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lunes, 29 de noviembre de 2010

Julio Cortazar, aserrin, aserran

Empezaron por quitarle la pipa de la boca.
Los zapatos se los quitó él mismo, apenas el hombre de blanco miró hacia abajo.
Le quitaron la noción del cumpleaños, los fósforos y la corbata, la bandada de palomas en el techo de la casa vecina, Alicia. El disco del teléfono, los pantalones.
Él ayudó a salirse del saco y los pañuelos. Por precaución le quitaron los almohadones de la sala y esa noción de que Ezra Pound no era un gran poeta.
Les entregó voluntariamente los anteojos de ver cerca, los bifocales y los de sol. Los de luna casi no los había usado y ni siquiera los vieron.
Le quitaron el alfabeto y el arroz con pollo, su hermana muerta a los diez años, la guerra del Vietnam y los discos de Earl Hines. Cuando le quitaron lo que faltaba —esas cosas llevan tiempo, pero también se lo habían quitado—, empezó a reírse.
Le quitaron la risa y el hombre de blanco esperó, porque él sí tenía todo el tiempo necesario.
Al final pidió pan y no le dieron, pidió queso y le dieron un hueso.
Lo que sigue lo sabe cualquier niño, pregúntele.
Julio Cortàzar

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