Acabo de ver, reflejada en los espejos de un palco, a una mujer que se llama Safo. Está tan pálida como la nieve, como la muerte o como el rostro blanco de las leprosas. Y como se pinta para disimular su palidez, parece el cadáver de una mujer asesinada que lleve en las mejillas un poco de su propia sangre. Sus ojos son como cuevas que se hunden para escapar de la luz del día, lejos de unos áridos párpados que ya ni sombra le proporcionan. Sus largos bucles se le caen a puñados, como las hojas del bosque en precoces tempestades. Todos los días se arranca una nueva cana y estos hilos de seda pálida pronto serán tan numerosos como para tejerle una mortaja. Llora su juventud, como si fuera una mujer que la hubiese traicionado. Llora su infancia, como si se tratara de una niña que hubiera muerto. Está muy flaca: cuando se baña, se da la vuelta para no ver sus senos tristes en el espejo. Va errante de ciudad en ciudad, con tres grandes maletas llenas de perlas falsas y de restos de pájaros. Es acróbata, como en otros tiempos fue poetisa, pues la índole especial de sus pulmones le obliga a escoger un oficio que pueda ejercerse entre la tierra y el cielo. Todas las noches, entregada a las fieras del Circo que la devoran con los ojos, mantiene sus promesas de estrella en un espacio repleto de poleas y mástiles. Su cuerpo pegado a la pared, cortada en menudos trocitos por las letras luminosas, forma parte de ese grupo de fantasmas de moda que planean por las ciudades grises.
Marguerite Yourcenar
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