—Quiero
enseñarle algo —dijo el doctor Labyrinth. Del bolsillo de su chaqueta
extrajo
gravemente una caja de cerillas, que sujetó con firmeza sin apartar la vista de ella—. Va a contemplar algo trascendental para la ciencia moderna. El mundo temblará de arriba abajo.
gravemente una caja de cerillas, que sujetó con firmeza sin apartar la vista de ella—. Va a contemplar algo trascendental para la ciencia moderna. El mundo temblará de arriba abajo.
—Déjeme ver —dije.
Era
tarde, pasadas las doce de la noche. La lluvia caía sobre las calles
desiertas. Observé al doctor Labyrinth mientras abría la caja con el
pulgar. Me acerqué a ver.
La caja estaba vacía, a excepción de un botón de latón, una brizna de hierba seca y lo que parecía una migaja de pan.
—Hace mucho tiempo que se inventaron los botones —dije—. No veo nada especial.
Alargué la mano para coger el botón, pero Labyrinth puso la caja fuera de mi alcance con expresión de furia.
—Esto no es un botón —dijo, y luego prosiguió —: ¡Siga, siga! —acarició el botón con un dedo—. ¡Siga!
—Labyrinth, permita que me explique. Viene usted a mi casa en plena noche, me enseña un botón dentro de una caja de cerillas y…
Labyrinth
se hundió en el sofá como si hubiera sufrido una gran decepción. Cerró
la caja y la devolvió con resignación al interior de su bolsillo.
—Es inútil intentarlo —suspiró—. He fracasado. El botón no funciona. No queda ninguna esperanza.
—¿Qué tiene de raro? ¿Esperaba otra cosa?
—Tráigame algo —Labyrinth paseó una mirada desconsolada por la habitación—. Tráigame… tráigame vino.
—Muy
bien, doctor, pero ya conoce los efectos del vino. —Fui a la cocina y
llené dos vasos con jerez. Volví y le ofrecí uno. Estuvimos bebiendo un
rato—. Explíqueme algo más.
El
doctor posó el vaso sobre la mesa y asintió. Cruzó las piernas y sacó
la pipa. Después de encenderla abrió de nuevo la caja para examinar su
contenido. Suspiró y la cerró.
—No
tiene objeto —dijo—. El Animador nunca funcionará, porque el Principio
falla por su base. Me refiero al Principio de la Irritación Suficiente,
por supuesto.
—¿Y qué es eso?
—Le
diré cómo lo descubrí. Un día estaba sentado en la playa sobre una
roca. Había sol y el calor era sofocante. Sudaba a mares y me sentía muy
incómodo. De pronto, un guijarro saltó y se alejó reptando. El calor
del sol le había puesto de mal humor.
—¿De veras? ¿Un guijarro?
—En
ese instante comprendí el Principio de Irritación Suficiente: era el
origen de la vida. Hace eones, en un pasado remotísimo, algo irritó de
tal manera a un fragmento de materia inanimada que, impulsado por la
indignación, ésta empezó a moverse. Asumí que la gran tarea de mi vida
sería descubrir el perfecto irritante, capaz de hacer cobrar vida a la
materia inanimada, para incorporarlo a una máquina manejable. La
máquina, que se encuentra en el asiento posterior de mi coche, recibe el
nombre de Animador. Pero no funciona.
Estuvimos callados durante unos minutos. Mi ojos empezaban a cerrarse.
—Oiga, doctor, creo que ya es hora de…
—Tienes razón —dijo el doctor Labyrinth, poniéndose en pie—, ya es hora de que me marche, y eso es lo que voy a hacer.
Se encaminó hacia la puerta, donde le alcancé.
—No abandone la esperanza —le aconsejé—. Quizá funcione otro día… la máquina.
—¿La máquina? —frunció el ceño—. Ah, el Animador. Bueno, se la vendo por cinco dólares.
Di un respingo. Lo vi tan afligido que no me atrevía reír.
—¿Por cuánto?
—Se
la traeré. Espere aquí —salió, bajó los escalones y llenó a la acera.
Oí cómo abría la puerta del coche. y luego una serie de murmullos y
gruñidos.
—Espere —dije, siguiendo sus pasos.
Luchaba
con denuedo para sacar una voluminosa caja cuadrada del coche. La
sostuve por un lado y la arrastramos hacia mi casa; la depositamos sobre
la mesa del comedor.
—Así que esto es el Animador —dije—. Parece una parrilla para asar.
