Nunca me propuse hacer felices a los niños. O mejorarles la vida, o
hacérselas más fácil. No me gustan mucho, así como no me gustan mucho
los adultos. Bueno, para ser sincero debería decir que me gustan un poco
más los chicos que los adultos, porque los adultos no me gustan para
nada.
Firmar ejemplares es horrible, estúpido, no significa nada. Y a mí
ni siquiera me sirve para seducir a las madres bonitas de los niños
lectores, porque soy gay.
El estado de la literatura infantil actual es abismal. Catastrófico.
Una de las razones para que así sea es que hay demasiados libros para
chicos.
Somos animales, violentos, criminales. No somos tan diferentes de
los simios, esas hermosas criaturas. Y se supone que debemos ser
civilizados, ir a trabajar todos los días, ser amables con nuestros
amigos, enviar tarjetas de Navidad, todas esas cosas que nos perturban
profundamente porque están en contra de lo que haríamos naturalmente.
Elegí un género muy modesto, la literatura infantil, y me escondí en
este género para poder expresarme plenamente en él. Lo elegí por
timidez y estiré sus límites todo lo posible.
No escribí Donde viven los monstruos por dinero. En los años ‘50,
los libros para chicos eran el último peldaño del mundo literario. No
creo que Madonna hubiese escrito un libro para chicos en los ‘50.
Nací en 1928. Y lo que más recuerdo de mi infancia es el secuestro
del bebé Lindbergh. Cuando sucedió yo tenía tres años y medio y me
acuerdo de todo. Recuerdo la voz de su madre en la radio, pidiéndoles a
los secuestradores que usaran Vick para el catarro del bebé. Yo tenía
miedo de que me secuestraran y tenía miedo de morir. Era un chico
enfermizo y mis padres no eran discretos emocionalmente: siempre creían
que iba a morirme y lloraban cuando tenía fiebre. Supe que era mortal
desde muy joven. Con el bebé Lindbergh hice un asociación muy rara.
Pensé que este bebé no podía morir porque era rubio y rico, vivía en una
mansión, su madre era la princesa del universo y su padre un capitán.
No podía soportar que ese chico muriera. Mi propia vida dependía de que
él fuera rescatado, porque si ese chico se moría, yo no tenía ninguna
oportunidad: yo era pobre, feo, hijo de inmigrantes. Y cuando el bebé
fue hallado muerto, algo fundamental murió dentro de mí. O, quizás, algo
nació: mis historias, estas sombras que están en la vida de los chicos
que no son felices ni tienen con quién hablar.
Los chicos tienen que saber que hay cosas malas. También tienen que
saber que hay gente a su alrededor que los ama y los va a proteger, pero
que no pueden detener las cosas malas.
Los chicos son valientes porque son inocentes. Tienen la enorme
inocencia de no saber que el mundo puede ser un lugar tan malvado.
No nos podemos deshacer del mal. No podemos, lo siento internamente.
Y hay tanta estupidez en el mundo que no queda coraje. Estoy perdiendo
la esperanza. Y no quiero que eso me pase. Vivo cada día. Estoy bastante
bien. Trabajo. Duermo. Canto. Camino. Pero estoy perdiendo la
esperanza.
Estoy obsesionado con la muerte. Me parece una aventura. Peter Pan
lo dijo. Curioso que lo cite, porque no me gusta J. M. Barrie. Detesto
cómo ha sentimentalizado a los chicos, cómo los ha hecho bonitos y
encantadores. Pero si uno mira el corazón de Peter Pan, es un chico
obsesionado con la muerte, con miedo de vivir. Si uno le saca las
estupideces de Hook y la musiquita, es una historia muy extraña.
Cuando iba a preescolar y tenía seis años, estaba jugando con mi
amigo Lloyd en un callejón entre edificios de departamentos en Brooklyn.
