes y de los que no son reyes,
Y tiene pena de oir hablar de las guerras,
Y de los comercios, y de los navíos,
Que dejan humo en el aire de las altamares.
Porque él sabe que todo eso falta a alquella verdad
Que una flor tiene al florecer
Y que anda con la luz del sol
Variando los montes y los valles
Y haciendo doler a los ojos los muros calcáreos
Después él adormece y yo lo dejo.
Lo llevo al cuello para dentro de casa
Y lo dejo, despidiéndolo lentamente
Y como siguiendo un ritual muy limpio
Y todo materno hasta él estar desnudo.
Él duerme dentro de mi alma
Y a veces despierta de noche
Y juega con mis sueños.
Pone algunos patas para arriba,
Pone unos encima de los otros
Y bate las palmas solo
Sonriendo para mi sueño.
Cuando yo muera, hijito,
Sea yo criatura, o más pequeño.
Agárrame tú al cuello
Y llévame para dentro de tu casa.
Despide a mi ser cansado y humano
Y déjame en tu cama.
Y cuéntame historias, en el caso que yo despierte,
Para yo volver a adormecer.
Y dame sueños tuyos para que yo juegue
Hasta que nazca cualquier día
Que tú sabes cuál es.
Ésta es la historia de mi Niño Jesús.
¿Por qué razón que se perciba
No ha de ser ella más verdadera
Que todo cuanto los filósofos piensan
Y todo cuanto las religiones enseñan?
viernes, 24 de agosto de 2012
Los Piojos, bicho de ciudad
¿Qué voy a hacer
Con tanto cielo para mi?
Voy a volar,
Yo soy un bicho de ciudad.
¿Qué voy a hacer,
Cuál es el camino a seguir?
Voy a soñar
Con ese beso al regresar.
Cierro los ojos,
No imagino algo mejor
Respiro hondo
Y tomo el vino…
Y no te asustes
Si me río como un loco
Es necesario
Que a veces sea así
Será la vida
Que siempre nos pega un poco
Nos encandila
Con lo que está por venir.
¿Qué voy a hacer
Con tanto cielo para mi?
Voy a volar,
Yo soy un bicho de ciudad.
Bajo un árbol
Me refugio del calor
... en el silencio,
Escucho el río.
Y no te asustes
Si me río como un loco
Es necesario
Que a veces sea así
Será la vida
Que siempre nos pega un poco
Nos encandila
Con lo que está por venir.
Tengo algo mal pensado,
Little baby en el colchón
Lloviznando de repente,
Donde está mi amor.
Llegué de lejos
Yo te quiero en lo que se de
Alguien que te está buscando
Sed hay en sus manos.
Es perfecto el aire,
La cumbre bajo el sol
De lo que quede de mí,
Te llevo un poco.
Con tanto cielo para mi?
Voy a volar,
Yo soy un bicho de ciudad.
¿Qué voy a hacer,
Cuál es el camino a seguir?
Voy a soñar
Con ese beso al regresar.
Cierro los ojos,
No imagino algo mejor
Respiro hondo
Y tomo el vino…
Y no te asustes
Si me río como un loco
Es necesario
Que a veces sea así
Será la vida
Que siempre nos pega un poco
Nos encandila
Con lo que está por venir.
¿Qué voy a hacer
Con tanto cielo para mi?
Voy a volar,
Yo soy un bicho de ciudad.
Bajo un árbol
Me refugio del calor
... en el silencio,
Escucho el río.
Y no te asustes
Si me río como un loco
Es necesario
Que a veces sea así
Será la vida
Que siempre nos pega un poco
Nos encandila
Con lo que está por venir.
Tengo algo mal pensado,
Little baby en el colchón
Lloviznando de repente,
Donde está mi amor.
Llegué de lejos
Yo te quiero en lo que se de
Alguien que te está buscando
Sed hay en sus manos.
Es perfecto el aire,
La cumbre bajo el sol
De lo que quede de mí,
Te llevo un poco.
Paco Urondo, la pura verdad
Si ustedes lo permiten,
prefiero seguir viviendo.
prefiero seguir viviendo.
Después de todo y de pensarlo bien, no tengo
motivos para quejarme o protestar:
siempre he vivido en la gloria: nada
importante me ha faltado.
Es cierto que nunca quise imposibles; enamorado
de las cosas de este mundo con inconsciencia y dolor
y miedo y apremio.
Muy de cerca he conocido la imperdonable alegría; tuve
sueños espantosos y buenos amores, ligeros y culpables.
Me averguenza verme cubierto de pretensiones; una gallina torpe,
melancólica, débil, poco interesante,
un abanico de plumas que el viento desprecia,
caminito que el tiempo ha borrado.
