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domingo, 28 de noviembre de 2010

Eduardo Betas,¿ Esto es lo que querìas de la vida?


—¿Esto era lo que querías de la vida?
Sus primeras ocho palabras me golpean pero, en lugar de dolerme, me producen cansancio, que es otra forma del dolor.
Me quedo en silencio. No la miro. Ella garabatea en mi silencio con el gesto de husmear en el aire con los ojos. Algo que quiere parecer conmiseración pero que a mí se me hace grito de autosuficiencia. Y husmea en el aire con los ojos. Como si sus ojos fueran el hocico vibrante de un podenco. Husmea con los ojos, a su alrededor, como buscando qué hacer para no seguir mirándome en ese baldío de silencio en el que me arrojó su pregunta.
Ésa es su manera de hacerme entender que me había quedado sin respuestas.
Por eso es que en el mismo momento en que mi silencio está a punto de convertirse en cenizas le digo:
—No lo sé.
Ella sonríe como un animador de programas de preguntas y respuestas cuando el participante ha contestado de manera correcta. Pero es fugaz. Desde su mirada desciende una brisa fría que apaga sin más la sonrisa.
—No sabés lo qué querés. No sabés para qué me querés. Ni siquiera sabés para qué me llamás.
—No. No es así.
—¿Entonces?
—Nada. No hay partituras ni recetas ni itinerarios…
—Pero yo estoy acá. Yo sí sé porqué vine. Quedate conmigo. Llevame con vos.
En algún lugar me vuelve a sangrar el cansancio. Comienzo a sentir la boca reseca, empastada. Las palabras se rompen antes de poder decirlas…
—No puedo llevarte porque ya te tengo. No puedo quedarme porque ya no estoy…
Y aunque no sé si es eso lo que quiero decir tampoco puedo hacerlo.
—No puedo llevarte porque ya te tengo. No puedo quedarme porque ya no estoy… Es eso lo que querés decir ahora y no podés ¿cierto?
La miro. Miro su mirarme. Se me disuelve tanta memoria, tantas fotos juntos, tantos momentos, hay tanto que…
—Y sólo en un aspecto tendrías razón. No en todos los otros.
No sé porqué siento que es absolutamente normal que ella pueda decir por mí las palabras que a mi se me quedan enganchadas, como pelusas, en la sequedad de mi boca.
Un bullicio viene de afuera y comienza a abrirse paso en la habitación. Parece ser una multitud que se acerca. Cantan, corean pequeños estribillos, se escuchan redoblante, palmas, palos golpeando contra los caños de los semáforos… Alguien que habla por megáfono arenga. Pero sus palabras nos llegan sin sentido, pegoteadas, gangosas, deformadas…
Ella me toma la mano. Su piel y la mía parecen darse un abrazo larguísimo, sereno, profundo…
—No tengas miedo. Sé que ahora querés decirme: así como vos husmeás con los ojos, yo puedo sentir el sabor de tu piel con mis manos.
No quiero jugar a ese juego. Pero no me queda otra. Estoy despalabrado, con la boca reseca. Necesito agua. Necesito sus labios pero ella comienza a alejarse como esos sueños que se rompen cuando despertamos.
No quiero jugar a ese juego. Pero no me queda otra.
—Si que te queda otra —dice ella con un hilo de voz, a medias borroneada—. Me puedo quedar acá si ahora decís que sí. O tal vez no me podría haber ido nunca.
Empiezo a saber, entonces, que la memoria es algo que puede construirse en un segundo porque todo lo que recordamos puede caber en una caricia.
—Nombrame. Pero no con la palabra sino con la mirada. Haceme tuya nombrándome. Poseeme a partir de mi nombre pronunciado en el más inmenso de los silencios. Juguemos a encontrarnos en las palabras sin decirlas. Ya no hace falta. Tocame, te vas a dar cuenta…
Los últimos rastros de su voz se hacen arena. Ya no está. Y aunque ahora pueda gritar que sí; que se quede, intento buscarla mirada adentro pero no. Una luz que primero fue murmullo y que ahora es como un grito me deja imágenes veladas de mi mismo, de ella, de lo que fue o de lo que pudo haber sido.
“¿Esto era lo que querías de la vida?” me parece leer, como una pintada, en la pared, cuando abro los ojos. Pero no. Es la misma pared de siempre…
Eduardo Betas
mural: Alvaro Siqueiros

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