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jueves, 4 de noviembre de 2010

Raymond Carver, elefante

Tengo unas gestiones que hacer al oeste del estado, así que aprovecho para pararme en la pequeña población donde vive mi ex mujer. No nos hemos visto en cuatro años. Pero de cuando en cuando, siempre que se publica algo mío o escriben sobre mí en revistas y periódicos —una semblanza, una entrevista—, le envío los recortes. No sé por qué lo hago; tal vez porque pienso que puede interesarle. Pero ella nunca me contesta.
Son las nueve de la mañana. No la he llamado por teléfono, y la verdad es que no sé cómo va a recibirme.
Pero me deja pasar. No parece sorprendida. No nos damos la mano. Ni que decir tiene que no nos besamos. Me hace pasar a la sala. Llevo apenas unos segundos sentado cuando me trae café. Luego empieza a decirme lo que piensa. Dice que soy el culpable de su angustia, que he hecho que se sienta desnuda y humillada.
Que quede claro: me suena tan familiar que no me siento en absoluto incómodo.
Dice: Y entonces te metiste de lleno en el engaño. Tan pronto. Siempre te has sentido bien en el engaño. No, no es cierto. Al principio al menos no era así. Entonces eras diferente. Pero también yo era distinta, imagino. Todo era distinto entonces. No, fue después de que cumplieras los treinta y cinco, o treinta y seis, por esa época, no sé cuándo exactamente, mediada la treintena. Entonces empezaste. Vaya si empezaste. Te volviste contra mí. Te despachaste a gusto. Debes de sentirte muy orgulloso de ti mismo.
Dice: A veces tengo ganas de gritar.
Deberías olvidar los días duros, los malos tiempos al hablar de aquella época, me dice. Párate a pensar también en los buenos, me dice. ¿O es que no los hubo? Le gustaría que dejase a un lado los otros, los malos. Está harta del dichoso tema. Hastiada de oír hablar de ello. Tu cantinela preferida, dice. Lo hecho, hecho está, y el pasado nadie puede cambiarlo. Una tragedia, sí. Bien sabe Dios que fue una tragedia, más que una tragedia. Pero ¿a qué viene volver sobre ello? ¿Es que no te cansas nunca de desenterrar la vieja historia?
Dice: Deja a un lado el pasado, por el amor de Dios. Todas esas viejas heridas. Seguro que en tu carcaj han de quedarte otras flechas.
Dice: ¿Sabes una cosa? Creo que estás enfermo. Creo que estás como una cabra. Oye, ¿no te creerás todas esas cosas que dicen de ti? No te las creas ni en broma. Mira, yo podría contarles un par de cosas. Déjame hablar con ellos; yo sí que podría contarles algo bueno.
Dice: ¿Me estás escuchando?
Te estoy escuchando, digo. Soy todo oídos, digo.
Dice: ¡Lo que he tenido que aguantar, señor mío! Y además, ¿quién te ha pedido que vengas a verme? Yo no, desde luego. Apareces y entras. ¿Qué diablos quieres de mí? ¿Sangre? ¿Más sangre? Pensaba que tenías ya la panza llena.
Dice: Piensa que estoy muerta. Quiero que me dejes en paz. Lo que quiero es que me dejes en paz, que me olvides. Mira, tengo cuarenta y cinco años. Cuarenta y cinco, y tengo la impresión de tener cincuenta y cinco, o sesenta y cinco. Así que déjame en paz, ¿quieres?
Dice: ¿Por qué no borras toda la pizarra y miras luego lo que queda? ¿Por qué no empiezas de nuevo otra pizarra? Hazlo, a lo mejor llegas lejos.
Esto último le hace reír. Yo río también, pero en mi caso son los nervios.
Dice: ¿Sabes una cosa? También yo tuve mi oportunidad, pero la dejé pasar. Sí, la dejé pasar. No creo habértelo contado nunca. Pero ahora mírame. ¡Mírame! Echame un buen vistazo, ahora que puedes. Me dejaste tirada como un trapo, grandísimo hijo de perra.
Dice: En aquel tiempo yo era más joven, y mejor persona. Quizá tú también lo eras. Mejor persona, me refiero. Lo eras, sin duda. Tenías que ser mejor persona, porque si no nunca habría tenido nada que ver contigo.