—Lo es, o lo era. El Animador arroja un chorro de calor a modo de irritante. De todas formas, he terminado con él.
—Muy bien —saqué el billetero—. Si quiere venderla, seré yo quien la compre.
Le
di el dinero y se lo guardó. Me enseñó por dónde introducir la materia
inanimada. cómo ajustar los cuadrantes y los medidores, y después, sin
más palabras, se puso el sombrero y se marchó.
Me quedé solo con mi nuevo Animador. Mientras lo contemplaba, mi mujer bajó en bata de la alcoba.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. Mira, tienes los zapatos empapados. ¿Has salido a la calle?
—Algo así. Mira esto. Me ha costado cinco dólares. Sirve para reanimar cosas.
Joan no apartaba la vista de mis zapatos.
—Es la una de la mañana. Pon los zapatos en ese horno y ven a la cama.
—Pero ¿no te das cuenta…?
—Pon los zapatos en el horno —Joan se dirigió escalera arriba—. ¿No me has oído?
—Sí, querida —dije.
Volvió
cuando estaba desayunando, sentado de mal humor ante el plato de huevos
fritos con bacon, ya frío. El timbre empezó a sonar incesantemente.
—¿Quién será? —preguntó Joan.
Se levantó y fue a abrir la puerta.
—¡Animador! —exclamé.
Tenía la cara pálida y grandes ojeras.
—Aquí están sus cinco dólares —dijo—. Devuélvame mi Animador.
—De acuerdo, doctor —asentí, estupefacto—. Entre y se lo daré.
Mientras
iba a por el Animador, el doctor se quedó de pie, dando muestras de
nerviosismo. Cogí el Animador, que todavía estaba caliente, y se lo
llevé.
—Póngalo ahí —ordenó—. Quiero asegurarme de que no lo ha dañado.
Lo deposité sobre la mesa y el doctor lo examinó con cariño y meticulosidad. Abrió la puertecilla y miró en el interior.
—Hay un zapato ahí dentro —indicó.
—Pues deberían haber dos —dije, recordando los acontecimientos de la noche—. Dios mío, puse ambos zapatos.
—¿Los dos? Ahora sólo hay uno.
Joan salió de la cocina.
—Hola, doctor. ¿Qué le trae tan pronto por aquí?
Labyrinth y yo intercambiamos una mirada.
—¿Sólo uno? —repetí.
Me
agaché para comprobarlo. En efecto, había un único zapato manchado de
barro, seco después de pasar la noche en el Animador de Labyrinth. Un
zapato… sólo que yo había puesto los dos. ¿Dónde estaría el otro?
Me
volví, pero la expresión de Joan me hizo olvidar lo que iba a decir.
Miraba al suelo con la boca abierta y los ojos dilatados de horror.
Algo
pequeño, de color marrón, se desplazaba hacia el sofá. Se deslizó bajo
él y desapareció. Lo había visto prácticamente de refilón, apenas un
segundo, pero sabía lo que era.
—Dios mío —murmuró Labyrinth—. Tome los cinco dólares —puso el billete en mi mano—. ¡Ahora sí quiero que me lo devuelva!
—Tranquilo —dije— écheme una mano. Hemos de coger esa maldita cosa antes de que salga a la calle.
Labyrinth se precipitó a cerrar la puerta de la sala de estar.
—Está debajo del sofá —se agachó y escudriñó la zona—. Creo que ya lo veo. ¿Tiene un palo o algo por el estilo?
—Yo me voy —dijo Joan—. No quiero tener nada que ver con esto.
—No
te puedes ir —la advertí. Saqué una guía de la cortina de la ventana—.
Usaremos esto. Lo obligaremos a salir, pero tiene que ayudarme a cogerlo
—le dije a Labyrinth—. Si no actuamos con rapidez, nunca lo volveremos a
ver.
Azuzé
al zapato con la punta de la guía. El zapato retrocedió hacia la pared,
como un animal salvaje acosado, encogido y silencioso. Me produjo
escalofríos.
—¿Qué haremos? —murmuré—. ¿Cómo demonios lo atraparemos?
—Podríamos encerrarlo en un cajón del escritorio —apuntó Joan—. Sacaré los papeles.
—¡Allá va!
Labyrinth
se levantó de un brinco. El zapato había salido de debajo del sofá y
correteaba hacia la butaca. Antes de que pudiera agazaparse, Labyrinth
agarró uno de los cordones. El zapato tiró y se debatió para liberarse
de la presa, pero el doctor no cedió ni un milímetro.