Los impulsos mordieron mi juventud y ahora, sin
darme cuenta, voy iniciando
una madurez equilibrada, capaz de enloquecer a
cualquiera o aburrir de golpe.
Mis errores han sido olvidados definitivamente; mi
memoria ha muerto y se queja
con otros dioses varados en el sueño y los malos sentimientos.
El perecedero, el sucio, el futuro, supo acobardarme,
pero lo he derrotado
para siempre; sé que futuro y memoria se vengarán algun día.
Pasaré desapercibido, con falsa humildad, como la
Cenicienta, aunque algunos
me recuerden con cariño o descubran mi zapatito
y también vayan muriendo.
No descarto la posibilidad
de la fama y del dinero; las bajas pasiones y la inclemencia.
La crueldad no me asusta y siempre viví deslumbrado
por el puro alcohol, el libro bien escrito, la carne perfecta.
Suelo confiar en mis fuerzas y en mi salud
y en mi destino y en la buena suerte:
sé que llegaré a ver la revolución, el salto temido
y acariciado, golpeando a la puerta de nuestra desidia.
Estoy seguro de llegar a vivir en el corazón de una palabra;
compartir este calor, esta fatalidad que quieta no
sirve y se corrompe.
Puedo hablar y escuchar la luz
y el color de la piel amada y enemiga y cercana.
Tocar el sueño y la impureza,
nacer con cada temblor gastado en la huida
Tropiezos heridos de muerte;
esperanza y dolor y cansancio y ganas.
Estar hablando, sostener
esta victoria, este puño; saludar, despedirme
Sin jactancias puedo decir
que la vida es lo mejor que conozco.
motivos para quejarme o protestar:
siempre he vivido en la gloria: nada
importante me ha faltado.
Es cierto que nunca quise imposibles; enamorado
de las cosas de este mundo con inconsciencia y dolor
y miedo y apremio.
Muy de cerca he conocido la imperdonable alegría; tuve
sueños espantosos y buenos amores, ligeros y culpables.
Me averguenza verme cubierto de pretensiones; una gallina torpe,
melancólica, débil, poco interesante,
un abanico de plumas que el viento desprecia,
caminito que el tiempo ha borrado.
Los impulsos mordieron mi juventud y ahora, sin
darme cuenta, voy iniciando
una madurez equilibrada, capaz de enloquecer a
cualquiera o aburrir de golpe.
Mis errores han sido olvidados definitivamente; mi
memoria ha muerto y se queja
con otros dioses varados en el sueño y los malos sentimientos.
El perecedero, el sucio, el futuro, supo acobardarme,
pero lo he derrotado
para siempre; sé que futuro y memoria se vengarán algun día.
Pasaré desapercibido, con falsa humildad, como la
Cenicienta, aunque algunos
me recuerden con cariño o descubran mi zapatito
y también vayan muriendo.
No descarto la posibilidad
de la fama y del dinero; las bajas pasiones y la inclemencia.
La crueldad no me asusta y siempre viví deslumbrado
por el puro alcohol, el libro bien escrito, la carne perfecta.
Suelo confiar en mis fuerzas y en mi salud
y en mi destino y en la buena suerte:
sé que llegaré a ver la revolución, el salto temido
y acariciado, golpeando a la puerta de nuestra desidia.
Estoy seguro de llegar a vivir en el corazón de una palabra;
compartir este calor, esta fatalidad que quieta no
sirve y se corrompe.
Puedo hablar y escuchar la luz
y el color de la piel amada y enemiga y cercana.
Tocar el sueño y la impureza,
nacer con cada temblor gastado en la huida
Tropiezos heridos de muerte;
esperanza y dolor y cansancio y ganas.
Estar hablando, sostener
esta victoria, este puño; saludar, despedirme
Sin jactancias puedo decir
que la vida es lo mejor que conozco.
Jorge Luis Borges, elogio de la sombra
Un dìa como hoy nacìa Jorge Luis Borges, hoy es un dìa para celebrar amigos
La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.
