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martes, 30 de octubre de 2012
sábado, 20 de octubre de 2012
Alejandro Dolina, carreras secretas
La
teoría según la cual todos los objetos del universo se influyen
mutuamente, aun más allá de la causalidad y el silogismo, ha sido
sostenida por muchas civilizaciones.
Se
sabe que la visión de un meteorito asegura el cumplimiento de un
anhelo. La incompetencia de los emperadores chinos produce terremotos.
El futuro imprime advertencias en las entrañas de las aves.
La adecuada pronunciación de una palabra puede destruir el mundo.
Yo,
desde chico, he participado —sin admitirlo— de estas convicciones. Con
toda frecuencia, me imponía sencillas maniobras y preveía unas módicas
sanciones para el caso de su incumplimiento. Antes de acostarme, cerraba
las puertas de los roperos, sabiendo que si no lo hacía debería
soportar pesadillas. Bajaba de la cama con el pie derecho. Evitaba pisar
baldosas celestes. Al interrumpir la lectura, cuidaba de hacerlo en una
palabra terminada en ese.
Los
castigos que imaginaba eran al principio leves. Pero después empecé a
jugar fuerte. Si me cortaba las uñas por las noches, mi madre moriría;
si hablaba con un japonés, quedaría mudo; si no alcanzaba a tocar las
ramas de algunos árboles, dejaría de caminar para siempre.
Este
repertorio legislativo fue creciendo con el tiempo y al llegar mi
adolescencia, mi vida transcurría en medio de una intrincada red de
obligaciones y prohibiciones, a menudo contradictorias.
Todo se hizo más simple —más dramático— cuando descubrí las carreras secretas.
Describiré
sus reglas. Se trata de elegir en la calle a una persona de caminar
ágil y proponerse alcanzarla antes de llegar a un punto establecido.
Está rigurosamente prohibido correr.
Antes
del comienzo de cada justa, se deciden las recompensas y penalidades:
si llego a la esquina antes que el pelado, aprobaré el examen de
lingüística.
Durante
largos años, competí sin perder jamás. Me asistía una ventaja decisiva:
mis adversarios no estaban enterados de su participación y por lo
tanto, casi no oponían resistencia. Obtuve premios fabulosos. En
Constitución, me aseguré de vivir más de noventa años. En la calle
Solís, garanticé la prosperidad de mis familiares y amigos. En el
subterráneo de Palermo, por escaso margen, logré que Dios existiera.
Tantas
victorias me volvieron imprudente. Cada vez elegía rivales más
difíciles de alcanzar. Cada vez los castigos que me prometía eran más
horrorosos.
Una
tarde, al bajar del tren en Retiro, puse mis ojos en un marinero que
marchaba unos veinte pasos delante de mí. Me hice el propósito de
alcanzarlo antes de la puerta del andén.
Con
el coraje y la generosidad que suelen ser hijos del aburrimiento,
resolví jugármelo todo. Una vida feliz, si ganaba. Una existencia
mezquina, si perdía. Y como una compadreada final, me vacié los
bolsillos: aposté el amor de la mujer deseada.
Apuré
la marcha. Poco a poco fui acortando las ventajas que el joven me
llevaba. Las dificultades comenzaron pronto: un familión me cerró el
camino y perdí segundos preciosos. Al borde del ridículo, ensayé el más
veloz de los pasos gimnásticos. El infierno me envió unos changadores en
sentido contrario. Después tuve que eludir a unas colegialas que se
divertían empujándose. La carrera estaba difícil, tuve miedo.
Ya cerca de la meta, conseguí ponerme a la par del marinero.
Lo
miré y descubrí algo escalofriante: él también competía. Y no estaba
dispuesto a dejarse vencer. Había en sus ojos un desafío y una
determinación que me llenaron de espanto.
En
los últimos metros, perdimos toda compostura. Pedíamos permiso a los
gritos, y sin el menor pudor, empujábamos a cualquiera. Pensé en la
mujer que amaba y estuve al borde del sollozo. En el último instante,
cuando ya parecía perdido, una reserva misteriosa de fortaleza y valor
me permitió cruzar la puerta con lo que yo creí una ínfima ventaja.
