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domingo, 5 de agosto de 2012

Hernan Casciari, ropa sucia

Ya de entrada caí mal parado. Vine al mundo justo el año en que todos éramos más pobres que de costumbre, cuando hasta los ricos y los catinga estaban también con hambre. A esa época después la iban a bautizar como el tiempo del quita y pon. Nací justo el año que el Gobierno mantuvo a la gente ocupada con el azadón para evitar los alborotos. Todos hacían trabajo inútil: los cabeza de familia, sus mujeres, y los hijos de ocho en adelante. Yo no hacía esos trabajos porque estaba recién nacido.
Mi papá y mis hermanos grandes, junto con otra mucha gente, salían por la mañana a poner baldosones de pasto en la plaza: le pagaban a cada uno cien sanmartines la media jornada. Cien sanmartines era el pan del día, o quince bambú sin filtro. Por la tarde, las mujeres y los críos estaban empleados para quitar de la plaza el pasto que habían puesto los hombres; debían echarlos en los canastos, a cincuenta sanmartines por tarde. Eran los mismos terrones manoseados que la otra mitad del pueblo colocaría de nuevo desde el día siguiente. Así una y otra vez.
El hermano que venía antes que yo iba a llamarse Gracián Galíndez, porque ya estaba planeado que llegase un 12 de agosto, que es san Gracián; pero nació muerto. Entonces me pusieron a mí el nombre, aunque nací el 3 de noviembre del otro año, y debí de haberme llamado Galindo Galíndez, que es mucho más sonoro. De todas maneras, Gracián o Galindo, el destino ya quería que todos me conocieran como el Rengo, por el problema que tengo en el talón.
Esa época de los terrones de pasto duró un año largo. El Gobierno no quería dar subsidios ni entregar los puros alimentos básicos porque temía que los más pobres, sin trabajo fijo ni actividad del cuerpo, se dieran al vino o a la insurrección. Por eso se crearon aquellos oficios de quita y pon, que así se llamaron, y que dieron que hablar mucho en la época que nací.
Mi mamá quiso que al menos dos de sus muchos hijos supieran leer y escribir, y ni el toto sabe los esfuerzos que hizo para mandarnos a clases, a la Eugenia y a mí. Su sacrificio no fue de dinero, puesto que la educación todavía era liberada, sino porque nosotros nos escondíamos para escaparle a la milonga de la escuela. Yo no sé por qué mi hermana fue tan retobada para ir a clases; mi desapego era a causa de las bromas de los otros. Eso de Rengo Galíndez me lo pusieron allí, y tuvieron que pasar muchos años, y una peste, para que me sonara afectuoso.
A la Eugenia le llevé siempre un año de vida, pero en cambio nunca la alcancé de camino a la escuela. Un poco por mi tranco cachuzo, pero más que nada porque ella apuraba el trote para que no la vieran llegar conmigo de lastre. Era murraca, como todos nosotros, pero había salido bonita, de los ojos sobre todo. Mamá la mandaba a clases con aguanube en las trenzas, para que se levantaran las puntas. Para esas épocas nos llegaban del puerto las historietas extranjeras, y había unos dibujos de mujer que me hacían recordar lo larga y lo ligera que era la Eugenia, por lo menos hasta que se le formó el cuerpo y le maduraron las perubas; ahí fue cuando empezaron todas nuestras desgracias.
Pero antes de eso se nos vino encima el tifus. Como éramos muy cachorros y no respetábamos nada, al mal le empezamos a decir morir del barco, porque habíamos oído que la enfermedad había llegado desde la bodega de un carguero. No hubo clases durante muchos meses, ni agua limpia, ni sitio donde poner tantos muertos.
Un día se temió que pudiéramos contagiar a otros pueblos con los vahos de los cadáveres que esperaban su entierro, y vino en tren un obispo con mascarilla a convencernos de que no era pecado, en esos casos, incinerar los cuerpos en lugar de darles sepultura cristiana; y donde había sido la plaza del quita y pon se construyeron las piras, que todavía están. Por eso es que a muchos nos queda el ademán de santiguarnos cuando pasamos frente al humo de las fábricas.
