Ahora está el ciego otra vez sentado
al sol al promediar la mañana. De él se dice que no siempre fue ciego y
era fama también que, al no alternar sus ojos las sombras y la luz,
dormía menos que un pájaro. Cualquiera que subiese al viejo y abandonado
campanario de la iglesia podría contemplarlo allí, en medio del parque
que rodea la casa. En eso consistía, precisamente, el gran desquite de
su cónyuge, mujer obesa y rubia, de blancura impresionante, en cuyos
brazos bailoteaban innumerables pulseras. Ella, canturreando muy quedo
un aria en su lengua materna, empujaba la silla rodante del ciego hasta
detenerla en un lugar no muy distante, donde crecían unos mimbres
agobiados por plantas trepadoras. Así quedaba el ciego, aislado, en la
suave y luminosa resolana, mudo, aterrorizado por las serpientes que
pudieran deslizarse en el jardín; temor subyacente aun en los instantes
en que ella, asomada al gran ventanal y ensayando unos gorgoritos
alentadores lo azuzaba para que cantase la dulce tonada que él nunca
llegó a saber cuándo había aprendido.
Enseguida
del almuerzo el ciego volvía a su mecedora, en la galería, aguardando
la llegada del otro, cuando su mujer se ocultaba en la interminable
pausa de la siesta. Allí no hacía más que esperar alguna señal, sin que
se le escapara el mínimo ruido porque todo el poder de sus ojos se había
trasladado a sus oídos. Luego armaba cuidadosamente el ingenioso
aparato que reproducía el vaivén de su cuerpo en la silla: una piedra de
peso adecuado puesta en el extremo del arco de la mecedora y en el otro
una cuerda elástica amarrada a una estaca entre los trípodes de los
innumerables maceteros, que se ocupaba en disimular. Con tal mecanismo
la mecedora no interrumpía su balanceo cuando él se incorporaba
cautelosamente para pegar su mejilla contra la puerta de la habitación.
Entonces transcurrían momentos tensos para el ciego —horas, a veces—,
tiempo controlado por él mismo con su vieja maestría para calcularlo, de
acuerdo al ritmo de sus pulsaciones (seiscientas pulsaciones divididas
en grupos de veinte). Era testigo así de jadeos, voces ahogadas,
quejidos, pequeñas risas silenciadas de pronto por inaudibles
advertencias; a veces, por ciertos estrépitos sofocados, parecían rodar
cuerpos en el suelo; o surgía el silencio y sólo se escuchaba el
crepitar del reseco maderamen de la mecedora en la galería, moviéndose,
vacía, en perpetuo vaivén. Pero cuando eso ocurría ya el ciego estaba
impaciente, y sintiendo el frío del picaporte en sus mejillas mojadas
por las lágrimas gritaba dando feroces golpes en la puerta. Desde el
interior la mujer gorda trataba de calmarlo, gritando a su vez con voz
dulce:
—¿Qué pasa? ¡Ya voy, chiquitín!
Al
oírla, el ciego cesaba de golpear y rápidamente regresaba a su
mecedora, desanudaba el cordón elástico, ocultaba la piedra y permanecía
en espera, distraídamente, con la mirada de sus ojos hueros en
dirección de las montañas.
Hector Tizòn
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