Pereira
sostiene que en aquel momento oyó otro grito sofocado y que se abalanzó
sobre la puerta del estudio. Pero el delgadito bajo se interpuso y le
dio un empujón. El empujón pudo con la mole de Pereira y Pereira
retrocedió. Escúcheme, señor Pereira, dijo el delgadito bajo, no me
obligue a usar la pistola, tengo unas inmensas ganas de meterle un
balazo en la garganta o quizá en el corazón, que es su punto débil, pero
no lo hago porque no queremos muertos aquí, hemos venido sólo para dar
una lección de patriotismo, visto que en su periódico no publica más que
a escritores franceses.
Pereira
se sentó de nuevo, sostiene, y dijo: Los escritores franceses son los
únicos que tienen valor en momentos como éste. Déjeme que le diga que
los escritores franceses son una mierda, dijo el delgadito bajo,
tendrían que ir todos al paredón y habría que mearse encima de ellos una
vez muertos. Usted es una persona vulgar, dijo Pereira. Vulgar pero
patriótica, respondió el hombre, no soy como usted, señor Pereira, que
busca complicidad en los escritores franceses.
En
aquel momento los dos sicarios abrieron la puerta. Parecían nerviosos y
tenían una expresión preocupada. El jovencito no quería hablar,
dijeron, le hemos dado una lección, le hemos tratado con dureza, quizá
lo mejor sería ir saliendo. ¿No habrán hecho alguna calamidad?, preguntó
el delgadito bajo. No lo sé, respondió el que se llamaba Fonseca, creo
que mejor será marcharse. Y se precipitó hacia la puerta seguido por su
compañero.
Escuche,
señor Pereira, dijo el delgadito bajo, usted no nos ha visto nunca en
su casa, no se pase de listo, olvídese de sus amistades, tenga presente
que ésta ha sido una visita de cortesía, porque la próxima vez podríamos
venir por usted. Pereira cerró la puerta con llave y los oyó bajar la
escalera, sostiene. Después se precipitó al dormitorio y encontró a
Monteiro Rossi boca abajo sobre la alfombra. Pereira le dio una palmada
en la mejilla y dijo: Monteiro Rossi, venga, ánimo, ya ha pasado todo.
Pero Monteiro Rossi no dio ninguna señal de vida. Entonces Pereira fue
al baño, empapó una toalla y se la pasó por la cara. Monteiro Rossi,
repitió, ya ha pasado todo, se han marchado, despierte. Sólo en ese
momento se dio cuenta de que la toalla estaba completamente empapada de
sangre y vio que los cabellos de Monteiro Rossi estaban llenos de
sangre. Monteiro Rossi tenía los ojos completamente abiertos y miraba al
techo. Pereira le dio otra palmada, pero Monteiro Rossi no se movió.
Entonces Pereira le tomó el pulso, pero la vida ya no corría por las
venas de Monteiro Rossi. Le cerró aquellos ojos claros abiertos y le
cubrió la cara con la toalla. Después le enderezó las piernas, para no
dejarle tan encogido, le enderezó las piernas para que quedaran
enderezadas como deben estarlo las piernas de un muerto. Y pensó que
tenía que darse prisa, mucha prisa, ahora ya no quedaba demasiado
tiempo, sostiene Pereira.
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