Lo del tifus fue largo y malo, pero no hubo escuela por mucho tiempo. El mal del barco menguó nuestra familia en poco más de un mes y cuando se fue el olor a cueco muerto éramos la mitad. Perdimos dos hermanos mayores, dos pequeños, la estufa a leña y al papá de todos nosotros. Cuando acabó la peste, casi que tuvimos un catre para cada quién, en casa. No sabíamos qué hacer con tanto espacio.
A esas alturas yo quedé el mayor, al cuidado del Ulises y del Jesús. Mamá salió sana del cuerpo pero desvariando de dolor, y también hubo que asistirla. Lo hacíamos entre la Eugenia y yo, por lo menos hasta que el diablo se nos metió en el cuerpo y ya ni siquiera pensamos en nuestra madre. Pero lo del diablo fue más luego.
Después de que se fuera el mal del barco ocurrió también otra desgracia: abrieron la escuela. Intentábamos recuperar el ritmo del abecedario, pero en los ojos de todos todavía campeaba la muerte, y las piras de la plaza seguían echando humo. En el aula nos encontramos con mucho sitio de más y ya no me importaba ser el Rengo Galíndez, ni la Eugenia corría para despegarse de mí. El mal del barco nos había disminuido de número y de fuerzas, y los pocos que quedábamos en el pueblo nos fuimos acocochando como zarugos alrededor de un fuego.
Muchos hijos acabaron solos y huérfanos, y los que aún conservaban techo y algo que comer decidieron quedarse cristianamente con algunos. Mamá fue una, y entonces vinieron a la casa dos muchachos de las edades del Ulises, que eran hijos de una familia que había muerto entera. Cuando llegaron los huérfanos, yo debí volver a compartir la manta con Eugenia para dejarles sitio a los adoptivos.
La primera noche supimos que el mal del barco y todas las muertes nos habían alterado la sangre, y anduvimos un mes como marmotas; nos dormíamos sentados, no prestábamos atención al maestro, y todo porque las madrugadas las pasábamos en vela, tocando el cuerpo del otro, sorbiendo el aire por la boca y moviéndonos de a cachito, para no despertar a mamá ni revolver la conciencia de estar pecando.
Por temor a las secuelas del tifus nadie nos quiso comprar la cosecha, y comimos papalla hasta reventar. Los básicos, como el pan y la leche, fueron lujos que debimos dejar para el sustento de los más pequeños. Sabíamos que con el verano llegaría la desgracia anual de la inundación, pero esta vez las aguas traerían suerte. Nos habían dicho que la fuerza del río se llevaría los posibles rastros vivos de la peste, y que otra vez los pueblos cercanos nos comprarían la papalla. Y entonces nos sentamos a esperar la tragedia del agua con ilusión.
Era broma frecuente en los pobladíos decir que era tanta nuestra mala estrella que, por única vez en setenta años, la inundación nos pasaría por al lado sin mojarnos. Pero el agua llegó, y recibimos la primera tormenta del verano como si fuera el Gobernador. Fue en enero, como siempre, y aprendimos a asar pringones venenosos y culebras. Todos los años nos preparábamos para la crecida pero esta vez, por culpa del mal del barco, no teníamos nada en las despensas. El Gobierno contrató unas capiraguas azules con altavoces para indicarnos cómo hervir y cocer lo que un año atrás nos enseñaban a fumigar y repeler. Daba un poco de risa, porque a las alimañas del río las llamaban alimentos emergentes. Fue el mes más duro de todos, en el pueblo, pero una mañana bajaron las aguas y volvimos a habitar la casa.
