Ir por la vida extravagantemente imbécil.
Decir sí señor, no señor, por supuesto.
Domesticarme en un santiamén y hacerme socio
de un club de rayuela.
Ser masón y blandir un blasón que ya se la quisiera
un duque español.
Debo ser bueno y aceptablemente humano.
Blandamente humano. Hasta el hartazgo.
Involucrarme con causas tontas de plebeyos mentales.
Quisiera abolir este tiempo de hipócritas circunspectos
en donde todo se transa en el mercado fútil de las vanidades.
Servirle un whisky deferente al amante de mi mujer.
Ser absurdo a carta cabal. Es tiempo de lagartos.
La virtud ya no está en ninguna catedral.
No hay dioses a medida del espíritu humano.
No hay parroquia que calme nuestra sed.
No hay un país a la medida de nuestros pasos.
Adoramos la nada de un centro comercial.
No es fácil vivir en este tiempo. Escribir en este tiempo.
Que alguien nos escuche. Que alguien nos lea.
Que alguien nos ame.
Se requiere con prontitud la felicidad instantánea.
Aquello que está a ras del suelo.
A la medida de nuestra tarjeta de crédito.
Me niego a ser tomado en cuenta
ni en ésta ni en futuras generaciones.
He pasado por aquí como si nada.
Antes de haber muerto ya fui olvidado.
Completamente.
Luego nuevamente la lápida del olvido.
Y luego nuevamente el olvido.
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