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miércoles, 29 de agosto de 2012

Haruki Murakami. 1Q84 (fragmento)

Donde, cuando te pinchas con una aguja, brota sangre roja.
Durante los tres días siguientes no ocurrió nada –dijo Komatsu–. Yo comía lo que me daban, dormía en aquella cama estrecha, me despertaba y utilizaba un pequeño retrete instalado en un rincón de la habitación. El retrete, protegido por una mampara, tenía una puerta pero sin pestillo. Aunque por aquel entonces todavía duraban los últimos calores del verano, los conductos de ventilación debían de estar conectados a un aparato de aire acondicionado, porque no notaba ningún calor.
Tengo escuchaba el relato de Komatsu sin decir ni una palabra.
–Me traían de comer tres veces al día. No sé exactamente a qué horas. Como me habían quitado el reloj y en el cuarto no había ventanas, no distinguía el día de la noche. Aunque prestaba atención, no se oía nada. Supongo que los ruidos que yo hacía tampoco se oían en el exterior. No tenía ni idea de adónde me habían llevado. Sólo tenía una vaga sensación de que sería un lugar retirado. El caso es que durante tres días no ocurrió nada. Ni siquiera estoy seguro de que fuesen tres días. Ellos me trajeron en total nueve raciones de comida y yo me las comía cuando me las traían. La luz de la habitación se apagó tres veces y tres veces dormí. Aunque me cuesta dormir, no sé por qué pero, mientras me tuvieron secuestrado, dormí profundamente. Un poco raro eso de dormir, ¿no? Pero, bueno, ¿sigues el hilo? Tengo asintió con la cabeza.
–Durante esos tres días yo no dije ni una palabra. El que me traía la comida era un chico delgado. Llevaba una gorra de béisbol y una mascarilla blanca que le tapaba la boca. Vestía una especie de chándal y calzaba unas zapatillas de deporte sucias. Traía la comida en una bandeja y, cuando yo terminaba de comer, entraba a recogerla. Los platos eran de papel; y los cuchillos, tenedores y cucharas, de plástico barato. Me servían comida precocinada que, la verdad, muy buena no estaba, pero tampoco tan mala como para no poder tragármela, Me ponían poca cantidad. Como tenía hambre, no dejaba ni una miga. Eso también es extraño. No suelo tener apetito y, de vez en cuando, incluso me olvido de comer. De beber me daban leche y agua mineral. Nada de café o té. Ni un single malt ni una cerveza. No podía fumar. Pero, bueno, ¡qué se le iba a hacer! Tampoco estaba de vacaciones en un complejo hotelero. –De pronto, como si se hubiera acordado de que podía fumar, Komatsu sacó su cajetilla roja de Marlboro, se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió con una cerilla. Dio una profunda calada, expulsó el humo y frunció el ceño–. El tipo que me traía de comer no abría la boca. Seguramente le habían prohibido hablarme. Estaba claro que era un subalterno, un mandado. Pero debía de dominar algún tipo de arte marcial, porque estaba siempre en guardia.
–¿Usted tampoco le preguntó nada? –No, sabía que no me contestaría. Decidí quedarme callado. Comía lo que me traía, me bebía la leche, cuando apagaban la luz dormía y cuando la encendían me despertaba. Entonces el chico venía con una maquinilla eléctrica y un cepillo de dientes, y yo me afeitaba y me lavaba los dientes. Cuando terminaba, él se lo llevaba todo. En la habitación sólo había papel higiénico. No me dejaron darme una ducha ni cambiarme de ropa, aunque tampoco me apetecía. En el cuarto no había espejos, pero a mí no me importaba. Lo peor fue el aburrimiento. Desde que me despertaba hasta que me dormía, me pasaba todo el tiempo solo, sin chistar la boca, en una habitación cuadrada y totalmente blanca, como un cubo, así que era normal que me aburriese. Y es que yo necesito leer. Si no tengo al lado cualquier cosa impresa, aunque sea el menú del servicio de habitaciones, no estoy tranquilo. Pero allí no había libros, periódicos ni revistas. No había televisor, radio ni juegos. Nadie con quien hablar. Lo único que podía hacer era sentarme en la cama y mirar el suelo, las paredes, el techo. Era una situación absurda. Porque, vamos a ver, yo voy caminando por la calle, unos tipos salidos de la nada me atrapan, me duermen con cloroformo o algo así, me llevan a alguna parte y me encierran en un cuarto rarísimo sin ventanas. Y, encima, el aburrimiento (...)

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