Julio Cortàzar, capìtulo 2 de Rayuela ( nos queríamos en una dialéctica del imán y limadura, de ataque y defensa, de pelota y pared)
Aquí había sido primero como una
sangría, un vapuleo de uso interno, una necesidad de sentir el estúpido
pasaporte de tapas azules en el bolsillo del saco, la llave del hotel bien
segura en el clavo del tablero. El miedo, la ignorancia, el deslumbramiento:
Esto se llama así eso se pide así, ahora esa mujer va a sonreír, más allá de esa
calle empieza el Jardín des Plantes. París, una tarjeta postal con un dibujo de
Klee al lado de un espejo sucio. La Maga había aparecido una tarde en la rue du
Cherche-Midi, cuando subía a mi pieza de la rue de la Tombe Issoire traía
siempre una flor, una tarjeta Klee o Miró, y si no tenía dinero elegía una hoja
de plátano en el parque. Por ese entonces yo juntaba alambres y cajones vacíos
en las calles de la madrugada y fabricaba móviles, perfiles que giraban sobre
las chimeneas, máquinas inútiles que la Maga me ayudaba a pintar. No estábamos
enamorados, hacíamos el amor con un virtuosismo desapegado y crítico, pero
después caíamos en silencios terribles y la espuma de los vasos de cerveza se
iba poniendo como estopa, se entibiaba y contraía mientras nos mirábamos y
sentíamos que eso era el tiempo. La Maga acababa por levantarse y daba inútiles
vueltas por la pieza. Más de una vez la vi admirar su cuerpo en el espejo,
tomarse los senos con las manos como las estatuillas sirias y pasarse los ojos
por la piel en una lenta caricia. Nunca pude resistir el deseo de llamarla a mi
lado, sentirla caer poco a poco sobre mí, desdoblarse otra vez después de haber
estado por un momento tan sola y tan enamorada frente a la eternidad de su
cuerpo.
En ese entonces no
hablábamos mucho de Rocamadour, el placer era egoísta y nos topaba gimiendo con
su frente estrecha, nos ataba con sus manos llenas de sal. Llegué a aceptar el
desorden de la Maga como la condición natural de cada instante, pasábamos de le
evocación de Rocamadour a un plato de fideos recalentados, mezclando vino y
cerveza y limonada, bajando a la carrera para que la vieja de la esquina nos
abriera dos docenas de ostras, tocando en el piano descascarado de madame
Nouguet melodías de Schubert
y preludios de Bach, o tolerando Porgy and
Bess con bifes a la plancha y pepinos salados. El desorden en que vivíamos, es
decir el orden en que un bidé se va convirtiendo por obra natural y paulatina en
discoteca y archivo de correspondencia por contestar, me parecía una disciplina
necesaria aunque no quería decírselo a la Maga. Me había llevado muy poco
comprender que a la Maga no había que plantearle la realidad en términos
metódicos, el elogio del desorden la hubiera escandalizado tanto como su
denuncia. Para ella no había desorden, lo supe en el mismo momento en que
descubrí el contenido de su bolso (era en un café de la rue Réaumur, llovía y
empezábamos a desearnos), mientras que yo lo aceptaba y lo favorecía después de
haberlo identificado; de esas desventajas estaba hecha mi relación con casi todo
el mundo, y cuántas veces, tirado en una cama que ni se tendía en muchos días,
oyendo llorar a la Maga porque en el metro un niño le había traído el recuerdo
de Rocamadour, o viéndola peinarse después de haber pasado la tarde frente al
retrato de Leonor de Aquitania y estar muerta de ganas de parecerse a ella, se
me ocurría como una especie de eructo mental que todo ese abecé de mi vida era
una penosa estupidez porque se quedaba en mero movimiento dialéctico, en la
elección de una in conducta en vez de una conducta, de una módica indecencia en
vez de una decencia gregaria. La Maga se peinaba, se despeinaba, se volvía a
peinar. Pensaba en Rocamadour, cantaba algo de Hugo Wolf (mal), me besaba, me
preguntaba por el peinado, se ponía a dibujar en un papelito amarillo, y todo
eso era ella indisolublemente mientras yo ahí, en una cama deliberadamente
sucia, bebiendo una cerveza deliberadamente tibia, era siempre yo y mi vida, yo
con mi vida frente a la vida de los otros. Pero lo mismo estaba bastante
orgulloso de ser un vago consciente y por debajo de lunas y lunas, de
incontables peripecias donde la Maga y Ronald y Rocamadour, y el club y las
calles y mis enfermedades morales y otras piorreas, y Berthe Trépat y el hambre
a veces y el viejo Trouille que me sacaba de apuros, por debajo de noches
vomitadas de música y tabaco y vilezas menudas y trueques de todo género, bien
por debajo o por encima de todo eso no había querido fingir como los bohemios al
uso que ese caos de bolsillo era un orden superior del espíritu o cualquier otra
etiqueta igualmente podrida, y tampoco había querido aceptar que bastaba un