Sentí
alivio y felicidad. Pensé que aquella misma noche mis sueños amorosos
empezarían a cumplirse. No pude reprimir un ademán de victoria. Alcé los
brazos y miré al cielo. Después, como en un gesto de cortesía, busqué
al marinero. Lo que vi me llenó de perplejidad. También él festejaba con
unos saltitos ridículos. Por un instante nos miramos y hubo entre
nosotros un no expresado litigio.
Era evidente que aquel hombre creía haberme ganado. Sin embargo, yo estaba seguro de haberle sacado, al menos, una baldosa.
Entonces
dudé. ¿Había calculado bien? ¿Cuál sería el procedimiento legal en esos
casos? Desde luego, no me atreví a consultarlo con el marinero. Me
alejé confundido y pensé que pronto conocería el veredicto. Una vida
dichosa, un amor correspondido, darían fe de mi triunfo. La suerte
aciaga, el rechazo terco, me harían comprender la derrota.
Pasaron los años y nunca supe si en verdad gané aquella carrera. Muchas veces fui afortunado, muchas otras conocí la desdicha.
La mujer de mis sueños me aceptó y rechazó sucesivamente.
Todas
las noches pienso en buscar a aquel marinero y preguntarle cómo lo
trata la suerte. Solamente él tiene la respuesta acerca de la exacta
naturaleza de mi destino. Quizá, en alguna parte, también él me esté
buscando. Me niego a considerar una posibilidad que algunos amigos me
han señalado: la inoperancia de los triunfos o derrotas obtenidos en
carreras secretas.Alejandro Dolina
Pablo Neruda, xiv
Me falta tiempo para celebrar tus cabellos.
Uno por uno debo contarlos y alabarlos:
otros amantes quieren vivir con ciertos ojos,
yo sólo quiero ser tu peluquero.
En Italia te bautizaron Medusa
por la encrespada y alta luz de tu cabellera.
Yo te llamo chascona mía y enmarañada:
mi corazón conoce las puertas de tu pelo.
Cuando tú te extravíes en tus propios cabellos,
no me olvides, acuérdate que te amo,
no me dejes perdido ir sin tu cabellera
por el mundo sombrío de todos los caminos
que sólo tiene sombra, transitorios dolores,
hasta que el sol sube a la torre de tu pelo.
Uno por uno debo contarlos y alabarlos:
otros amantes quieren vivir con ciertos ojos,
yo sólo quiero ser tu peluquero.
En Italia te bautizaron Medusa
por la encrespada y alta luz de tu cabellera.
Yo te llamo chascona mía y enmarañada:
mi corazón conoce las puertas de tu pelo.
Cuando tú te extravíes en tus propios cabellos,
no me olvides, acuérdate que te amo,
no me dejes perdido ir sin tu cabellera
por el mundo sombrío de todos los caminos
que sólo tiene sombra, transitorios dolores,
hasta que el sol sube a la torre de tu pelo.
Pablo Neruda
cuadro Renè Magritte
cuadro Renè Magritte
viernes, 19 de octubre de 2012
Ambrose Bierce, aceite de perro
Me
llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos
de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un
pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los
no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente
ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia
era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio.
Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque
todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre.
No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido
nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer
aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros
desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto
punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del
pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar
Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero
la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los
que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo
tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en
una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A
veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir
indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias
que afectaron profundamente mi futuro.
Una
noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño
rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente
mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un
policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos
más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral
casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre
ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía
con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos
reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en
indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de
perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño
en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué
guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y
mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida
roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era
mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto
sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería
por temor al agente. "Después de todo", me dije, "no puede
importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus
huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el
reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no
tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente". En
resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias
arrojando el niño al caldero.
Al
día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción,
nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca
vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía
conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido
tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi
obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si
hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las
ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato
medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del
edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya
no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni
había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo,
aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente
impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso
y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre
me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era
diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a
tan desgraciado fin!
