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martes, 1 de mayo de 2012

Pablo Sansone, Todo es posible


Una vez me cagó un cóndor. Tenía unos cinco o seis años. Era un sábado de abril y mi abuela Lala me llevó al Parque Pueyrredón.
  
Podría haber pasado en el Parque Las Heras o la Plaza Francia. Pero no fue en ninguno de esos lugares. Aquí empezó a forjarse el primer eslabón de una cadena del destino que acabó conmigo aquí, escribiendo estas páginas.

Yo por esa época la pasaba bastante mal en casa. Los fines de semana iba a lo de Lala, mi abuela. Llegaba la cinco de la tarde del viernes y yo sentía la inercia del fin de las pesadillas ¡Es tan vívida esa sensación ahora mismo! Todavía uso ese recuerdo para darle tela a mi imaginación cuando pienso en felicidad y buena suerte.

Iba en el colectivo con los ojos cerrados, pensando en el fin de semana de sol. Después de cuarenta y cinco minutos de viaje en soledad, el colectivero me decía Es tu parada pibe y yo me bajaba en una calle de adoquines en Barrio Norte y ahí estaba mi abuela, la persona más buena del mundo, dispuesta a hacerme pasar el mejor fin de semana del mundo. Nos abrazábamos, yo me sentía finalmente despierto. Lejos de la mufa.

La acompañaba a hacer las compras. Comprábamos provisiones para el fin de semana en un supermercado de la calle Austria. Fiambrín, que era un queso con pintitas de fiambre, Nesquik, pan lactal Fargo y Coca Cola. Yo la acompañaba en la cocina mientras preparaba sus manjares para mí. Después mirábamos el informativo y ella me tapaba los ojos cuando la noticia era medio escabrosa. Comíamos, siempre delicioso y yo me iba a leer un cuento a la cama y a dormir rapidito para despertarme temprano e ir a la plaza, que era un lugar de felicidad, pasto y arena.

En Montevideo no hay cultura de “plaza”. Hay algunos parques muy lindos y la gente los usa, pero el mar se roba toda la atención. Bueno, en realidad la rambla, porque la gente de Montevideo va a la rambla y se sienta dándole la espalda al mar, nunca supe por qué. En Buenos Aires no te queda otra y la gente es muy “dominguera”, muy de la plaza. En verano se va en malla a tomar sol a las plazas. Los pastores evangélicos dan sus sermones en las plazas. Te alquilás un karting en las plazas. Te comprás una Cíndor de vidrio bien fría en una plaza. Mi escuela en Buenos Aires quedaba adentro de una plaza.

Mi abuela me acariciaba el pelo y yo sabía que era hora de despertarse y desayunar un Nesquilk caliente y unas tostadas de pan Fargo (no toleraba otras marcas), apenas tostado –nunca quemado- con manteca y azúcar. Lala respetaba mis manías infantiles como si se tratara de algo sagrado. Ahora, con la distancia de los años, entiendo que sí era sagrado todo ese ritual. Era mi momento de la semana para cargar el tanque de la alegría infantil a pleno y así contrarrestar los pesares de la semana. Mi abuela manejaba este código perfectamente y sabía que era lo único que podía hacer y por eso operaba con toda precisión.

Antes de despertar yo tenía un segundo en el que pensaba que todo podía haber sido parte de un sueño y despertaría en mi casa con todo el mal humor y los malos tratos.

Un sábado de esos fuimos al Parque las Heras, pero vino el Trencito de la Alegría y nos llevó al Parque Pueyrredón. Lala charlaba con su compañera de banco, una señora con cara de poroto de soja y pañuelo en la cabeza y yo corría alrededor del banco haciendo avioncito con los brazos y ruidito a motor. De repente vi unos niños con una pelota que jugaban al veinticinco contra la Facultad de Ingeniería. Lala interrumpió por un instante su conversación sobre la lentitud de los trámites municipales y me puso cara de que fuera a jugar. Corrí hacia ellos y todo se puso negro. Al principio tuve miedo que fuera un sueño y fuera el momento de despertarse y fuera un miércoles nefasto o peor, un lunes. Pero no me desperté. Algo había cubierto mi cara, algo pastoso. Era una especie de dulce de leche arenoso y olía muy mal. Me liberé los ojos para poder ver, tal como los 3 chiflados cuando recibían pastelazos. Miré a mi abuela y ella vino corriendo hasta donde estaba. Me miró, estaba preocupada pero también un poco tentada, la situación era demasiado rara y graciosa. La señora con cara de poroto de soja corrió a un puesto de panchos y pidió servilletas, gritando como si me hubieran atropellado. Ambas, como pudieron, me limpiaron un poco, pero la cantidad de “dulce de leche” era enorme.