mínimo de decencia (¡decencia joven!) para salir de tanto algodón manchado. Y
así me había encontrado con la Maga, que era mi testigo y mi espía sin saberlo,
y la irritación de estar pensando en todo eso y sabiendo que como siempre me
costaba mucho menos pensar que ser, que en mi caso el ergo de la frasecita no
era tan ergo ni cosa parecida, con lo cual así íbamos por la orilla izquierda,
la Maga sin saber que era mi espía y mi testigo, admirando enormemente mis
conocimientos diversos y mi dominio de la literatura y hasta del jazz cool,
misterios enormísimos para ella. Y por todas esas cosas yo me sentía
antagónicamente cerca de la Maga, nos queríamos en una dialéctica del imán y
limadura, de ataque y defensa, de pelota y pared. Supongo que la Maga se hacía
ilusiones sobre mí, debía creer que estaba curado de prejuicios o que me estaba
pasando a los suyos, siempre más livianos y poéticos. En pleno contento
precario, en plena falsa tregua, tendí la mano y toque el ovillo París, su
materia infinita arrollándose a sí misma, el magma del aire y de lo que se
dibuja en la ventana, nubes y buhardillas; entonces no había desorden, entonces
el mundo seguía siendo algo petrificado y establecido, un juego de elementos
girando en sus goznes, una madeja de calles y árboles y nombres y meses. No
había un desorden que abriera puertas al rescate, había solamente suciedad y
miseria, vasos con restos de cerveza, medias en un rincón, una cama que olía a
sexo y a pelo, una mujer que me pasaba su mano fina y transparente por los
muslos, retardando la caricia que me arrancaría por un rato a esa vigilancia en
pleno vacío. Demasiado tarde, siempre, porque aunque hiciéramos tantas veces el
amor la felicidad tenía que ser otra cosa, algo quizá más triste que esta paz y
este placer, un aire como de unicornio o isla, una caída interminable en la
inmovilidad. La Maga no sabía que mis besos eran como ojos que empezaban a
abrirse más allá de ella, y que yo andaba como salido, volcado en otra figura
del mundo, piloto vertiginoso en una proa negra que cortaba el agua del tiempo y
la negaba.
En esos días del cincuenta y
tantos empecé a sentirme como acorralado entre la Maga y una noción diferente de
lo que hubiera tenido que ocurrir. Era idiota sublevarse contra el mundo Maga y
el mundo Rocamadour, cuando todo me decía que apenas recobrara la independencia
dejaría de sentirme libre. Hipócrita como pocos, me molestaba un espionaje a la
altura de mi piel, de mis piernas, de mi manera de gozar con la Maga, de mis
tentativas de papagayo en la jaula leyendo a Kierkegaard a través de los
barrotes, y creo que por sobre todo me molestaba que la Maga no tuviera
conciencia de ser mi testigo y que al contrario estuviera convencida de mi
soberana autarquía; pero no, lo que verdaderamente me exasperaba era saber que
nunca volvería a estar tan cerca de mi libertad como en esos días en que me
sentía acorralado por el mundo Maga, y que la ansiedad por liberarme era una
admisión de derrota. Me dolía reconocer que a golpes sintéticos, a pantallazos
maniqueos o a estúpidas dicotomías resecas no podía abrirme paso por las
escalinatas de la Gare de Montparnasse a donde me arrastraba la Maga para
visitar a Rocamadour. ¿Por qué no aceptar lo que estaba ocurriendo sin pretender
explicarlo, sin sentar las nociones del orden y de desorden, de libertad y
Rocamadour como quien distribuye macetas con geranios en un patio de la calle
Cochabamba? Tal vez fuera necesario caer en lo más profundo de la estupidez para
acertar con el picaporte de la letrina o del Jardín de los Olivos. Por el
momento me asombraba que la Maga hubiera podido llevar la fantasía al punto de
llamarle Rocamadour a su hijo. En el club nos habíamos cansado de buscar
razones, la Maga se limitaba a decir que su hijo se llamaba como su padre pero
desaparecido el padre había sido mucho mejor llamarlo Rocamadour, y mandarlo al
campo para que lo criaran en nourrice. A veces la Maga se pasaba semanas
sin hablar de Rocamadour, y eso coincidía siempre con sus esperanzas de llegar a
ser una cantante de lieder. Entonces Ronald venía a sentarse al piano con su
cabezota colorada de cowboy, y la Maga vociferaba Hugo Wolf con una ferocidad
que hacía estremecerse a madame Noguet mientras, en la pieza vecina, ensartaba
cuentas de plástico para vender en un puesto del Boulevard de Sébastopol. La
Maga cantando Schumann nos gustaba bastante, pero todo dependía de la luna y de
lo que fuéramos a hacer esa noche, y también de Rocamadour porque apenas la Maga
se acordaba de Rocamadour el canto se iba al diablo y Ronald, solo en el piano,
tenía todo el tiempo necesario para trabajar sus ideas de bebop o matarnos
dulcemente a fuerza de blues.