Durante el temporal que precedió a la bajante habíamos perdido al Jesús y a uno de los huérfanos adoptados. Los cuerpos de las dos criaturas fueron encontrados en la cúpula de la parroquia. Después se supo que el Jesús, con sus seis años cumplidos, se había lanzado a la corriente para socorrer a su hermanastro. Nos lo dijo Venancio, que lo vio todo. Jesús pudo alcanzar al huérfano cerca del campanario y los dos quedaron trabados en las agujas del reloj, que se habían parado en las siete y diez. Entonces el agua subió todavía más y se ahogaron sin poder salir a la superficie. Cuando el río bajó, encontramos los dos cuerpos colgando de las agujas: mi hermano marcaba la hora y el huérfano los minutos. Como no había mucha madera seca, los enterramos a los dos juntos.
Cuando pudimos secarnos el agua y enterramos otra vez a nuestros muertos, en la casa ya sólo fuimos cinco, ahora sí con un catre para cada quién por primera vez en la vida. Pero la Eugenia y yo éramos dos imanes por las noches y seguíamos durmiendo juntos, conteniendo la respiración, calientes como dos caranchos y con el remordimiento en la piel.
Por eso, porque no se nos enfriaba la sangre, una semana después visité la parroquia. Ya había pasado el peligro en el pueblo y me habitaban otra vez los malos pensamientos con mi hermana. Fui directo a hablar con el padre Suárez. Pensé que confesarme de todos mis actos impuros, aunque Dios no me los pudiera perdonar, sería suficiente para no caer la noche siguiente en la tentación de la carne.
Cuando llegué al templo supe que la inundación había sido buena sólo con algunas familias. Muchísima gente lo había perdido todo, incluida la casa, y un puñado no tenía dónde caerse muerto. Las personas con mejor fortuna estaban en una campaña para darle a los sin techo parte de lo que el agua y la peste les había quitado.
Vi a muchas mujeres como mi madre, y a muchos hijos como mi hermanito el Jesús, llorar abrazados y mirar el cielo, con miedo de que Dios les mandara otra vez la muerte o la crecida. Y entonces supe que mis penas eran nada al lado de las suyas, y en lugar de buscar al padre Suárez para limpiar mi espíritu, volví a la casa, cargué con mi colchón al hombro y se lo di a la parroquia. Si yo iba a seguir metiéndome de noche entre las cobijas de la Eugenia, que por lo menos mi pecado mortal le sirviese de bueno a alguno.
Desde entonces ya no nos importaba tocarnos cerca de mamá. Para ella los golpes habían sido muchos. La pobrecita había quedado viuda y con cinco hijos menos, aunque la muerte del Jesús fue lo que le provocó el desvarío más fuerte. Igual que el reloj de la iglesia, ella se detuvo en un tiempo fijo y sus días dejaron de pasar. De pronto empezó a andar por la casa con el pelo desbandado y nos obligaba a cocinar y a poner la mesa para nueve, como en los tiempos en que todos estábamos vivos.
La siguiente cosecha fue la mejor en veinte años. Pero en el fondo del corazón seguíamos tristes. En esa época cumplí los dieciséis y el trabajo en la tierra, que me demandaba el esfuerzo de tres hombres, había moldeado mi cuerpo y parecía mayor. Pero seguía con un pie más corto que el otro, y eso muchas veces no me dejaba en paz.
Dejé la escuela para poder sembrar y cosechar papalla jornada completa, pero Eugenia me enseñaba lo fundamental de los libros cuando podía. Sin toda la carga de mis compañeros y sus burlas, aprendí más rápido que ellos y supe que no me faltaba el entendimiento. De noche mi hermana y yo dormíamos juntos como un matrimonio, amparados en el delirio de mi madre y en la inocencia de los más pequeños.
Eugenia nunca sintió culpa por lo que hacíamos, y yo debí cargar con los remordimientos de los dos. Ella también había crecido de golpe. Si antes su mejor rasgo eran los ojos, ahora en el pueblo nadie se los miraba. Ni yo tampoco. Con un año menos que yo, se había convertido en una mujer alta como mi padre, y bien formada como mamá en sus tiempos. Ya no usaba trenzas: una tarde llegó del río y se había cortado el pelo hasta los hombros. A mí aquello me gustó poco.