Al
encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con
renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a
las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos
adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la
calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En
pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a
convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y
arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el
Cielo que también los inspiraba.
Tan
emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se
aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó
que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil.
Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado
y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir
con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso
de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una
ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche.
El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para
mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso
aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi
padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba
haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del
dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y
sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se
abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente
sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en
la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco
ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca
amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con
furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban
alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos
peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con
sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar
ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un
forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron
repentinamente.
El
pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un
momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido,
sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos
desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas
sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos
desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había
traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido
de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una
carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee,
donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por
el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.
Patricio Torne, Unidad 6 pabellòn 5 celda 175
cansada de tanta decepción, se aisló del regazo terrestre
para ser deseada por los hombres, que sólo atinan a
venerarla porque no está al alcance de sus deseos
amorosos.
Dicen que una habitación estrecha puede ser el
mundo definitivo de un hombre enamorado, pues nada
necesita, salvo su razón para vivir.
Dicen que una habitación, más estrecha aún que
la anterior, donde el hombre es despojado de todo lo suyo,
incluso su razón, es el mismo infierno, y en esa estrechez,
cabe todo aquello que el Dante relató como inmenso. El
dolor no tiene medidas: cada uno escribe, a su manera, la
divina comedia
Dicen que el dolor es inagotable en el cuerpo del
hombre (esto es sostenido por aquellos que no sufrieron la
degradación de la carne chamuscada; los que nunca
perdieron las uñas arrancadas porque la verdad no salía).
Debo decir que esta sospecha se ha visto confirmada.
Dicen que lo mas doloroso es la palabra que sale a
flote para evitar el dolor carnal. También estoy seguro que
así debe ser.
Dicen que la muerte es un gesto liberador. A mi lado
una gillette es el camino para la liberación seguro. Pero
nunca llegué a ser un héroe libertario, es más, me
reconozco un traidor, y admiro a los que se fueron
desangrados, sin una lágrima, y evitaron, así, el dolor
constante de la tortura.
Dicen que el amor es liberador, y pude comprobarlo
el día que la luna vino a derramarse sobre mi cuerpo.
Tendido en una estrecha habitación, sentí su ternura
aliviando las heridas que me dejara la máquina. Dos
ermitaños que hacían el amor habitando el paraíso a pesar
de los criminales.
Dicen que estar vivo, suele ser una cuestión de
suerte, que el amor es una búsqueda final y dolorosa.
Dicen que de todo esto, yo no tendría que estar
hablando, pero es muy tarde para rectificarse.
Patricio Torne,(Inédito)
cuadro Renè Magritte
Dicen que una habitación, más estrecha aún que
la anterior, donde el hombre es despojado de todo lo suyo,
incluso su razón, es el mismo infierno, y en esa estrechez,
cabe todo aquello que el Dante relató como inmenso. El
dolor no tiene medidas: cada uno escribe, a su manera, la
divina comedia
Dicen que el dolor es inagotable en el cuerpo del
hombre (esto es sostenido por aquellos que no sufrieron la
degradación de la carne chamuscada; los que nunca
perdieron las uñas arrancadas porque la verdad no salía).
Debo decir que esta sospecha se ha visto confirmada.
Dicen que lo mas doloroso es la palabra que sale a
flote para evitar el dolor carnal. También estoy seguro que
así debe ser.
Dicen que la muerte es un gesto liberador. A mi lado
una gillette es el camino para la liberación seguro. Pero
nunca llegué a ser un héroe libertario, es más, me
reconozco un traidor, y admiro a los que se fueron
desangrados, sin una lágrima, y evitaron, así, el dolor
constante de la tortura.
Dicen que el amor es liberador, y pude comprobarlo
el día que la luna vino a derramarse sobre mi cuerpo.
Tendido en una estrecha habitación, sentí su ternura
aliviando las heridas que me dejara la máquina. Dos
ermitaños que hacían el amor habitando el paraíso a pesar
de los criminales.