No quiero escribir sobre
Rocamadour, por lo menos hoy, necesitaría tanto acercarme mejor a mí mismo,
dejar caer todo eso que me separa del centro. Acabo siempre aludiendo al centro
sin la menor garantía de saber lo que digo, cedo a la trampa fácil de la
geometría con que pretende ordenarse nuestra vida de occidentales: Eje, centro,
razón de ser, Omphalos, nombres de la nostalgia indoeuropea. Incluso esta
existencia que a veces procuro describir, este París donde me muevo como una
hoja seca, no serían visibles si detrás no latiera la ansiedad axial, el
reencuentro con el fuste. Cuántas palabras, cuántas nomenclaturas para un mismo
desconcierto. A veces me convenzo de que la estupidez se llama triángulo, de que
ocho por ocho por ocho es la locura o un perro. Abrazado a la Maga, esa
concreción de nebulosa, pienso que tanto sentido tiene hacer un muñequito con
miga de pan como escribir la novela que nunca escribiré o defender con la vida
las ideas que redimen a los pueblos. El péndulo cumple su vaivén instantáneo y
otra vez me inserto en las categorías tranquilizadoras: muñequito
insignificante, novela trascendente, muerte heroica. Los pongo en fila, de menor
a mayor: muñequito, novela, heroísmo. Pienso en las jerarquías de valores tan
bien exploradas por Ortega, por Scheler: lo estético, lo ético, lo religioso. Lo
religioso, lo estético, lo ético. Lo ético, lo religioso, lo estético. El
muñequito, la novela. La muerte, el muñequito. La lengua de la Maga me hace
cosquillas. Rocamadour, la ética, el muñequito, la Maga. La lengua, las
cosquillas, la ética.
Silvio Rodriguez, ( y sin querer ya estaba soñando)
Favor, no se molesten,
que pronto me estoy yendo;
no vine a perturbarles
y menos a ofenderlos.
Vi luz en las ventanas
y oí voces cantando
y, sin querer, ya estaba tocando.
Yo también me alegraba
entre amigos y cuerdas,
con licores y damas,
mas ¿de eso quien se acuerda?
Una vez fui famoso,
siempre andaba viajando:
aquí traigo una foto,
actuando.
Me recordaron tiempos
de sueños e ilusiones.
Perdonen a este viejo,
perdonen.
Ya casi me olvidaba
pero, para mañana,
van a dar buen pescado,
hoy nos llegaron papas
y verduras en latas
al puesto del mercado.
En cuanto llegue y coma
me voy para la zona,
por lo de la basura.
Como la noche avanza
los dejo con la danza,
el canto y la cultura.
Disculpen la molestia,
ya me llevo mi boca.
A mi edad la cabeza
a veces se trastoca.
En la alegría de ustedes
distinguí mis promesas
y todo me parece
que empieza.
Favor, no se molesten,
que casi me estoy yendo;
no quise perturbarles
y menos ofenderlos.
Vi luz en las ventanas
y oí voces cantando
y, sin querer, ya estaba soñando.
Vivo en la vieja casa
de la bombilla verde.
Si por allí pasaran,
recuerden.
que pronto me estoy yendo;
no vine a perturbarles
y menos a ofenderlos.
Vi luz en las ventanas
y oí voces cantando
y, sin querer, ya estaba tocando.
Yo también me alegraba
entre amigos y cuerdas,
con licores y damas,
mas ¿de eso quien se acuerda?
Una vez fui famoso,
siempre andaba viajando:
aquí traigo una foto,
actuando.
Me recordaron tiempos
de sueños e ilusiones.
Perdonen a este viejo,
perdonen.
Ya casi me olvidaba
pero, para mañana,
van a dar buen pescado,
hoy nos llegaron papas
y verduras en latas
al puesto del mercado.
En cuanto llegue y coma
me voy para la zona,
por lo de la basura.
Como la noche avanza
los dejo con la danza,
el canto y la cultura.
Disculpen la molestia,
ya me llevo mi boca.
A mi edad la cabeza
a veces se trastoca.
En la alegría de ustedes
distinguí mis promesas
y todo me parece
que empieza.
Favor, no se molesten,
que casi me estoy yendo;
no quise perturbarles
y menos ofenderlos.
Vi luz en las ventanas
y oí voces cantando
y, sin querer, ya estaba soñando.
Vivo en la vieja casa
de la bombilla verde.