Fue una época feliz, pero corta. Tres meses antes del desastre final mamá dejó los desvaríos. Una tarde que llegué del campo, cansado como cualquier día, me encontré con que ella y la Eugenia estaban conversando cerca del yuco seco; me esperaban.
Mi hermana corrió hasta mí y me dijo que mamá había vuelto, que ya no decía cosas huecas, y que el milagro había sido gracias al Jesús, nuestro hermanito ahogado, que se le había aparecido en cuerpo y alma. Todo el pueblo conoció la noticia en pocas horas: el niño de seis años que se había sacrificado durante la inundación para salvar a otro, se había corporizado frente a los ojos de su madre enferma, devolviéndole la salud.
Mamá se cansó de contar la historia, y las mujeres llegaron a casa para rezar un rosario por el Jesús que duró toda esa noche. Al día siguiente hubo otro acontecimiento que terminó por convertir a mi hermano en santo: a alguien se le ocurrió trasladar su cuerpo a la parroquia, y cuando forzaron el cajón donde estaban sus restos juntos a los del otro niño ahogado, todos notamos que el Jesús estaba treinta veces mejor conservado que su hermanastro.
Tenían ya seis meses de muertos, y mientras que el más pequeño había sido invadido por gusanos y sólo quedaban sus huesos, la osamenta del Jesús parecía no tener más que dos horas de enterrada. A mí, que lo pude ver con estos ojos, me llamó la atención que solamente hubiera larvas en el costado del cajón donde descansaba el crío adoptado, como si el bichambre hubiese temido arrastrarse cerca del otro cuerpo. La luz del día nos trajo el aire fétido de la otra carne, pero nosotros estábamos viendo el milagro y nos arrodillamos frente a la grandeza de Dios.
Entonces hubo nuevas cartas al obispo de la mascarilla para que los italianos convirtieran en santo a mi hermanito de seis años, y hasta un viaje personal del padre Suárez a la capital, pero nunca nadie nos trajo noticias. Igual, la voz se corrió y empezó a llegar al pueblo gente de todas partes para tocar los restos.
Al principio vinieron grupos a pie, desde los pueblos vecinos, y después también aparecieron camiones con fieles mejor vestidos y más elegantes. Vimos por primera vez gente huicha, con la piel tan pálida como la del cerdo, con zapatos caros y máquinas para sacar fotografías. Ellos tomaban fotos del reloj, que seguía detenido en las siete y diez; del cajoncito con el Jesús adentro, que habíamos puesto en el sagrario de la parroquia; y también fotos de mi madre, de la Eugenia y de mí, porque éramos los parientes del santo.
Entre tantos coches y buses, todas esas fotos y aquella gente extraña, nos empezamos a olvidar del Jesús como hermano nuestro que era, y les vendíamos a los turistas las ropas que quedaban de él en la casa por billetes recién salidos del banco. Cuando se acabaron los trapos del Jesús, vendimos también los del Ulises y los de los otros huerfanitos, incluso del que murió.
Para entonces, mamá vivía en la parroquia, rezando, y no se enteraba de nada durante el día. La Eugenia y yo, desde la casa, comenzábamos a respirar el olor de los billetes. Una mañana le vendí a un matrimonio huicha, por mil sanmartines, la única fotografía que teníamos del Jesús.
Desde que vimos el cuerpo de nuestro hermano intacto, Eugenia ya no quiso dormir conmigo y mi culpa se fue apagando. Una de sus razones era que mamá ya tenía otra vez los sentidos despiertos y la hubiéramos matado si nos descubría. Y el otro motivo era su temor a que el Jesús, desde el cielo, ya hubiera visto lo que hacíamos por la noche y no nos quisiera a su lado cuando nos llegara la hora.
Yo pensaba igual que ella, y compartía sus miedos, pero después de una semana de dormir en catres distintos supe que era tan grande el sosiego que Eugenia me había dado cada noche, desde hacía más de un año, que no tenerla me provocaba dolores del cuerpo y ganas de llorar. Pasaba las noches en vela, y me iba cerca del yuco seco a calmarme solo, pero no era lo mismo. Las noches eran frías sin la Eugenia, por eso de día le rogaba que volviera conmigo, y ella me decía que tampoco era fácil para su cuerpo, pero que debíamos ser fuertes y pedirle a Dios la voluntad.