Dicen que estar vivo, suele ser una cuestión de
suerte, que el amor es una búsqueda final y dolorosa.
Dicen que de todo esto, yo no tendría que estar
hablando, pero es muy tarde para rectificarse.
Patricio Torne,(Inédito)
cuadro Renè Magritte
jueves, 18 de octubre de 2012
Casciari, Buenos Aires
Cuando terminaba de trabajar me volvía a casa en el subte D, de punta
a punta. Como salía a las seis de la tarde, el vagón iba relleno de
gente (no digo re-lleno como lo diría un adolescente, si no
'relleno': del verbo empanada). Íbamos todos apretados, colgados,
tratando de quitarnos de la cabeza la última hora laboral y pensando qué
haríamos de nuestras vidas si las cosas no cambiaban para mejor.
Algunos nos poníamos los auriculares y oíamos música para hacernos la ilusión de que la existencia tenía banda de sonido; otros abríamos el librito de bolsillo en la página que habíamos marcado durante el viaje de ida, y seguíamos viendo cómo iba la historia del cuento de Javier Marías. Los más, sin literatura ni música, cabeceaban tristones, tratando de no mirar a los ojos al que estaba nariz con nariz.
En Pueyrredón la cosa se calmaba un poco, no mucho, pero se podía cambiar de posición las piernas. Igual la mayoría viajaba triste. A veces una chica que había conseguido un asiento para leer sonreía por alguna cosa de su libro, y esa sonrisa perdida en el mar del malhumor parecía un colibrí entre una marejada de cuervos. Pero a veces ni siquiera había una chica sonriendo.
En Palermo, con suerte, me podía sentar. Y en José Hernández nos bajábamos todos en silencio y subíamos las escaleras. Arriba, entre los rieles y la calle, Metrovías había dejado que un grupo de músicos del Colón pusiera sus parlantes e hiciera melodías de Bizet, de Tchaicovsky, de Mozart y de Beethoven. Eran tres: una pianista linda, un violinista gracioso y un flautista enloquecido.
La gente salía del subte y ya desde lejos podía oírlos. Cuando la turba pasaba por al lado del trío, lo más frecuente es que cada uno se detuviera algunos un segundo, otros más, y se quedaran un ratito suspendidos en medio de la armonía. Se notaba que por ese pasillo todo el mundo experimentaba una transición, algo extraño, una certeza de que las cosas de esta vida podían ser mejores, algo que los acariciaba con fugacidad.
Todos salíamos del subte desesperados por llegar a casa, pero cuando atravesábamos la música no había quien no se detuviera un segundo. Cuando una composición terminaba, los aplausos eran tan reales y agradecidos que parecían ser los primeros aplausos verdaderos que yo había escuchado en mi vida. Los anteriores sonaban a fórmula y compromiso, a costumbre cultural.
Un martes me tocó pasar cuando terminaban de ejecutar "Carmen". Oí otra vez los aplausos y también vi, de reojo, una mirada que se hicieron la pianista con el chico del violín. La mirada era de triunfo. Han pasado cuatro años pero la recuerdo intacta. Se miraron y sus ojos decía 'estamos en la gloria'. Yo pensé en ese momento que el arte estaba allí, congelado en ellos, y que la pareja de músicos, durante el segundo que les duró la mirada, lo sabían mejor que nadie en el mundo.
Los oficinistas más tristes y devaluados pasaban de a montones y durante un instante creían que las cosas podían ser mejores de lo que eran. Ellos solamente hacían un poco de música, y al final del día contaban las monedas que el público pasajero les había dejado en la funda del violín. Músicos que tenían que vivir de tocar en el subte: si alguien lo medía con la vara del éxito, esos chicos estaban fracasando rotundamente. Pero yo pasé y los vi, y pude retener la mirada del violinista y la pianista, y era una mirada de triunfo.
