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lunes, 16 de agosto de 2010

Fernando Savater; Criaturas del aire

Monólogo quinto
Habla DRACULA (*)
Nadie conoce como el vampiro la alegría de la noche. El día es un espejismo, una perturbación atmosférica: la noche es un complejo y rico estado de ánimo. Paladeo hasta el fondo, hasta el estremecido límite, el júbilo secreto de la noche. ¿Habéis pensado que en el día sólo se ven sombras, bultos que interceptan con su opacidad la luz; mientras que en la noche sólo se ven fulgores, destellos que desmienten la tiniebla? El objetivo del día es lo oscuro, lo opaco, mientras que la noche sólo sabe de resplandores. Pero sabe también que es la oscuridad lo que permite fijarse realmente en la luz y no en los bultos alumbrados por ella; lo mismo que yo sé que es la muerte perennemente padecida lo que faculta para dejarse fascinar plenamente por la vida. Para vivir algo más intenso, más refinado, más sabroso que el discreto sopor de temores y obligaciones llamado habitualmente vida, es imprescindible estar muerto y bien muerto. La muerte es el único interés de la vida, el único aliño que sazona su insipidez. Pero normalmente se nos procura con excesiva generosidad: los hombres viven tan obsesionados por la riqueza pavorosa de la muerte que apenas tienen tiempo para fijarse en la vida, lo mismo que el exceso de luz diurna les ciega para todo lo que no sean sombras y borrones. Pasan su tiempo lo matan, para ser exactos tratando de alejar de sí la muerte, previniéndola, combatiéndola o infligiéndola a los demás, viendo morir a los suyos, compadeciéndoles, envidiándoles, calculando el tiempo que les falta para quedarse del todo sin tiempo. No es raro que sólo imaginen verdadera vida después de la muerte, sea gozada personalmente en un más allá o sea disfrutada por bienaventuradas generaciones futuras. Pero como el cielo es increible y el futuro incierto, la vida aplazada no alcanza verosimilitud. Y, sin embargo, aciertan al menos en una cosa, en que para vivir hay que estar convenientemente muerto…
Tengo resuelto satisfactoriamente el problema que les aflige, como también a mí me afligió un día. He logrado que la vida sea mi único objetivo, mi única obsesión: a mí la vida me acecha y me colma como a ellos la muerte. Y no la vida laboriosa y pacificada del armónico futuro ni las arpas y nubes de insulsos paraísos dogmáticos: no, mi vida, mi maravillosa y plena vida, es la que prometen los pechos desnudos de las doncellas, la que vibra de riesgo y aventura, la que se afirma en el poder o en el terror, la que se cifra en la cálida sangre. Vida presente aquí y ahora; para siempre, sin límites. He tenido que pagar por ella, porque todo tiene un precio, pero no he sido defraudado en mi inversión. Estoy muerto, desde luego: ¿qué otro medio hay para gozar plenamente de la vida como algo positivo, no como un atropellado sueño que se nos escapa? Desde este lado de la muerte, la vida presenta toda su riqueza maravillosa, la sutileza desconcertante de sus experiencias, los prohibidos goces que el temor de la muerte hurta a los mortales. ¡Yo cabalgo el viento, soy señor de los lobos y de las tormentas, alimento con las mujeres más bellas pasiones que la luz del día ni siquiera puede soñar! Cierta noche, aquel inofensivo idiota al que alojé en mi castillo transilvano me vio descender cabeza abajo, como una monstruosa araña, por la inaccesible pared de mi torreón… Es el emblema de mi destino que más me agrada. Recuerdo con nostalgia y cierto fastidio mi viaje a la puritana Inglaterra: fueron aquellos absurdos personajes, el estúpido Jonathan Harker, el sombrío místico Van Helsing, las gazmoñas Lucy Westenra y Mina Murray, quienes crearon la fábula hiperbólica de mi maldad infernal. En Transilvania, un pueblo sabio y por tanto fatalista sabe que el mal es uno de los rostros inevitables de toda grandeza; pero los ingleses se pasman ante él como un escándalo e incluso una descortesía. Por lo visto esperaban que un Inmortal acatase discretamente los preceptos de la moral victoriana… ¡cuando ni siquiera los respetaban las figuras auténticamente nobles de esa época! Nunca entendieron en dónde residía mi peculiaridad: desde aquella brumosa jornada en que llegué al puerto de Whitby en mi barco tripulado por cadáveres, empezaron a inventarme una personalidad que tenía algo de Jack el Destripador y algo de Oscar Wilde, una suerte de Aleister Crowley fantasmal…
Sus códigos están bién para esa temerosa luz en la que se ven obligados a vivir los condenados a la muerte. Pero en mi tiniebla deslumbrante no hay lugar más que para la pasión. El día es ataúd, pero la noche trae el deseo y la aurora regalará sangre. Sólo yo, el muerto, el inmortal, podría contaros qué entrega deliciosa es la vida. Sólo yo, el rey de la noche.
Fernando Savater (gracias Patricia)

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