Ella había dejado de momento la escuela para ayudarme a atender a los turistas huicha, que ya empezaban a ser diez veces más rentables que la papalla, y los dos pasábamos las tardes juntos, en la casa, vendiendo las cosas del Jesús con gotero, a cien sanmartines la gota.
Volvía el calor; mi hermana se había convertido en una mujer de las que quitan el alma y a mí se me iba la mitad del tiempo mirándola con deseo, y la otra mitad viendo que los huicha, con sus zapatos blancos y sus ademanes, no se le pusieran muy cerca ni le quisieran tentar la sangre.
Mamá se internaba durante el día en la parroquia, rezando junto a los fieles que llegaban para ver al Jesús, y sólo volvía a la casa para dormir. Ya no le quedaban rastros de la demencia que había soportado hasta hacía un mes, pero de a poco comenzó a redoblar sus oraciones, al punto de no hacer otra cosa más que rezar. No respondía preguntas ni las hacía. No entablaba charla con nadie. Tanto estuviera sentada o caminando, llevaba en las manos un rosario para no perder el orden de sus plegarias.
Una noche se quedó dormida cerca del sagrario de su hijo, a la mitad de un Ave María, y cuando se despertó en la mañana siguió rezándolo justo por donde lo había suspendido. Desde entonces ya no volvió a la casa. El padre Suárez vino a darnos la noticia, pero nosotros no hicimos nada para convencerla. Mi hermana prefería que mamá se quedara en la parroquia para vender las cosas del Jesús sin que nos viera, y yo supuse que sin ella en la casa Eugenia no tendría temor de volver conmigo de noche.
Cuando el último grupo de fieles se retiraba, volvíamos a la casa y cenábamos sin privarnos de nada. Después hacíamos dormir a los hermanos pequeños y entonces contábamos los billetes del día. Una vez acabada la tarea, Eugenia ponía el fajo enrollado y las monedas junto a los demás billetes, y contábamos el total.
En la casa había cada noche más dinero, pero también menos cosas. Después de vender la ropa de todos los críos, comenzamos a despachar platos y utensilios, diciéndoles a los turistas que cada cosa la había tocado el Jesús alguna vez. La mayor parte de las vasijas las habíamos comprado después de la muerte del santo, porque las que él usó en vida se las llevó la inundación, pero a nadie le importaba.
Como no teníamos tiempo de ir al pueblo más que para traer los alimentos, la casa se fue desmantelando de objetos. Una tarde a la Eugenia se le ocurrió vender, de a pedacitos, el colchón donde dormía Jesús, y cuando nos quisimos acordar habíamos despedazado tres catres con todo y el relleno de pluma. Pero cuando otra vez estuvimos escasos de camas, ella prefirió dormir con alguno de los pequeños antes que caer de nuevo en pecado mortal conmigo.
Una noche, cuando acabábamos de contar los sanmartines, y desparramamos sobre la mesa todos los billetes de un mes de trabajo, Eugenia me miró a los ojos: ya no somos pobres, Gracián, me dijo sonriendo, y se levantó y me besó en la boca, como hacía más de un mes que no pasaba.
Durante la madrugada de esa noche me levanté de la cama y fui hasta el yuco seco. No podía dejar de pensar en ella, y me costaba dormir sabiendo que la Eugenia estaba echada a cinco pasos de mí. Sin darme cuenta, como cada vez, comencé a desahogar mis deseos, de espaldas a la casa, con una mano apoyada sobre la queracina. Mi hermana llegó sin ruido y se quedó detrás de mí, con mucha pena. No dijo una palabra, nada más recostó su cara contra mi espalda y lloró conmigo.