Después saqué la cabeza a la avenida Cabildo. Me fui a casa pensando que yo conocía a esos chicos, que conocía en ese país a un montón de gente que, como esos músicos del subte, no querían nada malo para este mundo, sino únicamente un poco de magia y de misterio. Y que se conformaban con hacer lo que amaban, en el Teatro Colón o en el entresuelo de la línea D. Y me sentí yo mismo tan lleno de misterio y de felicidad, que me hubiera gustado tener un frasco a rosca para encerrar ese sentimiento fugaz y usarlo durante estos días, en los que me cuesta tanto recordar por qué amo con desesperación a Buenos Aires.
Algunos nos poníamos los auriculares y oíamos música para hacernos la ilusión de que la existencia tenía banda de sonido; otros abríamos el librito de bolsillo en la página que habíamos marcado durante el viaje de ida, y seguíamos viendo cómo iba la historia del cuento de Javier Marías. Los más, sin literatura ni música, cabeceaban tristones, tratando de no mirar a los ojos al que estaba nariz con nariz.
En Pueyrredón la cosa se calmaba un poco, no mucho, pero se podía cambiar de posición las piernas. Igual la mayoría viajaba triste. A veces una chica que había conseguido un asiento para leer sonreía por alguna cosa de su libro, y esa sonrisa perdida en el mar del malhumor parecía un colibrí entre una marejada de cuervos. Pero a veces ni siquiera había una chica sonriendo.
En Palermo, con suerte, me podía sentar. Y en José Hernández nos bajábamos todos en silencio y subíamos las escaleras. Arriba, entre los rieles y la calle, Metrovías había dejado que un grupo de músicos del Colón pusiera sus parlantes e hiciera melodías de Bizet, de Tchaicovsky, de Mozart y de Beethoven. Eran tres: una pianista linda, un violinista gracioso y un flautista enloquecido.
La gente salía del subte y ya desde lejos podía oírlos. Cuando la turba pasaba por al lado del trío, lo más frecuente es que cada uno se detuviera algunos un segundo, otros más, y se quedaran un ratito suspendidos en medio de la armonía. Se notaba que por ese pasillo todo el mundo experimentaba una transición, algo extraño, una certeza de que las cosas de esta vida podían ser mejores, algo que los acariciaba con fugacidad.
Todos salíamos del subte desesperados por llegar a casa, pero cuando atravesábamos la música no había quien no se detuviera un segundo. Cuando una composición terminaba, los aplausos eran tan reales y agradecidos que parecían ser los primeros aplausos verdaderos que yo había escuchado en mi vida. Los anteriores sonaban a fórmula y compromiso, a costumbre cultural.
Un martes me tocó pasar cuando terminaban de ejecutar "Carmen". Oí otra vez los aplausos y también vi, de reojo, una mirada que se hicieron la pianista con el chico del violín. La mirada era de triunfo. Han pasado cuatro años pero la recuerdo intacta. Se miraron y sus ojos decía 'estamos en la gloria'. Yo pensé en ese momento que el arte estaba allí, congelado en ellos, y que la pareja de músicos, durante el segundo que les duró la mirada, lo sabían mejor que nadie en el mundo.
Los oficinistas más tristes y devaluados pasaban de a montones y durante un instante creían que las cosas podían ser mejores de lo que eran. Ellos solamente hacían un poco de música, y al final del día contaban las monedas que el público pasajero les había dejado en la funda del violín. Músicos que tenían que vivir de tocar en el subte: si alguien lo medía con la vara del éxito, esos chicos estaban fracasando rotundamente. Pero yo pasé y los vi, y pude retener la mirada del violinista y la pianista, y era una mirada de triunfo.
Después saqué la cabeza a la avenida Cabildo. Me fui a casa pensando que yo conocía a esos chicos, que conocía en ese país a un montón de gente que, como esos músicos del subte, no querían nada malo para este mundo, sino únicamente un poco de magia y de misterio. Y que se conformaban con hacer lo que amaban, en el Teatro Colón o en el entresuelo de la línea D. Y me sentí yo mismo tan lleno de misterio y de felicidad, que me hubiera gustado tener un frasco a rosca para encerrar ese sentimiento fugaz y usarlo durante estos días, en los que me cuesta tanto recordar por qué amo con desesperación a Buenos Aires.
