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martes, 18 de febrero de 2014

Theodore Sturgeon , Un platillo de soledad (fragmento )

Si está muerta, pensé, nunca la encontraré en esta blanca lluvia de luna en el mar blanco,
con la espuma lamiendo la pálida, pálida arena como un gran shampú. Casi siempre, los que se suicidan de una puñalada o un balazo en el corazón se descubren cuidadosamente el pecho; el mismo impulso extraño generalmente incita a los que se suicidan en el mar a ir desnudos.
Un poco más temprano, pensé, o un poco más tarde, habría sombras para las dunas y el ímpetu jadeante del oleaje. Ahora la única sombra real era la mía, una cosa diminuta a mis pies, pero tan negra como para alimentar la negrura de una sombra de dirigible.
Un poco más temprano, pensé, y habría podido verla caminar en la orilla plateada, buscando un lugar solitario para morir. Un poco más tarde y mis piernas se rebelarían contra este trote lento en la arena, la arena enloquecedora que no podía frenar y no quería ayudar a un hombre apurado.
Entonces las piernas se me aflojaron y caí de rodillas sollozando, no por ella, todavía no, sólo para respirar. Había tanta agitación a mi alrededor: viento, y espuma enmarañada, y colores sobre colores y matices de colores que no eran colores sino variaciones de blanco y plata. Si esa luz fuera sonido, sonaría como el mar en la arena, y si mis oídos fueran ojos, verían esa luz.
Me agazapé allí, jadeando en la turbulencia, y una ola me golpeó chata y veloz, subiendo y desparramándose como pétalos alrededor de mis rodillas, luego empapándome hasta la cintura con su burbujeo y su fragor. Me hundí los nudillos en los ojos para que se abrieran de nuevo. Tenía el mar en los labios con el gusto de las lágrimas y toda la noche blanca gritaba y lloraba.
Y allí estaba ella.
Sus hombros blancos eran una loma más alta en la espuma. Debió de notar mi presencia -tal vez grité- porque se volvió y me vio arrodillado allí. Se apoyó los puños en las sienes y torció la cara, y soltó un penetrante aullido de furia y desesperación, y después se lanzó al mar y se hundió.
Me quité los zapatos y corrí hacia las olas, gritando, persiguiéndola, manoteando ráfagas de blancura que se disolvían en sal y frialdad entre mis dedos. Pasé a su lado al zambullir- me, y su cuerpo me golpeó el flanco cuando una ola me azotó la cara y nos tumbó a los dos. Jadeé en el agua sólida, abrí los ojos bajo la superficie y vi una luna deforme, blanco verdosa, desplomándose mientras yo giraba. Después volví a sentir la succión de la arena bajo los pies y mi mano izquierda se enredó en el pelo de ella.
La ola la arrastró llevándosela, y por un momento se me escurrió de la mano como vapor de un silbato. En ese momento la di por muerta, pero al posarse en la arena forcejeó y se levantó penosamente.
Me pegó, un puñetazo húmedo en la oreja, y un dolor inmenso y agudo me punzó el cráneo. Tironeó, alejándose, mientras mi mano seguía atrapada en su pelo. No habría podido soltarla aunque hubiera querido. Giró hacia mí con la siguiente ola, me golpeó y me rasguñó, y nos adentramos más en el mar.
-¡No… no… no sé nadar! grité, y ella me rasguñó de nuevo.
-Déjame en paz -aulló.
Oh Dios, ¿por qué no puedes -dijeron sus uñas – dejarme -dijeron sus uñas – en paz? -dijo su puño pequeño y duro.
Entonces le tiré del pelo bajándole la cabeza hasta los hombros blancos; y con el canto de la mano libre le pegué dos veces en el cuello Flotó de nuevo, y la llevé a la costa.
La arrastré hasta donde una duna nos separaba de la lengua ancha y ruidosa del mar, y el viento se perdía allá arriba. Pero la luz era igualmente brillante. Le froté las muñecas y le acaricié la cara y le dije: “Ya está bien y “Vamos” y algunos nombres que yo usaba para un sueño que había tenido mucho, mucho antes que hubiera oído hablar de ella.
Aún yacía de espaldas y respiraba con rabia, arqueando los labios en una sonrisa que sus ojos tercamente cerrados convertían no en sonrisa sino en tortura. Hacía un buen rato que estaba bien y consciente y aún respiraba con rabia y mantenía los ojos cerrados.
-¿Por qué no pudiste dejarme en paz? -preguntó al fin. Abrió los ojos y me miró. Había en ella tanta desolación que no le quedaba lugar para el miedo. Volvió a cerrar los ojos y dijo:- Tú sabes quién soy.
-Lo sé -dije.
Rompió a llorar.
Esperé, y cuando ella cesó de llorar, había sombras entre las dunas. Un largo rato.
-Tú no sabes quién soy -dijo ella-. Nadie sabe quién soy.
-Estaba todo en los diarios -dije yo.
-¡Eso! -Abrió los ojos despacio, y su mirada recorrió mi cara, mis hombros, se detuvo en mi boca, me tocó los ojos un segundo. Torció los labios y miró hacia otro lado.- Nadie sabe quién soy.
Esperé a que se moviera o hablara, y al fin dije:
-Cuéntame.
-¿Quién eres tú? -preguntó ella, aún mirando hacia otro lado.
-Alguien que…
-¿Y bien?
-Ahora no -dije-. Más tarde, tal vez.
Se irguió de repente y trató de cubrirse.
-¿Dónde están mis ropas?
-No las vi.
-Oh dijo ella-. Ya recuerdo. Las tiré y les eché arena, para que una duna viniera a taparías, a esconderlas como si nunca hubieran estado… odio la arena. Quería ahogarme en la arena, pero no me dejó… ¡No debes mirarme! ~ ¡No aguanto que me mires! -Sacudió la cabeza de un lado a otro, buscando.- ¡No puedo quedarme así! ¿Qué puedo hacer? ¿Adónde puedo ir?
-Aquí -dije.
Dejó que la ayudara a levantarse y luego arrancó la mano, se apartó de mí.
-No me toques. No te acerques.
-Aquí -repetí, y caminé cuesta abajo hacia donde la duna se curvaba en el claro de luna, bajaba en el viento y ya no era duna sino playa. Aquí. Señalé detrás de la duna.
Por último me entendió. Atisbó por encima de la duna cuando le llegó al pecho, y de nuevo cuando le llegó a la rodilla.
-¿Allí atrás?
Asentí.
-Tan oscuro… Cruzó la duna baja internándose en la dolorosa negrura de esas sombras lunares. Avanzó con cautela tanteando delicadamente con los pies, hasta la parte más alta de la duna. Se hundió en la negrura y desapareció. Me senté en la arena a la luz.
-Quédate lejos de mí escupió.
Me levanté y retrocedí.
-No te vayas -jadeó, invisible en las sombras. Esperé, luego vi surgir su mano de las sombras nítidas. Allí -dijo, allí. En la oscuridad. No seas más que una… Quédate lejos de ml ahora… No seas más que una voz.
Hice lo que me pedía, y me senté en las sombras a dos metros de ella.
Me contó todo. No como estaba en los diarios.

Theodore Sturgeon

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