Después me rodeó con sus brazos, apretándose fuerte de mí, y con una de sus manos apartó la mía de donde estaba. Me tomó con cuidado, sintiendo cada vena hinchada de sangre, y comenzó a darme sosiego como si fuese mi mano, y no otra, la que estuviese trabajando; como si fuésemos una persona y no dos.
Ella sabía cuándo ir despacio y dónde aumentar el ritmo. Cuándo detenerse y en qué parte presionar. No me soltó hasta exprimirme por completo, y luego me dijo al oído: esto es menos pecado que acurrucarse, y se encerró otra vez en la casa.
Al otro día fue cuando vendí en mil sanmartines la única foto que le habíamos sacado al Jesús cuando vivía. Y yo no sé si fue por esto o por aquello, pero el santo nos crucificó.
El día de la desgracia cayó un domingo, y hubo que levantarse temprano porque llegaban al pueblo más fieles que en día corriente. Desde que el Jesús era un santo, el padre Suárez llegaba a nuestra casa enseguida que cantaba el gallo y hacía sonar la bocina del Ford. Nos traía el cajoncito de vidrio y madera con el cuerpo conservado de mi hermano, para que los turistas huicha lo vieran al aire libre. El padre decía que en la parroquia no había suficiente sitio en domingo, pero nosotros sabíamos que estaba un poco celoso de nuestro Jesús, y que en el fondo prefería seguir adorando al suyo.
Esta vez, junto al cuerpo, llegó también mamá, que se bajó del coche rezando y ni tuvo tiempo para saludar. Hicimos un altar pobre frente a la casa, y le prendimos velas. Pusimos una silla al lado, para que mamá rezara sin cansarse. Un rato después de las ocho vimos por el monte la polvareda del primer contingente, y antes de las diez ya había otros seis.
Cada uno de los autobuses traía más de cuarenta cristianos de distintas partes del mapa. Por suerte nos quedaba bastante colchón, y un mantel entero para repartir en cincuenta pedazos, a cien sanmartines cada pieza. También había cordones de zapatos, dos ajenfos sucios y un dibujo genuino del Jesús que la Eugenia había encontrado por casualidad, y que pensábamos cotizar tanto como la foto.
Todo el comercio lo hacíamos en los propios ojos de mamá, pero eso ya no nos importaba, porque la vimos tan retraída en sus rezos que era difícil pensar que pudiera volver al mundo real y reprendernos. El Ulises y su hermanito adoptivo estaban tan contentos de ver otra vez a su madre que se le pegaron a la güiraina y no se movieron de su lado. El día era claro y ventoso, porque el verano estaba a punto de llegar y el río nos avisaba.
Frente a la casa se llenó de huichas muy perfumados y blancos. Como cada domingo, pero aún más. Se formaba una larga fila de fieles detrás del altar del Jesús. Uno a uno, esperaban su turno para tocarlo, para pedirle cosas o para presentar ante él sus enfermedades. A la vez, otros grupos le sacaban fotos a la casa y a nosotros, y dejaban que la Eugenia o yo les ofreciéramos las pertenencias del santo.
Los que ya habían visto lo que había para ver, hacían su día de campo alrededor de la casa o caminaban por el monte sin alejarse mucho de los buses. Casi todas las caras que veíamos eran nuevas, menos las de los guías y los choferes. Uno de ellos, que conducía un bus de larga distancia, al ver a la Eugenia la saludó de lejos como dos conocidos del pueblo, y le hizo una seña.
Yo dejé de hacer una venta y me detuve a espiarlos. Ella se acercó y le habló sin vergüenza. El chofer, que era un zambuco rubio y muy blanco, asintió y se metió en el coche. Estuve a punto de salir corriendo para detenerla, pero ella lo esperó fuera. Cuando el hombre salió, le entregó un paquete envuelto en papel madera y le dijo algo que a mi hermana debió agradarle, porque ella se puso en puntas de pie y lo besó en la mejilla. No pasó más que eso, pero yo no podía respirar de todo el asco que tenía dentro.