Los gritos y corridas concitaron la atención de toda la plaza. Nos rodearon en círculo. Los más viejos deslizaban teorías sobre lo que me había pasado. Una señora gordita tenía la teoría de que se trataba de una paloma con diarrea, pero una parejita joven afirmó que el peso de toda esa materia era superior al de toda una paloma adulta. Yo comenté que el golpe había sido tremendo, incluso me dolía bastante la cara y estaba como atontado. Mi abuela paró un taxi y nos fuimos con la gente mirándonos. Se quedaron rascando la cabeza, discutiendo, tirando hipótesis.

Llegamos a la casa y Lala me puso en la bañera y me lavó con cuidado.

-Te cagó un cóndor –me dijo con una sonrisita muy de ella-. Vestite que comemos y nos vamos al cine.

Veinte años después del incidente de la cagada de pájaro, fui a visitar a mi abuela. Ahora vivíamos en Montevideo, yo tenía unos veintiséis años y Lala ochenta. Nos tiramos en su cama a ver el informativo como hacíamos siempre, aunque ahora ella ya no me tapaba la cara con las noticias escabrosas, sino más bien al revés. En un corte de Telemundo doce puse Discovery Channel y había un especial sobre el cóndor y ponían un mapa 3d con la zona de influencia, marcada por un punto rojo. El punto se agrandaba desde la cordillera hasta al borde de Buenos Aires.

-¿Viste Lalita? Aquel día lo que me cagó fue un cóndor.

-Siempre lo supe –contestó mi abuela, pero con cara seria. Quiero decirte algo Pablito –continuó-. Yo me estoy muriendo, pero cuando suceda vos no te podés poner mal. Soy tu abuela y te lo prohíbo. Yo ya viví todo lo que tenía que vivir y si querés darle un sentido aun más amplio a mi vida, prometeme que siempre vas a luchar por ser feliz, porque la felicidad es algo que se busca, se lucha por eso. Hasta te puede cagar un cóndor, pero siempre te podés limpiar.

En ese instante no le di tanta importancia a sus palabras. Le hice un mimo y le dije:

-Lalita, dejate de joder, no te vas a morir. Lo importante es que debelamos un misterio que tiene más de veinte años.

Cuando nos despedimos, mi abuela tenía una mirada rara. Me quedé preocupado.

Al otro día, me desperté antes y pasé antes de irme al trabajo y desayunamos juntos y le dejé a Aurora, mi perrita, para que le hiciera compañía. Le dije que volvería a las 7 para mirar el informativo y si quería me quedaría a dormir en su casa.

Mamá me llamó como a las cuatro, nerviosa. Mi abuela no contestaba el teléfono. A veces esto ocurría y finalmente no pasaba nada, Lala estaba bastante sorda. Pero esta vez pedí en el trabajo que me dejaran salir y me fui en un taxi. Cuando abrí la puerta me recibió Aurora con ladridos desesperados y supe que algo pasaba.

Cuando llegué al living, mi abuela y compañera inseparable estaba sin vida, tirada bocabajo en un sillón. Aurora le lamía los pies y me miraba. La abracé con todas mis fuerzas y me puse a llorar. Llamé a la policía, a mi vieja y un montón de cosas que ahora no recuerdo bien. Lo que sí recuerdo perfectamente, fueron esos minutos antes de todo el quilombo, cuando quedamos solos, Lalita, Aurora y yo. Miré a Lala y recordé sus últimas palabras, me sequé las lágrimas. Pensé: Tengo que hacer honor a lo que me pidió mi abuela. Me sequé las lágrimas y me quedé acostado al lado de ella, le conté lo complicado que había sido el día y algunos planes que tenía a futuro. Aurora se calmó. Deben haber sido tres o cuatro minutos, pero fueron los minutos más mágicos de mi vida, como cuando me despertaba el olor a tostadas y no era un sueño. Se vivió una paz que nunca más sentí. Recorrí el departamento con la vista y vi mis fotos colgadas en las paredes, los libros, la taza de café con leche sobre la mesa, el costurero, el diario El País, la tele prendida.

Me levanté para abrirle la puerta a la policía, pero antes fui a apagar la tele. Estaban pasando el documental de los cóndores otra vez y el locutor decía: Estos animales majestuosos vuelan con una determinación tremenda, parece no importarles las fuertes corrientes de los Andes.
 

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