Eran los lugares más seguros para jugar. Jugábamos a la pelota. En un
momento la tiré muy alto y él trató de alcanzarla pero no pudo y la
pelota se fue a la calle. Y él hizo lo que siempre nos decían que no
hiciéramos, correr del callejón a la calle: era peligroso porque los
autos no podían verte salir de ahí. No me acuerdo del auto, pero me
acuerdo de Lloyd volando. Cuando cayó, ya estaba muerto. Murió en el
instante en que fue atropellado. Y, desde entonces, noto que en mis
historias muchos de los personajes niños vuelan.
No sé cómo controlar mis demonios. Cuando me pongo muy ansioso leo a
Mellvile, William Blake y Emily Dickinson. Cuando los leo, siento que
la vida tiene un propósito. Lo mismo me sucede cuando escucho a Mozart.
Es en lo único en que creo, en lo que tengo fe: en el arte. Mellvile es,
para mí, un dios.
Siempre me sorprendió mi éxito y no soy un cínico. Dejar un legado
es reconfortante. Pero no entiendo cuando la gente me dice “Cómo podés
estar deprimido, Maurice, si tus libros van a vivir para siempre”.
Bueno, pero yo no voy a vivir para siempre. A quién le importa la vida
de los libros. Lo que me importa es mi vida, desde este momento hasta el
de mi muerte. Si voy a poder trabajar y ser independiente.
Ser joven fue horrible. Una pérdida de tiempo. Fui muy infeliz.
Cuando la gente me pregunta a qué edad querría volver, les digo
sinceramente que a los 68 o 69.
La mayoría de mis libros están relacionados con el Holocausto. No de
una manera obvia, pero el tema está siempre ahí. Toda mi vida es el
Holocausto. Mis padres vinieron de Europa por casualidad, a buscar
trabajo, mucho antes de que existiera el nazismo; conocían, claro, el
antisemitismo, pero estaban acostumbrados. Es un milagro que yo haya
nacido en Estados Unidos y que sobreviviera.
La niñez es una etapa. En Donde viven los monstruos o El Mago de Oz
se habla de eso: de no ser un chico para siempre y de reconocer que la
infancia es un momento de la vida. Un libro infantil no debe tratar de
convencer a los chicos de que son chicos. Hay cosas que no saben y el
punto es compartir lo que uno sí sabe con ellos, como adulto.
La gente me pregunta por qué no hago Donde viven los monstruos.
Parte 2. Los mando a la mierda. Qué idea terrible. Yo no soy una puta.
Me criaron para que sintiera culpa. Cuando no quería cenar porque mi
madre era una cocinera horrible, ella me gritaba: “¡Pensá en tu primo
que no puede comer porque murió en un campo de concentración y antes,
además, lo habían casi matado de hambre!”. Yo odiaba a todos esos niños
muertos en el Holocausto.
Si hubiera tenido un hogar feliz, no hubiese sido un artista. Mis
padres vivieron vidas desesperadas; mi hermano y yo fuimos crueles con
ellos. Especialmente con mi madre. Pero no entendíamos. Eramos chicos.
No sabíamos que ella estaba loca.
Mi pareja, Eugene, y yo nunca pensamos en adoptar. Yo soy demasiado
disfuncional. Siempre supe que le arruinaría la cabeza a una criatura.
Estoy totalmente loco, lo sé. No lo digo para hacerme el
interesante: sé que por eso mi trabajo es bueno, porque viene de un
lugar de locura. Jamás pequé de falsa modestia.
Maurice Sendak fue
uno de los autores más extraordinarios en pintar el paisaje emocional de
la infancia: sus libros, en general considerados para niños por unir de
manera muy sintética e imaginativa sus dibujos y las palabras, saben
llevar a ese lugar al que sólo puede ir la inteligencia de un chico,
donde lo terrorífico, la inocencia y el amor bailan una danza juguetona y
macabra a la vez. Hace un par de años, Spike Jonze adaptó
impecablemente para el cine su clásico Donde viven los monstruos, de
1963.
* este artìculo fue publicado en el dìario pàgina 12 del domingo 13 de mayo 2012
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