Esperé el momento, y cuando la tuve sola a la Eugenia la aparté hasta la casa con mucho enfado. Cuando le pregunté sobre el paquete ella no pareció sorprendida, sino más bien triste. Me dijo que era un regalo para mí, y me trajo aquello que había recibido del rubio. Lo abrí a los tirones, y entre envoltorios de periódico encontré los zapatos. Entonces le pedí que me disculpara.
Mientras ella seguía vigilando a los fieles yo me quedé dentro inspeccionando mi obsequio. Desde pequeño, ni bien me enteré que existían, los había querido. Pero solamente los vendían en la capital, y eran tan caros como hacer el viaje hasta allí. Nunca tuvimos con qué comprarlos, y lo más parecido que yo tuve fue un engendro que una vez me hizo mi padre, con un pedazo de cedro en la suela de las alpargatas. Pero me resultaba incómodo, y también me hacía renquear.
Estos, en cambio, eran de una ortopedia, y sacaban brillo. Tenían cordones negros, y eran de cuero, como los zapatos de los huichas que venían los domingos. El izquierdo era normal, y el otro llevaba el tacón más alto y de hierro. Pero lo bueno era que los dos pesaban lo mismo, y de lejos parecían iguales.
Tuve miedo de ponérmelos con los pies tan sucios, y entonces antes me lavé en el yuco. Después me calcé ahí mismo, sentado al borde de la queracina, y me até los cordones con dos vueltas. Cuando regresé a la casa lo hice un poco llorando, porque ahora yo caminaba igual que todo el mundo y nadie iba a decirme el Rengo nunca más.
Al mediodía era la hora en que el santo descansaba y los turistas tomaban su almuerzo alrededor de la casa. A mamá y a los pequeños les llevamos lonchas de cabú y ellos, entre padrenuestros, se las iban comiendo. La Eugenia y yo nos pasamos la hora libre jugando carreras desde la casa hasta el yuco.
Ella me seguía ganando, pero ahora por poco. Yo pensaba que me faltaba acostumbrarme al peso del calzado, y que cuando lo lograra ya nadie me ganaría a hacer carreras. Los dos estábamos contentos con mi nueva forma de caminar, y a mí me habría gustado que mi papá no se hubiera muerto, y que mi mamá estuviera sana, así me hubieran podido ver.
Tan alegre estaba que cuando la Eugenia desapareció de mi vista a media tarde yo no me di cuenta. Supe que me faltaba cuando empecé a buscar al huicha rubio y tampoco lo encontré. Había llegado la hora de mostrar el dibujo genuino del Jesús, y en eso estaba cuando descubrí que mi hermana y el rubio habían desaparecido. Cuatro turistas me lo querían comprar, y todos ofrecían cada vez más plata. Yo no les hacía caso y miraba entre los grupos de gente, para ver si la veía a la Eugenia.
Los turistas me ponían los billetes delante de los ojos, y entonces me aturdí. Despedacé el dibujo del Jesús y les pringué a todos la madre. Después tiré los papeles al suelo y corrí para el lado del monte. Los fieles no se preocuparon por mí, y se lanzaron al pasto para disputarse la pertenencia del santo. Los cuatro que iban a comprarlo empezaron la riña, pero también participaban los que no tenían más dinero, porque creyeron que si hacían fuerza se podrían llevar una parte del dibujo gratis.
Los zapatos ya no me pesaban cuando corté campo hacia el monte. Me adentré porque la Eugenia y el rubio no podían estar más que allí. Los otros alrededores de la casa no eran más que llano hasta el río, y el pueblo quedaba lejos.
Entré al monte jadeando, y cuando dejé de jadear los jadeos seguían. Me desesperé y cerré los ojos para escuchar mejor de dónde venía el sofoco. Me guié como cuando crío, que entraba al monte de noche y me sorprendía conocerlo tan bien en lo oscuro. Sin la vista pude acercarme mejor, y cuando abrí los ojos los tenía a los dos muy cerca, como a un tiro de piedra de mí.