Si por allí pasaran,
recuerden.
jueves, 23 de agosto de 2012
Hugo Vera Miranda, adònde ir
cuando el horóscopo indica que no debes viajar
cuando el otoño golpea sus ramas sobre tu corazón
cuando el tedio se instala a vivir contigo y sólo
pides un poco de clemencia al viento de la desidia
cuando el gigante olvido te aprisiona las sienes.
a quién acudir en caso de emergencia sin llamar al 911
cuando tu barca se hunde y tú con ella a la deriva
a qué aferrarse cuando todos los violines callaron
y solo se escucha la llegada de un nuevo huracán
que te arrancará de cuajo tu último sueño.
seguramente entonces debiéramos ser como el
intrépido torero cuyo valor lo otorga el miedo
y arremeteremos contra los arreboles del crepúsculo
inmolándonos con la coraza armada del poema.
Hugo Vera Miranda
Hector Tizòn, ciego en la resolana
Ahora está el ciego otra vez sentado
al sol al promediar la mañana. De él se dice que no siempre fue ciego y
era fama también que, al no alternar sus ojos las sombras y la luz,
dormía menos que un pájaro. Cualquiera que subiese al viejo y abandonado
campanario de la iglesia podría contemplarlo allí, en medio del parque
que rodea la casa. En eso consistía, precisamente, el gran desquite de
su cónyuge, mujer obesa y rubia, de blancura impresionante, en cuyos
brazos bailoteaban innumerables pulseras. Ella, canturreando muy quedo
un aria en su lengua materna, empujaba la silla rodante del ciego hasta
detenerla en un lugar no muy distante, donde crecían unos mimbres
agobiados por plantas trepadoras. Así quedaba el ciego, aislado, en la
suave y luminosa resolana, mudo, aterrorizado por las serpientes que
pudieran deslizarse en el jardín; temor subyacente aun en los instantes
en que ella, asomada al gran ventanal y ensayando unos gorgoritos
alentadores lo azuzaba para que cantase la dulce tonada que él nunca
llegó a saber cuándo había aprendido.
Enseguida
del almuerzo el ciego volvía a su mecedora, en la galería, aguardando
la llegada del otro, cuando su mujer se ocultaba en la interminable
pausa de la siesta. Allí no hacía más que esperar alguna señal, sin que
se le escapara el mínimo ruido porque todo el poder de sus ojos se había
trasladado a sus oídos. Luego armaba cuidadosamente el ingenioso
aparato que reproducía el vaivén de su cuerpo en la silla: una piedra de
peso adecuado puesta en el extremo del arco de la mecedora y en el otro
una cuerda elástica amarrada a una estaca entre los trípodes de los
innumerables maceteros, que se ocupaba en disimular. Con tal mecanismo
la mecedora no interrumpía su balanceo cuando él se incorporaba
cautelosamente para pegar su mejilla contra la puerta de la habitación.
Entonces transcurrían momentos tensos para el ciego —horas, a veces—,
tiempo controlado por él mismo con su vieja maestría para calcularlo, de
acuerdo al ritmo de sus pulsaciones (seiscientas pulsaciones divididas
en grupos de veinte). Era testigo así de jadeos, voces ahogadas,
quejidos, pequeñas risas silenciadas de pronto por inaudibles
advertencias; a veces, por ciertos estrépitos sofocados, parecían rodar
cuerpos en el suelo; o surgía el silencio y sólo se escuchaba el
crepitar del reseco maderamen de la mecedora en la galería, moviéndose,
vacía, en perpetuo vaivén. Pero cuando eso ocurría ya el ciego estaba
impaciente, y sintiendo el frío del picaporte en sus mejillas mojadas
por las lágrimas gritaba dando feroces golpes en la puerta. Desde el
interior la mujer gorda trataba de calmarlo, gritando a su vez con voz
dulce:
—¿Qué pasa? ¡Ya voy, chiquitín!
Al
oírla, el ciego cesaba de golpear y rápidamente regresaba a su
mecedora, desanudaba el cordón elástico, ocultaba la piedra y permanecía
en espera, distraídamente, con la mirada de sus ojos hueros en
dirección de las montañas.
Hector Tizòn
miércoles, 22 de agosto de 2012
Antonio Tabuchi, Sostiene Pereira, (fragmento)
Pereira
sostiene que en aquel momento oyó otro grito sofocado y que se abalanzó
sobre la puerta del estudio. Pero el delgadito bajo se interpuso y le
dio un empujón. El empujón pudo con la mole de Pereira y Pereira
retrocedió. Escúcheme, señor Pereira, dijo el delgadito bajo, no me
obligue a usar la pistola, tengo unas inmensas ganas de meterle un
balazo en la garganta o quizá en el corazón, que es su punto débil, pero
no lo hago porque no queremos muertos aquí, hemos venido sólo para dar
una lección de patriotismo, visto que en su periódico no publica más que
a escritores franceses.
