Me gustan las mujeres musicales todas
aún las morochas de estuche.
Me atraen las trigueñas que tienen oído
y solfean como moscas.
Ah viajar en tren con las de permanente
o las de ruleros
alumnas de flauta o de quena
besarlas a cuenta del soplido
ir por el cultivo natural de sus bocas
al vacío.
No hay como las más bonitas de piernas
las mulatas peripatéticas y dulces
como el oboe negro.
Ebano es lo justo
para describir aquello que de no ser piel
sería una media de madera africana.
Las pelirrojas son ácidas si llevan alma
y las pérgolas son perfectas para desvariarlas
rojas como sioux o como el ojo del águila.
Nada como las delgadas nocturnas
pequeñas musulmanas veladas por el chador
de pechos que parecen ceniceros.
Ah las que comen pepinos escuchando a Brahms
y van del violín a la uva y de las cremas al vapor:
cuartetos para el fin de los tiempos.
Amo a aquellas que fuman y tocan el piano
humildes como pastelitos leyendo a Boris Vian
subiendo escaleras y abriendo
la parte rosa del piano.
¿Tocan algo las mujeres que nos priva
de instrumentos y silencio?
¿No estacionan bien sus autos
porque solfean demasiado en la noche del tímpano?
¿El tamaño de sus corpiños
habla de la diferencia entre Arjona y Pallestrina?
Divinas las que pitan imitando a los trenes.
Divinas las que venden su cuerpo para llevarse
un trombón.
Divinas las que llevan el violín a sus mentones
las que lloran como melódicas de plástico.
Prefiero a las muy jóvenes con pómulos
las que creen que Dios existe una hora antes.
Me agradan las japonesas aunque tailandesas
que no se les parecen. Llevarlas a la boca
como ciruelas rojas y tensas con el cabito oblicuo
de sus ojos.
Una vez llamé a una china por su nombre y vino.
Todos hemos venidos al mundo por una mentira similar.
Alberto Muñoz
foto Alain Daussin
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