El rubio le estaba haciendo a la Eugenia lo que ella ya no quería que le hiciera yo. Me temblaron las manos y me abracé a un tronco de maura. Los podía ver muy bien; ella estaba boca al cielo y tenía los ojos cerrados. Las piernas y los brazos los había abierto de par en par, y con los dedos de las manos arrancaba el pasto de la tierra floja.
El rubio estaba montado encima, y llevaba los pantalones hasta las rodillas. No se tocaban ni se besaban. El rubio parecía que estaba haciendo flexión, y eso me enfureció más que todo. Me acerqué pinchado por la rabia hasta que estuve tan cerca que podía patearle la cabeza. Entonces elegí el zapato derecho, porque me lo había traido él de la capital y era pesado y de hierro. Levanté la rodilla y le hundí el talón en el cráneo. La fuerza de la patada me hizo caer contra el pasto.
El rubio no hizo ningún ruido, solamente se desplomó sobre la Eugenia. Ella abrió los ojos y me vio a mí a su lado, que lloraba y la insultaba. No dijo nada, pero después, cuando le vio la sangre al rubio, me dijo que era un cabro bruto.
La ayudé a levantarse pero no la quise mirar cuando se acomodaba el vestido. Me preguntó que hacíamos con el cuerpo y yo le hice un gesto. No me importaba. Ella se quitó el pasto de la espalda y entre los dos lo arrastramos hasta el corazón del monte. Después veríamos qué hacer. Ahora lo que importaba era volver a la casa, porque sabíamos que no había sido bueno dejar a los turistas solos con el Jesús.
Antes de salir del monte los gritos de los fieles nos enteraron de que las cosas no estaban bien. La tarde caía, y después de la loma pudimos ver la silueta de la casa recortada sobre el fondo del cielo. Nos quedamos quietos ante el cuadro. Había gente dentro de la casa y también arriba. Todos estaban fuera de sí, y se peleaban por la mesa, por la ropa de los pequeños y por el cajoncito del santo.
Habían encendido antorchas, y algunos camiones y buses ya estaban en marcha. Otros se habían ido. Todavía quedaban muchos hombres sobre la casa, despedazando las vigas y llevándose de recuerdo pedazos de madera. Trabajaban con rapidez y a los gritos. Cuando uno conseguía algo, después tenía que defenderlo de los demás. De lejos, parecían la langosta.
Mi hermana y yo no nos movimos hasta que se fue el último cristiano. Cuando ya no escuchamos motores ni gritos empezamos a correr. Más nos acercábamos y mejor veíamos el detalle de la ruina. La casa se había convertido en un esqueleto de machimbre, y adentro no quedaba nada. Se habían llevado hasta la silla que le pusimos a mamá para que rezara en paz. Ella estaba en el suelo, con la ropa hecha jirones, y se aferraba al rosario. No se había dado cuenta de nada.
A los pequeños les habían quitado la ropa, y estaban desnudos y rasguñados, abrazados a las piernas de mamá. Eugenia gritaba que los billetes había desaparecido, y solamente eso le preocupaba. Yo buscaba por todas partes, con la esperanza de encontrar el cuerpo conservado de mi hermanito el Jesús. Pero no nos habían dejado ni eso.
La noche se nos cayó encima de golpe. Lo primero que hice cuando supe que lo habíamos perdido todo, fue lavar en el yuco la sangre del rubio que tenía pegoteada en el zapato. Eugenia se había quedado en la casa y había prendido un fuego triste para que mi mamá y los hijos no pasaran frío. Desde la queracina me los quedé mirando a los cuatro, alrededor de la luz amarilla, como animales asustados.
También me quedé viendo, de fondo, las vigas de madera que alguna vez había puesto mi padre para empezar a construir la casa, y que ahora parecían una osamenta. Aquella casa había estado allí antes de que yo naciera, antes de los oficios del quita y pon, de la peste del barco y de la crecida que nos mató al Jesús. De eso había pasado mucho tiempo, y ahora la vida estaba otra vez como al principio.
Hernàn Casciari
foto Dario del ojo digital National  geografic  

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