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miércoles, 5 de febrero de 2014

Allen Tate, los lobos

Hay lobos esperando en el cuarto contiguo
con las cabezas bajas, tensos, olfateando
nada en la oscuridad; entre ellos y yo
una puerta blanca con retazos de luz del salón
donde se diría que nunca (tan sosegada es la casa)
ha caminado un hombre de la puerta de calla a la escalera.
Todo ha sido eternamente. Las bestias rasguñan el piso.
He cavilado sobre ángeles y demonios
pero nunca un hombre ha estado en un cuarto
vecino a otro atestado de lobos, y por el honor del hombre
afirmo que yo nunca antes lo había experimentado.
Mientras buscaba la estrella vespertina en una fría ventana
y silbaba cuando Arturo derramaba su luz,
oí reñir a los lobos, y dije: Entonces esto
es el hombre; entonces -qué mejor conclusión hay-
el día no seguirá a la noche, y el corazón
del hombre tiene poca dignidad, pero menos paciencia
que un lobo, y un sentido más embotado
que no le permite oler su propia mortalidad. (Ésta y otras
meditaciones serán apropiadas para otros tiempos
después que el silencio del perro aúlle su epitafio.)
Ahora recuerda el valor, ve a la puerta,
ábrela y mira si enroscada en la cama
o temblando junto a la pared, una bestia salvaje
quizá con cabello dorado, con ojos oscuros,
como una araña barbada en un piso bañado de sol
gruñe  -y el hombre nunca puede estar solo.


Allen Tate

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