Entré. Era una sala muy clara, blanqueada a la cal, con
techo de vidrio. Estaba amueblada con sillas y caballetes en forma de X. En el
centro de la sala, dos caballetes sostenían un féretro cerrado con la tapa. Sólo
se veían los tornillos relucientes, hundidos apenas, destacándose sobre las
tapas pintadas de nogalina. Junto al féretro estaba una enfermera árabe, con
blusa blanca y un pañuelo de color vivo en la cabeza.
En ese momento el portero entró por detrás de mí. Debió
de haber corrido. Tartamudeó un poco: «La hemos tapado, pero voy a destornillar
el cajón para que usted pueda verla.» Se aproximaba al féretro cuando lo paré.
Me dijo: «¿No quiere usted?» Respondí: «No.» Se detuvo, y yo estaba molesto
porque sentía que no debí haber dicho esto. Al cabo de un instante me miró y me
preguntó: «¿Por qué?», pero sin reproche, como si estuviera informándose. Dije:
«No sé.» Entonces, retorciendo el bigote blanco, declaró, sin mirarme:
«Comprendo.» Tenía ojos hermosos, azul claro, y la tez un poco roja. Me dio una
silla y se sentó también, un poco a mis espaldas. La enfermera se levantó y se
dirigió hacia la salida. El portero me dijo: «Tiene un chancro.» Como no
comprendía, miré a la enfermera y vi que llevaba, por debajo de los ojos, una
venda que le rodeaba la cabeza. A la altura de la nariz la venda estaba chata.
En su rostro sólo se veía la blancura del vendaje.
Cuando hubo salido, el portero habló: «Lo voy a dejar
solo.» No sé qué ademán hice, pero se quedó, de pie detrás de mí. Su presencia a
mis espaldas me molestaba. Llenaba la habitación una hermosa luz de media tarde.
Dos abejorros zumbaban contra el techo de vidrio. Y sentía que el sueño se
apoderaba de mí. Sin volverme hacia él, dije al portero: «¿Hace mucho tiempo que
está usted aquí?» Inmediatamente respondió: «Cinco años», como si hubiese estado
esperando mi pregunta.
Charló mucho en seguida. Se habría que dado muy
asombrado si alguien le hubiera dicho que acabaría de portero en el asilo de
Marengo. Tenía sesenta y cuatro años y era parisiense. Le interrumpí en ese
momento: «¡Ah! ¿Usted no es de aquí?» Luego recordé que antes de llevarme a ver
al director me había hablado de mamá. Me había dicho que era necesario
enterrarla cuanto antes porque en la llanura hacía calor, sobre todo en esta
región. Entonces me había informado que había vivido en París y que le costaba
mucho olvidarlo. En París se retiene al muerto tres, a veces cuatro días. Aquí
no hay tiempo; todavía no se ha hecho uno a la idea cuando hay que salir
corriendo detrás del coche fúnebre. Su mujer le había dicho: «Cállate, no son
cosas para contarle al señor.» El viejo había enrojecido y había pedido
disculpas. Yo intervine para decir: «Pero no, pero no...» Me pareció que lo que
contaba era apropiado e interesante.
En el pequeño depósito me informó que había ingresado
en el asilo como indigente. Como se sentía válido, se había ofrecido para el
puesto de portero. Le hice notar que en resumidas cuentas era pensionista. Me
dijo que no. Ya me había llamado la atención la manera que tenía de decir:
«ellos», «los otros» y, más raramente, «los viejos», al hablar de los
pensionistas, algunos de los cuales no tenían más edad que él. Pero,
naturalmente, no era la misma cosa. El era portero y, en cierta medida, tenía
derechos sobre ellos.
La enfermera entró en ese momento. La tarde había caído
bruscamente. La noche habíase espesado muy rápidamente sobre el vidrio del
techo. El portero oprimió el conmutador y quedé cegado por el repentino
resplandor de la luz. Me invitó a dirigirme al refectorio para cenar. Pero no
tenía hambre. Me ofreció entonces traerme una taza de café con leche. Como me
gusta mucho el café con leche, acepté, y un momento después regresó con una
bandeja. Bebí. Tuve deseos de fumar. Pero dudé, porque no sabía si podía hacerlo
delante de mamá. Reflexioné. No tenía importancia alguna. Ofrecí un cigarrillo
al portero y fumamos.
En un momento dado, me dijo: «Sabe usted, los amigos de
su señora madre van a venir a velarla también. Es la costumbre. Tengo que ir a
buscar sillas y café negro.» Le pregunté si se podía apagar una de las lámparas.
El resplandor de la luz contra las paredes blancas me fatigaba. Me dijo que no
era posible. La instalación estaba hecha así: o todo o nada. Después no le
presté mucha atención. Salió, volvió, dispuso las sillas. Sobre una de ellas
apiló tazas en torno de una cafetera. Luego se sentó enfrente de mí, del otro
lado de mamá. También estaba la enfermera, en el fondo, vuelta de espaldas. Yo
no veía lo que hacía. Pero por el movimiento de los brazos me pareció que tejía.
La temperatura era agradable, el café me había recalentado y por la puerta
abierta entraba el aroma de la noche y de las flores. Creo que dormité un poco.
Me despertó un roce. Como había tenido los ojos
cerrados, la habitación me pareció aún más deslumbrante de blancura. Delante de
mí no había ni la más mínima sombra, y cada objeto, cada ángulo, todas las
curvas, se dibujaban con una pureza que hería los ojos. En ese momento entraron
los amigos de mamá. Eran una decena en total, y se deslizaban en silencio en
medio de aquella luz enceguecedora. Se sentaron sin que crujiera una silla. Los
veía como no he visto a nadie jamás, y ni un detalle de los rostros o de los
trajes se me escapaba. Sin embargo, no los oía y me costaba creer en su
realidad. Casi todas las mujeres llevaban delantal, y el cordón que les ceñía la
cintura hacía resaltar aún más sus abultados vientres. Nunca había notado hasta
qué punto podían tener vientre las mujeres ancianas. Casi todos los hombres eran
flaquísimos y llevaban bastón. Me llamaba la atención no ver los ojos en los
rostros, sino solamente un resplandor sin brillo en medio de un nido de arrugas.
Cuando se hubieron sentado, casi todos me miraron e inclinaron la cabeza con
modestia, los labios sumidos en la boca desdentada, sin que pudiera saber si me
saludaban o si se trataba de un tic. Creo más bien que me saludaban. Advertí en
ese momento que estaban todos cabeceando, sentados enfrente de mí, en torno del
portero. Por un momento tuve la ridícula impresión de que estaban allí para
juzgarme.
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