(...) Y no sé por qué, pero de pronto comencé a
tener una fe muy grande en aquella aguja. Por eso, al pasar Remigio
Torrico por mi lado, desensarté la aguja y sin esperar otra cosa se la
hundí a él cerquita del ombligo. Se la hundí hasta donde le cupo. Y allí
la dejé.
Luego luego se engarruñó como
cuando da el cólico y comenzó a acalambrarse hasta doblarse poco a poco
sobre las corvas y quedar sentado en el suelo, todo entelerido y con el
susto asomándosele por el ojo.
Por un momento pareció como que
se iba a enderezar para darme un machetazo con el guango; pero seguro se
arrepintió o no supo ya qué hacer, soltó el guango y volvió a
engarruñarse. Nada más eso hizo.
Entonces vi que se le iba
entristeciendo la mirada como si comenzara a sentirse enfermo. Hacía
mucho que no me tocaba ver una mirada así de triste y me entró la lástima. Por
eso aproveché para sacarle la aguja de arria del ombligo y metérsela
más arribita, allí donde pensé que tendría el corazón. Y sí, allí lo
tenía, porque nomás dio dos o tres respingos como un pollo descabezado y
luego se quedó quieto.
Ya debía haber estado muerto cuando le dije:
—Mira, Remigio, me has de
dispensar, pero yo no maté a Odilón. Fueron los Alcaraces. Yo andaba por
allí cuando él se murió, pero me acuerdo bien de que yo no lo maté.
Fueron ellos, toda la familia entera de los Alcaraces. Se le dejaron ir
encima, y cuando yo me di cuenta, Odilón estaba agonizando. Y sabes por
qué? Comenzando porque Odilón no debía haber ido a Zapotlán. Eso tú lo
sabes. Tarde o temprano tenía que pasarle algo en ese pueblo, donde
había tantos que se acordaban mucho de él. Y tampoco los Alcaraces lo
querían. Ni tú ni yo podemos saber qué fue a hacer él a meterse con
ellos.
«Fue cosa de un de repente. Yo
acababa de comprar mi sarape y ya iba de salida cuando tu hermano le
escupió un trago de mezcal en la cara a uno de los Alcaraces. El lo hizo
por jugar. Se veía que lo había hecho por divertirse, porque los hizo
reír a todos. Pero todos estaban borrachos. Odilón y los Alcaraces y
todos. Y de pronto se le echaron encima. Sacaron sus cuchillos y se le
apeñuscaron y lo aporrearon hasta no dejar de Odilón cosa que sirviera.
De eso murió.
»Como ves, no fui yo el que lo mató. Quisiera que te dieras cabal cuenta de que yo no me entrometí para nada.»
Eso le dije al difunto Remigio.
Ya la luna se había metido del
otro lado de los encinos cuando yo regresé a la Cuesta de las Comadres
con la canasta pizcadora vacía. Antes de volverla a guardar, le di unas
cuantas zambullidas en el arroyo para que se le enjuagara la sangre. Yo la iba a necesitar muy seguido y no me hubiera gustado ver la sangre de Remigio a cada rato (...)
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