Llevamos el zapato al escritorio y cerramos el cajón. Exhalamos un suspiro de alivio.
—Ya
está —dijo Labyrinth con una sonrisa estúpida—. ¿No se dan cuenta de lo
que esto significa? ¡Lo conseguimos, lo conseguimos de veras! El
Animador funciona. Me pregunto por qué no funcionó con el botón.
—El botón era de latón —dije—, y el zapato de piel de animal encolada. Elementos naturales. Y estaba mojado.
—En ese escritorio —señaló Labyrinth —se halla algo trascendental para la ciencia moderna.
—El
mundo temblará de arriba abajo —terminé—, lo sé. Bien, es todo suyo
—cogí la mano de Joan—. Puede llevarse el zapato también, junto con su
Animador.
—Perfecto
—aceptó Labyrinth—. Vigílenlo y no lo dejen escapar —fue hacia la
puerta—. Voy a buscar la gente adecuada, hombres que…
—¿No se lo lleva? —preguntó Joan, nerviosa.
—Deben
vigilarlo —repitió Labyrinth desde la puerta—. Es una prueba, la prueba
de que el Animador funciona: el Principio de la Irritación Suficiente
—bajó corriendo los escalones.
—Bueno, y ahora ¿qué? —preguntó Joan—. ¿Vamos a quedarnos aquí a vigilarlo?
—He de ir a trabajar —consulté mi reloj.
—Bueno, pues yo no voy a vigilarlo. Si te vas, me iré contigo. No me quedaré.
—Está a buen recaudo; no pasará nada aunque nos vayamos un rato.
—Visitaré a mi familia. Nos encontraremos en el centro esta noche y volveremos juntos.
—¿Tanto miedo te da?
—No me gusta. Hay algo siniestro en todo esto.
—Sólo es un zapato viejo.
—No me hagas reír; nunca hubo un zapato como éste.
Nos
encontramos después de salir del trabajo, tal como habíamos quedado, y
fuimos a cenar. Volvimos a casa en coche y lo aparqué en nuestro camino
particular. Subimos por el sendero sin ninguna prisa.
—¿De veras quieres entrar? —preguntó Joan en el porche—. ¿No preferirías ir al cine?
—Hemos
de entrar. Estoy ansioso por saber qué ha pasado. Me pregunto en qué se
habrá convertido —metí la llave en la cerradura y abrí la puerta de un
empujón.
Algo pasó corriendo por mi lado y desapareció entre los arbustos.
—¿Qué era eso? —susurró Joan despavorida.
—Adivínalo.
—Me planté en dos zancadas frente al escritorio. El cajón, por
supuesto, estaba abierto. El zapato lo había forzado desde dentro—.
Bueno, ya no hay remedio. ¿Qué le diremos al doctor?
—Quizá lo puedas coger otra vez. —Joan cerró la puerta—. o animar otro. Prueba con el otro zapato, el que se ha perdido.
—No daría resultado. La creación es caprichosa. Algunas cosas no responden. Claro que tal vez…
Sonó el teléfono. Nos miramos. Había algo misterioso en el sonido.
—Es él —dije antes de alzar el auricular.
—Soy
Labyrinth —tronó la voz familiar—. Iré mañana temprano. Traeré más
gente. Conseguiremos fotógrafos y un buen artículo en la prensa.
Jenkins, del laboratorio…
—Escuche, doctor… —empecé.
—Hablaremos más tarde, tengo mil cosas que hacer. Nos veremos mañana por la mañana —colgó.
—¿Era el doctor? —preguntó Joan.
Contemplé el vacío cajón del escritorio.
—Lo era. Era él, sí —fui hacia el ropero y me quité la chaqueta.
De
repente me asaltó una extraña sensación. Me giré en redondo. Algo me
espiaba, pero ¿qué? No vi nada. Sin embargo, me ponía la piel de
gallina.
—¿Qué diablos…? —me encogí de hombros y colgué la chaqueta.
Cuando volvía a la sala de estar, por el rabillo del ojo me pareció ver algo que se movía.
—Maldita sea… —murmuré.
—¿Qué pasa?
—Nada, nada en absoluto —miré a mi alrededor sin distinguir nada en especial.
La librería, las alfombras, los cuadros de las paredes, todo seguía en su sitio. Pero algo se había movido.
