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martes, 24 de agosto de 2010
Onetti, Juan Carlos, La cara de la desgracia (fragmento)
...Tomamos unas copas mientras Arturo se empeñaba en encontrar en la billetera la fotografía de una mujer. —No está —dijo por fin—. La perdí. La foto, no la mujer. Quería mostrártela porque tiene algo inconfundible que pocos le descubren. Y antes de quedarte loco vos entendías de esas cosas. Y estaban, pensaba yo, los recuerdos de infancia que irían naciendo y aumentando en claridad durante los días futuros, semanas o meses. Estaba también la tramposa, tal vez deliberada, deformación de los recuerdos. Estaría, en el mejor de los casos, la elección no hecha por mí. Tendría que vernos. fugazmente o en pesadillas, vestidos con trajes ridículos, jugando en un jardín húmedo o pegándonos en un dormitorio. Él era mayor pero débil. Había sido tolerante y bueno, aceptaba cargar con mis culpas, mentía dulcemente sobre las marcas en la cara que le dejaban mis golpes, sobre una taza rota, sobre una llegada tarde. Era extraño que todo aquello no hubiera empezado aún, durante el mes de vacaciones de otoño en la playa; acaso, sin proponérmelo, yo estuviera deteniendo el torrente con las crónicas periodísticas y la evocación de las dos últimas noches. En una Julián estaba vivo, en la siguiente muerto. La segunda noche no tenía importancia y todas sus interpretaciones habían sido despistadas. Era su velorio, empezaba a colgarle la mandíbula, la venda de la cabeza envejeció y se puso amarilla mucho antes del amanecer. Yo estaba muy ocupado ofreciendo bebidas y comparando la semejanza de las lamentaciones. Con cinco años más que yo, Julián había pasado tiempo atrás de los cuarenta. No había pedido nunca nada importante a la vida; tal vez, sí, que lo dejaran en paz. Iba y venía, como desde niño, pidiendo permiso. Esta permanencia en la tierra, no asombrosa pero sí larga, prolongada por mí, no le había servido, siquiera, para darse a conocer. Todos los susurrantes y lánguidos bebedores de café o whisky coincidían en juzgar y compadecer el suicidio como un error. Porque con un buen abogado, con el precio de un par de años en la cárcel... Y, además, para todos resultaba desproporcionado y grotesco el final, que empezaban a olisquear, en relación al delito. Yo daba las gracias y movía la cabeza; después me paseaba entre el vestíbulo y la cocina, cargando bebidas o copas vacías. Trataba de imaginar, sin dato alguno, la opinión de la mujerzuela barata que visitaba a Julián todos los viernes o todos los lunes, días en que escasean los clientes. Me preguntaba sobre la verdad invisible, nunca exhibida, de sus relaciones. Me preguntaba cuál sería el juicio de ella, atribuyéndole una inteligencia imposible. Qué podría pensar ella, que sobrellevaba la circunstancia de ser prostituta todos los días, de Julián, que aceptó ser ladrón durante pocas semanas pero no pudo, como ella, soportar que los imbéciles que ocupan y forman el mundo, conocieran su falla. Pero no vino en toda la noche o por lo menos no distinguí una cara, una insolencia, un perfume, una humildad que pudieran serle atribuidos.... Juan Carlos Onetti foto: M Cascales cuento completo: /www.onetti.net/es/cuentos/la_cara_de_la_desgracia?page=0%2C0
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