Wislawa Szymborska, Busco la palabra
Quiero definirlos en una sola palabra:
¿Cómo son?
Tomo las palabras corrientes, robo de
los diccionarios,
¿Cómo son?
Tomo las palabras corrientes, robo de
los diccionarios,
mido, peso e investigo.
Ninguna
responde
La más valiente – cobarde,
La más desdeñosa – aún santa
La más cruel – demasiado
misericordiosa,
La más odiosa - poco porfiada.
Esta palabra debe ser como un volcán,
que pegue, arrastre y derribe,
como la temerosa ira de Dios,
como el hervor del odio.
Quiero que ésta una sola palabra
esté impregnada de sangre,
que como los muros del calabozo
encierre en sí cada tumba colectiva.
Que describa precisa y claramente
quienes eran - todo lo que pasó.
Porque lo que oigo,
lo que se escribe,
resulta poco,
siempre poco.
Nuestra habla es endeble,
sus sonidos de pronto - pobres.
Con empeño busco ideas,
busco esta palabra -
y no la encuentro.
No la encuentro.
Ninguna
responde
La más valiente – cobarde,
La más desdeñosa – aún santa
La más cruel – demasiado
misericordiosa,
La más odiosa - poco porfiada.
Esta palabra debe ser como un volcán,
que pegue, arrastre y derribe,
como la temerosa ira de Dios,
como el hervor del odio.
Quiero que ésta una sola palabra
esté impregnada de sangre,
que como los muros del calabozo
encierre en sí cada tumba colectiva.
Que describa precisa y claramente
quienes eran - todo lo que pasó.
Porque lo que oigo,
lo que se escribe,
resulta poco,
siempre poco.
Nuestra habla es endeble,
sus sonidos de pronto - pobres.
Con empeño busco ideas,
busco esta palabra -
y no la encuentro.
No la encuentro.
miércoles, 17 de octubre de 2012
Hugo Vera, poema simple de amor
Quisiera ser un poeta.
No el mejor.
O quizás sí.
El mejor.
Y escribirte un poema de amor.
Un poema de amor para ti.
El mejor poema de amor.
El mejor poema de amor para ti.
Y que ese poema de amor sea viento y te salve.
Que te proteja.
Que te vuelva caramelo.
Que ese poema te sirva como el aire.
Como el aire que respiras.
Que mientras pasas por las calles,
la gente circule en cámara lenta
y voltee la mirada.
Que todo se suspenda.
Eso quisiera.
El mejor poema para ti.
El mejor poema de amor para ti.
Te juro que un día lo escribiré.
Te lo juro.
Y ese poema te protegerá.
Será viento y te salvará.
Te volverá caramelo.
Hugo Vera
http://inmaculadadecepcion.blogspot.com.ar
foto: juan yañez http://eloscuroborde.wordpress.com/
No el mejor.
O quizás sí.
El mejor.
Y escribirte un poema de amor.
Un poema de amor para ti.
El mejor poema de amor.
El mejor poema de amor para ti.
Y que ese poema de amor sea viento y te salve.
Que te proteja.
Que te vuelva caramelo.
Que ese poema te sirva como el aire.
Como el aire que respiras.
Que mientras pasas por las calles,
la gente circule en cámara lenta
y voltee la mirada.
Que todo se suspenda.
Eso quisiera.
El mejor poema para ti.
El mejor poema de amor para ti.
Te juro que un día lo escribiré.
Te lo juro.
Y ese poema te protegerá.
Será viento y te salvará.
Te volverá caramelo.