Pereira
se sentó de nuevo, sostiene, y dijo: Los escritores franceses son los
únicos que tienen valor en momentos como éste. Déjeme que le diga que
los escritores franceses son una mierda, dijo el delgadito bajo,
tendrían que ir todos al paredón y habría que mearse encima de ellos una
vez muertos. Usted es una persona vulgar, dijo Pereira. Vulgar pero
patriótica, respondió el hombre, no soy como usted, señor Pereira, que
busca complicidad en los escritores franceses.
En
aquel momento los dos sicarios abrieron la puerta. Parecían nerviosos y
tenían una expresión preocupada. El jovencito no quería hablar,
dijeron, le hemos dado una lección, le hemos tratado con dureza, quizá
lo mejor sería ir saliendo. ¿No habrán hecho alguna calamidad?, preguntó
el delgadito bajo. No lo sé, respondió el que se llamaba Fonseca, creo
que mejor será marcharse. Y se precipitó hacia la puerta seguido por su
compañero.
Escuche,
señor Pereira, dijo el delgadito bajo, usted no nos ha visto nunca en
su casa, no se pase de listo, olvídese de sus amistades, tenga presente
que ésta ha sido una visita de cortesía, porque la próxima vez podríamos
venir por usted. Pereira cerró la puerta con llave y los oyó bajar la
escalera, sostiene. Después se precipitó al dormitorio y encontró a
Monteiro Rossi boca abajo sobre la alfombra. Pereira le dio una palmada
en la mejilla y dijo: Monteiro Rossi, venga, ánimo, ya ha pasado todo.
Pero Monteiro Rossi no dio ninguna señal de vida. Entonces Pereira fue
al baño, empapó una toalla y se la pasó por la cara. Monteiro Rossi,
repitió, ya ha pasado todo, se han marchado, despierte. Sólo en ese
momento se dio cuenta de que la toalla estaba completamente empapada de
sangre y vio que los cabellos de Monteiro Rossi estaban llenos de
sangre. Monteiro Rossi tenía los ojos completamente abiertos y miraba al
techo. Pereira le dio otra palmada, pero Monteiro Rossi no se movió.
Entonces Pereira le tomó el pulso, pero la vida ya no corría por las
venas de Monteiro Rossi. Le cerró aquellos ojos claros abiertos y le
cubrió la cara con la toalla. Después le enderezó las piernas, para no
dejarle tan encogido, le enderezó las piernas para que quedaran
enderezadas como deben estarlo las piernas de un muerto. Y pensó que
tenía que darse prisa, mucha prisa, ahora ya no quedaba demasiado
tiempo, sostiene Pereira.Jaime Sabines, no es nada de tu cuerpo, ( estos mis brazos tercos)
No es nada de tu cuerpo
ni tu piel, ni tus ojos, ni tu vientre,
ni ese lugar secreto que los dos conocemos,
fosa de nuestra muerte, final de nuestro entierro.
No es tu boca -tu boca
que es igual que tu sexo-,
ni la reunión exacta de tus pechos,
ni tu espalda dulcísima y suave,
ni tu ombligo en que bebo.
Ni son tus muslos duros como el día,
ni tus rodillas de marfil al fuego,
ni tus pies diminutos y sangrantes,
ni tu olor, ni tu pelo.
No es tu mirada -¿qué es una mirada?-
triste luz descarriada, paz sin dueño,
ni el álbum de tu oído, ni tus voces,
ni las ojeras que te deja el sueño.
Ni es tu lengua de víbora tampoco,
flecha de avispas en el aire ciego,
ni la humedad caliente de tu asfixia
que sostiene tu beso.
No es nada de tu cuerpo,
ni una brizna, ni un pétalo,
ni una gota, ni un grano, ni un momento.
Es sólo este lugar donde estuviste,
estos mis brazos tercos.
ni tu piel, ni tus ojos, ni tu vientre,
ni ese lugar secreto que los dos conocemos,
fosa de nuestra muerte, final de nuestro entierro.
No es tu boca -tu boca
que es igual que tu sexo-,
ni la reunión exacta de tus pechos,
ni tu espalda dulcísima y suave,
ni tu ombligo en que bebo.
Ni son tus muslos duros como el día,
ni tus rodillas de marfil al fuego,
ni tus pies diminutos y sangrantes,
ni tu olor, ni tu pelo.
No es tu mirada -¿qué es una mirada?-
triste luz descarriada, paz sin dueño,
ni el álbum de tu oído, ni tus voces,
ni las ojeras que te deja el sueño.
Ni es tu lengua de víbora tampoco,
flecha de avispas en el aire ciego,
ni la humedad caliente de tu asfixia
que sostiene tu beso.
