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lunes, 20 de diciembre de 2010

Luis Gruss, vivir en la luna

Las sacerdotisas romanas eran hermosas porque se bañaban desnudas bajo la luna creciente. Johannes Kepler, el astrónomo de los sueños y las fugas, sostenía que la vida en nuestro satélite natural es más fértil que en la tierra. Y pensaba que si bien allí todo es de menor tamaño, al mismo tiempo resulta mucho más equilibrado. Hasta el cineasta Fritz Lang imaginó en 1929 a una mujer que camina sin miedo ni escafandra por una luna dulce y tierna. Por qué negarnos, entonces, a vivir allí. Durante años creímos que el escapismo es un vicio de diletantes, drogadictos y hombres sin fe. Fuimos educados en una conciencia extrema de lo real. Debíamos leer cinco diarios por día, escuchar la radio como posesos, hablar solamente de las cosas que se pueden tocar ­cuando muchas veces resulta más placentero tocarlas directamente y sin hablar- y no dilapidar nuestro precioso tiempo en inventar raras burbujas nuevas en el desierto de los ruidos. Pero ahora que la historia terminó, ahora que el mundo se ha transformado en un pequeño y maravilloso infierno, la idea de vivir en la luna puede ser la salvación que estábamos buscando. Derivar sin prisa por el mar de la tranquilidad, beber agua pura de los volcanes azules o hacer el amor a cualquier hora --aprovechando la complicidad del lado oscuro-- son sólo algunas de las actividades posibles. Allá no hay penas ni puñales. No hay órdenes que cumplir ni preguntas que contestar. Y encima no es preciso llevar nada. Corazón, deseo, alegría y besos es todo lo que hace falta en la luna para vivir.
Luis Gruss 

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