Hugo Vera
http://inmaculadadecepcion.blogspot.com.ar
foto: juan yañez http://eloscuroborde.wordpress.com/
Ana Maria Shua, circo pobre
En un circo pobre cada artista tiene que cumplir varias funciones. Si
nos fijamos bien, sin dejarnos engañar por el cambio de traje y
maquillaje, veremos que muchos tratan de aprovechar sus habilidades en
varias suertes. Por ejemplo, la equilibrista es la écuyère, los
acróbatas son contorsionistas, el director del circo es el boletero y
también el mago (ante el público, ante los acreedores). Algunos son más
difíciles de descubrir, porque eligen papeles muy distintos entre sí,
como la trapecista que hace de mono amaestrado (o al revés), los
elefantes que trabajan de acomodadores, los payasos convertidos en aro
de fuego. Pero la prueba más difícil es la del domador, que es también
el tigre, cuando tiene que meter la cabeza adentro de su propia boca.
Ana Maria Shua
Ana Maria Shua
martes, 16 de octubre de 2012
Jorge Curinao
Lo màs terrible sucediò. Todo se rompiò . Despuès de tantos meses, volvì a ver mis manos en aquella tarde azul.Los flamencos danzaban
J Curinao
J Curinao
Fernando Delgadillo, desfile de antifaces
Ya hace tiempo que asistí disfrazado
a unas mascaradas que fui invitado
modelé antifaces tan coloridos
como los tonos de los vestidos
que usaba a diario como disfraz
para verme tal como los demás.
a unas mascaradas que fui invitado
modelé antifaces tan coloridos
como los tonos de los vestidos
que usaba a diario como disfraz
para verme tal como los demás.
Para verme como querían mirarme
ponía a mi silueta cualquier alarde.
Como era galante el hombre floral
me adorné las ramas muy natural.
Para el que me vio parecí normal
en esos desfiles de carnaval.
ponía a mi silueta cualquier alarde.
Como era galante el hombre floral
me adorné las ramas muy natural.
Para el que me vio parecí normal
en esos desfiles de carnaval.
Entre las parejas que iban
girando un día le encontré.
Bella como media luna
que alumbra al oscurecer.
Convidé a la danza
a la dama luna del antifaz
que ella usaba para
que se pensara, que era su faz,
pero al descubrir su semblante
nada hallé detrás.
girando un día le encontré.
Bella como media luna
que alumbra al oscurecer.
Convidé a la danza
a la dama luna del antifaz
que ella usaba para
que se pensara, que era su faz,
pero al descubrir su semblante
nada hallé detrás.
Me asusté al mirar su cara vacía,
dijo así son todos ,¿no lo sabías?
Con un gesto dulce mas que elegante
mi luz nocturna se hizo menguante
luna que al fin desapareció.
Al amanecer de mi comprensión.
dijo así son todos ,¿no lo sabías?
Con un gesto dulce mas que elegante
mi luz nocturna se hizo menguante
luna que al fin desapareció.
Al amanecer de mi comprensión.
Fui a buscar a aquel que he llamado amigo.
Bajo el antifaz nadie hallé conmigo,
Busqué entre las poses, los comediantes,
entre los diestros y principiantes
que actúan al rostro del soñador
y ese rostro sólo lo tenía yo.
Bajo el antifaz nadie hallé conmigo,
Busqué entre las poses, los comediantes,
entre los diestros y principiantes
que actúan al rostro del soñador
y ese rostro sólo lo tenía yo.
De entonces a acá
me despojo a diario del antifaz,
que hizo la costumbre
de un maquillaje tan pertinaz.
Como la canción desenmascarada
me muestro a aquel,
que acaso no gusta de lo que
mira cuando me ve,
o hasta se incomode si no ve a nadie
dentro de él.
me despojo a diario del antifaz,
que hizo la costumbre
de un maquillaje tan pertinaz.
Como la canción desenmascarada
me muestro a aquel,
que acaso no gusta de lo que
mira cuando me ve,
o hasta se incomode si no ve a nadie
dentro de él.
Ahora ya no voy desenmascarando
cuando encuentro que alguien
se emboza actuando.
Cuando engañan en su felicidad
sólo veo remedos de humanidad.
Lo que podrían haber sido y no son
entre vanaglorias y compasión.
cuando encuentro que alguien
se emboza actuando.
Cuando engañan en su felicidad
sólo veo remedos de humanidad.
Lo que podrían haber sido y no son
entre vanaglorias y compasión.