No es nada de tu cuerpo,
ni una brizna, ni un pétalo,
ni una gota, ni un grano, ni un momento.
Es sólo este lugar donde estuviste,
estos mis brazos tercos.
martes, 21 de agosto de 2012
Alceu Valença ( hechicera , descarada)
Ella es una mariposa
pequeñita y hechicera
pequeñita y hechicera
Anda en el medio de la noche
procurando quièn le quiera
procurando quièn le quiera
Mi camisa
fue manchada de rojo
tiene un beso sucio
de lapiz labial o de carmìn
Es la hechicera
tiene la boca encamada
es un beso y una mordida
siempre guardados para mì
yo busco la mariposa
hechicera, descarada
por el lapiz labial en la camisa
por la marca de la mordida
Ambroise Bierce, al otro lado de la pared
Me
llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos
de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un
pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los
no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente
ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia
era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio.
Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque
todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre.
No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido
nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer
aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros
desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto
punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del
pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar
Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero
la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los
que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo
tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en
una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A
veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir
indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias
que afectaron profundamente mi futuro.
Una
noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño
rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente
mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un
policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos
más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral
casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre
ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía
con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos
reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en
indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de
perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño
en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué
guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y
mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida
roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era
mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto
sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería
por temor al agente. "Después de todo", me dije, "no puede
importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus
huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el
reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no
tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente". En
resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias
arrojando el niño al caldero.
Al
día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción,
nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca
vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía
conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido
tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi
obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si
hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las
ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato
medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del
edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya
no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni
había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo,
aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente
impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso
y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre
me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era
diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a
tan desgraciado fin!
Al
encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con
renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a
las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos
adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la
calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En
pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a
convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y
arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el
Cielo que también los inspiraba.
Tan
emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se
aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó
que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil.
Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado
y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir
con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso
de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una
ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche.
El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para
mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso
aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi
padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba
haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del
dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y
sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se
abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente
sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en
la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco
ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca
amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con
furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban
alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos
peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con
sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar
ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un
forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron
repentinamente.
El
pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un
momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido,
sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos
desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas
sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos
desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había
traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido
de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una
carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee,
donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por
el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.
Ambroise Bierce
Ambroise Bierce
Antonio Machado -Joan Manuel Serrat
Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.
Antonio Machado
lunes, 20 de agosto de 2012
Roberto Juarroz, las claridades escondidas
Periódicamente
es necesario pasar lista a las cosas
comprobar otra vez su presencia
Hay que saber si todavía están allí los árboles
si los pájaros y las flores continúan su torneo inverosímil
si las claridades escondidas siguen suministrando la raíz de la luz
si los vecinos del hombre se acuerdan aún del hombre
si dios ha cedido su espacio a un reemplazante
si tu nombre es tu nombre o es ya el mío
si el hombre completó su aprendizaje de verse desde afuera
Y al pasar lista es preciso evitar un engaño
ninguna cosa puede nombrar a otra
Nada debe reemplazar a lo ausente
Eduardo Galeano
Cuando me viene el desánimo, me hace bien recordar una lección de dignidad del arte que recibí hace años, en un teatro de Asis, en Italia. Habíamos ido con Helena a ver un espectáculo de pantomima, y no había nadie. Ella y yo éramos los únicos espectadores. Cuando se apagó la luz, se nos sumaron el acomodador y la boletera.
Y, sin embargo, los actores, más numerosos que el público, trabajaron aquella noche como si estuvieran viviendo la gloria de un estreno a sala repleta. Hicieron su tarea entregándose enteros, con todo, con alma y vida; y fue una maravilla.
Nuestros aplausos retumbaron en la soledad de la sala.
Nosotros aplaudimos hasta despellejarnos las manos.
Eduardo Galeano
Cesaria Evora & Pedro Guerra , tiempo y silencio
Una casa en el cielo
Un jardín en el mar
Una alondra en tu pecho
Un volver a empezar
Un deseo de estrellas
Un latir de gorrión
Una isla en tu cama
Una puesta de sol
Tiempo y silencio
Gritos y cantos
Cielos y besos
Voz y quebranto
Nacer en tu risa
Crecer en tu llanto
Vivir en tu espalda
Morir en tus brazos
Un jardín en el mar
Una alondra en tu pecho
Un volver a empezar
Un deseo de estrellas
Un latir de gorrión
Una isla en tu cama
Una puesta de sol
Tiempo y silencio
Gritos y cantos
Cielos y besos
Voz y quebranto
Nacer en tu risa
Crecer en tu llanto
Vivir en tu espalda
Morir en tus brazos
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