Unos meses después. El mismo hotel, la misma habitación. Nos asomamos al patio donde están aparcadas las bicicletas, y ahí arriba, bajo el ático, está el cuartito en que un joven sabiondo tenía puesto el fonógrafo todo el santo día y repetía frases agudas a pleno pulmón. Hablo en plural, pero me estoy anticipando, porque Mona ha estado mucho tiempo ausente y es hoy precisamente cuando voy a ir a esperarla a la Gare St. Lazare. Al anochecer me encuentro allí con la cara metida entre los barrotes, pero Mona no aparece, y leo una y mil veces el telegrama, pero no sirve de nada. Vuelvo al Quartier y, como si no hubiera pasado nada, me doy una comilona. Un poco después, paseando por el Dôme, veo de repente una cara pálida y triste y unos ojos ardientes... y el trajecito de terciopelo que siempre he adorado, porque bajo el suave terciopelo siempre estaban sus cálidos senos, las piernas marmóreas, frescas, firmes, musculosas. Se levanta de entre un mar de caras y me abraza, me abraza apasionadamente: mil ojos, narices, dedos, piernas, botellas, ventanas, monederos, platos nos miran airados y nosotros abrazados y olvidados del mundo... Me siento a su lado, y ella habla: un diluvio de palabras. Comentarios desordenados y febriles de histeria, perversión, lepra. No escucho ni una palabra, porque es bella y la amo y ahora me siento feliz y dispuesto a morir.
Henry Miller,
Lindo el fragmento, como tus piernas.. inquietas?
ResponderEliminarMartín