Entré
en la sala. El Animador estaba sobre la mesa. Al pasar junto a él,
percibí un débil flujo de calor. El Animador aún funcionaba. ¡La
puertecilla estaba abierta! Bajé el conmutador de un manotazo y la luz
indicadora se apagó. ¿Lo habíamos dejado en funcionamiento todo el día?
Traté de recordar, pero no pude asegurarlo.
—Hemos de encontrar el zapato antes de que anochezca —dije.
Buscamos,
sin resultado alguno. Los dos exploramos cada pulgada del patio,
examinamos cada arbusto, registramos el seto, pero la suerte no nos
sonrió.
Cuando
oscureció, encendimos la luz del porche y continuamos nuestra labor
investigadora. Por fin abandonamos. Me senté en los escalones del
porche.
—No
tiene sentido. Hay miles de sitios donde puede esconderse. Mientras
miramos en uno, puede escurrirse a otro. Estamos vencidos de antemano, y
hemos de enfrentarnos a la realidad.
—Quizá sea mejor así —suspiró Joan.
—Esta noche dejaremos abierta la puerta principal. Es posible que regrese.
La
dejamos abierta, pero a la mañana siguiente la casa seguía vacía y
silenciosa. En seguida comprendí que el zapato no había vuelto. Paseé
sin rumbo, buscando algún indicio. Descubrí cáscaras de huevo rotas en
el cubo de la basura que había en la cocina. El zapato había entrado por
la noche, pero se había marchado después de aprovisionarse.
Cerré la puerta principal. Joan y yo nos miramos en silencio.
—El
doctor llegará de un momento a otro —dije—. Será mejor que llame al
despacho para avisar de que iré más tarde de lo habitual.
Joan tocó el Animador.
—Así que esto es el causante. Me pregunto si lo volverá a repetir.
Salimos afuera y vigilamos durante un rato. Nada agitó los arbustos.
—Qué le vamos a hacer. Ahí viene un coche.
Un
Plymouth oscuro se detuvo frente a nuestra puerta. Dos hombres de edad
avanzada bajaron y subieron por el sendero, mirándonos con curiosidad.
—¿Dónde está Rupert? —preguntó uno.
—¿Quién? ¿Se refiere al doctor Labyrinth? Creo que llegará de un momento a otro.
—¿Está ahí dentro el invento? Soy Portee, de la universidad. ¿Puedo echar una ojeada?
—Será mejor que espere —dije, inseguro—. El doctor no tardará.
Otros dos coches aparcaron detrás del primero. Bajaron más ancianos que subieron por el sendero sin dejar de charlar y murmurar.
—¿Dónde está el Animador? —preguntó uno, un tipo extravagante con patillas muy pobladas—. Joven, haga el favor de enseñárnoslo.
—Está dentro. Si quiere ver el Animador, entre.
Todos
se precipitaron al interior. Joan y yo les seguimos. Se detuvieron ante
la mesa, examinaron la caja cuadrada y hablaron con gran excitación.
—¡Justo lo que sospechaba! —exclamó Porter—. El Principio de la Irritación Suficiente pasará a la historia…
—Tonterías —le contradijo otro—. Es absurdo. Quiero ver ese sombrero, zapato, o lo que sea.
—Ya lo verá —dijo Porter—. Rupert sabe lo que hace, no lo olvide.
Se
enfrascaron en una agria controversia, salpicada de citas, fechas y
autoridades. Llegaron más coches, algunos cargados de periodistas.
—Oh, Dios mío —gemí—. Acabarán con él.
—Bueno, bastará con que les cuente lo sucedido —dijo Joan—. Lo de la fuga.
—Lo haremos nosotros, no él. Lo diremos públicamente.
—No quiero mezclarme en esto. Nunca me gustó ese par. ¿No te acuerdas de que te aconsejé los de color rojo oscuro?
Preferí
no escucharla. Un montón de ancianos se había congregado en el patio.
Hablaban y discutían. De repente distinguí el diminuto Ford azul de
Labyrinth, y el corazón me dio un vuelco. Había venido, estaba aquí, y
dentro de un momento deberíamos decirle la verdad.
—No me atrevo a explicárselo —le dije a Joan—. Vamos adentro.
Al
ver al doctor Labyrinth, todos los científicos se abalanzaron sobre él y
le rodearon. Joan y yo nos miramos. La casa estaba desierta, a
excepción de nosotros dos. Cerré la puerta principal. El ruido de la
conversación se colaba a través de las ventanas; Labyrinth desarrollaba
el Principio de la Irritación Suficiente. En cualquier momento entraría
en la casa y pediría el zapato.