Dice: Te quise tanto. Te quise con locura. Sí, así te quise. Más que a nada en el mundo. ¿Te das cuenta? Es para morirse de risa. ¿Te imaginas? Estábamos tan íntimamente unidos en aquella época que apenas puedo creerlo. Creo que eso es precisamente lo que más extraño se me hace ahora. El recuerdo de haber tenido tal intimidad con alguien. Una intimidad tan grande que me dan ganas de vomitar. No me cabe en la cabeza una intimidad así con otra persona. Nunca he vuelto a tenerla.
Dice: Sinceramente, quiero que me dejes al margen de todo de ahora en adelante. Lo digo en serio. Además, ¿quién te has creído que eres? ¿Te crees Dios o algo parecido? Tú no eres digno ni de lamerle las botas. Ni las botas de Dios ni las de nadie, si vamos al caso. Señor mío, ha estado usted frecuentando gente que no le conviene. Pero ¿qué puedo saber yo? Ya ni siquiera sé qué es lo que sé. Pero sé que no me gusta lo que has ido repartiendo a manos llenas. Al menos sé eso. Ya sabes a lo que me refiero, ¿no? ¿Me equivoco?
No, digo. En absoluto.
Dice: Vas a darme la razón en todo, ¿no? Te das por vencido muy fácilmente. Siempre has sido igual. No tienes principios, ni uno solo. Eres capaz de cualquier cosa con tal de escurrir el bulto al menor conflicto. Aunque eso no viene a cuento.
Dice: ¿Te acuerdas de aquella vez que te amenacé con un cuchillo?
Lo dice como de pasada, como si se tratara de algo sin importancia.
Vagamente, digo. Seguramente me lo merecía, pero no lo recuerdo bien. Vamos, cuéntamelo, adelante.
Dice: Creo que ahora empiezo a entender... Creo que sé a qué has venido. Sí. Sé por qué estás aquí, aunque quizá tú no lo sepas. Pero eres un viejo zorro. Sabes por qué estás aquí. Has salido de pesca. En busca de material. ¿Me acerco? ¿He dado en el clavo?
Cuéntame lo del cuchillo, digo.
Dice: Si te interesa saberlo, lamento no haber llegado a utilizarlo. De veras. Lo digo con el corazón en la mano. Lo he pensado una y mil veces, y siento mucho no haberlo utilizado. Tuve ocasión de hacerlo. Pero vacilé. Dudé y la oportunidad se perdió, como dijo alguien. Pero debería haberlo utilizado, y al diablo con todo. Debería haberte dado un tajo en el brazo, al menos. Al menos eso.
Pero no lo hiciste, digo. Creí que ibas a darme una cuchillada, pero no lo hiciste. Luego te quité el cuchillo.
Dice: Siempre has tenido suerte. Me lo quitaste y me diste una bofetada. Siento mucho no haber utilizado aquel cuchillo. Un pequeño corte, al menos. Hasta un pequeño corte habría bastado para dejarte un buen recuerdo mío.
Tengo montones de recuerdos, digo. Y al punto me arrepiento de haberlo dicho.
Dice: Amén, hermano. Por si no te has dado cuenta, ahí está la manzana de la discordia. Ahí reside todo el problema. Pero en mi opinión, como ya te he dicho, recuerdas lo que no deberías recordar. Recuerdas las cosas bajas, vergonzosas. Por eso te has interesado tanto cuando he sacado a relucir lo del cuchillo.
Dice: Me pregunto si alguna vez te arrepientes de algo. Si es que ese sentimiento vale algo hoy día. No mucho, me temo. Aunque tú deberías ser ya un especialista en el tema.
Arrepentimiento, digo. No me interesa gran cosa, la verdad. No es un vocablo que utilice muy a menudo. Arrepentimiento. No, supongo que en general no siento nada parecido. Admito que tengo tendencia a recrearme en el lado oscuro de las cosas. Bueno, a veces. Pero ¿arrepentimiento? No, creo que no.
Dice: Eres un grandísimo hijo de perra, ¿lo sabías? Un despiadado e insensible hijo de perra. ¿ Te lo han dicho alguna vez?
Sí, tú, digo. Miles de veces.
Dice: Yo siempre digo la verdad. Aunque duela. Nunca podrás cogerme en una mentira.
Dice: Se me cayó la venda de los ojos hace mucho tiempo, pero ya era tarde. Tuve mi oportunidad, pero la dejé escapar entre los dedos. Durante un tiempo llegué incluso a pensar que volverías. ¿Cómo pude imaginar algo semejante? Debía de estar muy desquiciada. Tengo ganas de llorar a mares, pero no voy a darte ese placer.
Raymond Carver
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