—Bueno, fue culpa suya por marcharse —dijo Joan, y se puso a hojear una revista.
El
doctor Labyrinth me hizo señas desde el jardín. Una amplia sonrisa se
dibujaba en su rostro. Le devolví el saludo desmayadamente. Luego me
senté al lado de Joan.
Pasó
el tiempo. Bajé la vista al suelo. ¿Qué podía hacer? Sólo esperar,
esperar a que el doctor Labyrinth entrara en casa con aires de
triunfador, rodeado de científicos, sabios, periodistas, historiadores, y
solicitara la prueba de su teoría, el zapato. Toda la vida de Labyrinth
descansaba en mi viejo zapato, la prueba de su Principio, del Animador,
de todo. ¡Y el maldito zapato se había largado!
—Ya falta menos —dije.
Esperamos en silencio. Al poco noté algo peculiar. El rumor de voces se había desvanecido. Escuché, pero no oí nada.
—¿Por qué no entrarán? —pregunté en voz alta.
El silencio continuó. ¿Qué pasaba? Me levanté y fui a la puerta. La abrí y me asomé.
—¿Qué ocurre? —preguntó Joan—. ¿Me lo puedes explicar?
—No,
no entiendo nada. —Todos estaban de pie, en silencio, mirando algo en
el suelo. Me quedé asombrado. No tenía sentido—. ¿Qué pasa?
—Vamos a ver —se decidió Joan.
Ambos bajamos los escalones lentamente. Nos abrimos paso entre el grupo reunido y avanzamos.
—Santo Dios —murmuré—. Santo Dios.
Una
extraña y breve procesión cruzaba la hierba del jardín. Dos zapatos: mi
viejo zapato marrón y, justo delante de él, otro zapato, una zapatilla
blanca y diminuta de tacón alto. La examiné con detenimiento. Me
resultaba muy familiar.
—¡Es mía! —gritó Joan. Todos volvieron la vista hacia ella—. ¡Es mía! Mis zapatos de excursión…
—Ya no —dijo Labyrinth. Estaba pálido de emoción—. Se halla fuera de nuestro alcance para siempre.
—Sorprendente —comentó uno de los sabios—. Mírenlas. Observen a la hembra. Observen lo que hace.
El
zapatito blanco se mantenía prudentemente apartado de mi viejo zapato
marrón, a unos centímetros de distancia, y le guiaba casi con timidez.
Cuando mi zapato se aproximaba más de la cuenta, se alejaba describiendo
un semicírculo. Los dos zapatos se detuvieron un momento y se miraron.
Entonces, sin previo aviso, mi zapato empezó a saltar, primero sobre el
talón y después sobre la punta. Bailó alrededor de la zapatilla con gran
dignidad y solemnidad hasta volver al punto de partida.
El
zapatito blanco saltó una sola vez y se apartó poco a poco, vacilante, y
permitió que mi zapato marrón casi la alcanzara, para mantener de nuevo
las distancias.
—Esto
implica un desarrollado sentido de las normas —dijo un anciano
caballero—, tal vez, incluso, un inconsciente racial. Los zapatos
observan un rígido modelo de ritual, probablemente en desuso desde hace
siglos…
—Labyrinth, ¿qué significa esto? —preguntó Porter—. Explíquenoslo.
—De
modo que esto es lo que sucedió —murmuré—. Mientras estábamos fuera, el
zapato salió de su prisión y usó el Animador en la zapatilla. Ya sabía
yo que algo me observaba anoche. La zapatilla aún no había salido de
casa.
—Por eso el Animador estaba conectado —dijo Joan—. No se me ocurrió.
Los
dos zapatos habían llegado casi al seto. La zapatilla esquivaba apenas
los cordones del zapato marrón. Labyrinth se dirigió hacia ellos.
—Como
pueden ver, caballeros, no exageré. Éste es un gran momento para la
ciencia, la creación de una nueva raza. Quizá cuando la humanidad y la
sociedad se autodestruyan, esta nueva forma de vida…
Se
agachó para coger los zapatos, pero en ese instante la zapatilla
desapareció en el seto y se refugió en la oscuridad del follaje. El
zapato marrón la siguió de un brinco. Hubo un susurro de hojas y después
silencio.
—Me voy adentro —dijo Joan.
—Caballeros —declaró el sonrojado Labyrinth—, esto es increíble.
Estamos siendo testigos de uno de los más profundos y trascendentales acontecimientos de la ciencia.
—Bueno…, casi testigos —dije yo.
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