Lo que soy yo mismo no puedo verlo
lo que veas de mí, no puedo esconderlo
ni siquiera cargo con mi armadura
el que pueda herirme hallará en mi hechura
sangre mestiza sin condición,
que mantiene abierto mi corazón.
lo que veas de mí, no puedo esconderlo
ni siquiera cargo con mi armadura
el que pueda herirme hallará en mi hechura
sangre mestiza sin condición,
que mantiene abierto mi corazón.
Gonzalo Rojas , enigma de la deseosa
Muchacha imperfecta busca hombre imperfecto
de 32, exige lectura
de Ovidio, ofrece: a) dos pechos de paloma,
b) toda su piel liviana
para los besos, c) mirada
verde para desafiar el infortunio
de las tormentas;
no va a las casas
ni tiene teléfono, acepta
imantación por pensamiento. No es Venus;
tiene la voracidad de Venus.
Gonzalo Rojas
de 32, exige lectura
de Ovidio, ofrece: a) dos pechos de paloma,
b) toda su piel liviana
para los besos, c) mirada
verde para desafiar el infortunio
de las tormentas;
no va a las casas
ni tiene teléfono, acepta
imantación por pensamiento. No es Venus;
tiene la voracidad de Venus.
Gonzalo Rojas
Abelardo Castillo, el hacha pequeña de los indios
Después,
ella hizo un alocado paso de baile y una reverencia y agregó que por eso
ésta era una noche especial, mientras él, incrédulo, la miraba con los
ojos llenos de perplejidad (o de algo parecido a la perplejidad, que
también se parecía un poco a la locura), pero la muchacha sólo reparó en
su asombro porque él le había sonreído de inmediato y cuando ella le
preguntó qué era lo que había estado a punto de decirle, el hombre
alcanzó a murmurar nada amor mío, nada, y se rio, y siguió riéndose como
si aquello ya no tuviese importancia puesto que estaba loco de alegría,
como si realmente se hubiera vuelto loco de alegría. Por eso, cuando
ella fue hacia el dormitorio y agregó no tardes, el hombre dijo que no.
Voy en seguida, dijo. Pero se quedó mirando el hacha que colgaba junto
al aparador de cedro, nueva todavía, sin usar, porque esas cosas son en
realidad adornos o poco menos que se regalan en los casamientos pero que
nadie utiliza y quedan colgadas ahí, como ésta, en el mismo sitio desde
hace un año, haciéndole recordar cada vez que la miraba (de un lado el
filo; del otro, una especie de maza, con puntas, para macerar carne)
viejas historias de indios cuando él era Ojo de Halcón y mataba al
traidor o al lobo empuñando un hacha parecida a ésta. Sólo que aquélla
era de palo y ésa estaba ahí, de metal brillante, frente al hombre que
ahora, al levantarse y cruzar la habitación, evocó la primera noche que
cruzó esta habitación igual que ahora, el día que se casaron pese al
gesto ambiguo de los amigos, pese a las palabras del médico, la noche un
poco casual en que se encontraron casados y mirándose con sorpresa,
riéndose de sus propias caras, después de aquel noviazgo o juego junto
al mar en el que hasta hubo una gitana y fuegos artificiales y un viejo
napolitano que cantaba romanzas, fin de semana o sueño que él recordaba
desde el fondo de un país de agua como una sola y larga madrugada verde,
como estar desnudo y algo ebrio sobre una arena lunar, de tan limpia,
como un gusto a ola o a piel mojada pero sobre todo como un jirón de
música de acordeón y la voz del viejito napolitano en alguna cantina
junto a los malecones, vértigo que se consumó en dos días porque la
muchacha era hermosa —linda como una estampa de la Virgen,
dijo mamá al verla, te hará feliz, y también lo había dicho la gitana,
que sin embargo bajó los ojos y no aceptó el dinero—, y de pronto
estaban riéndose y casados, pese al gesto cortado de algún amigo al
saludarla, pese a que ella quería tener un hijo y a la gitana que decía
la buenaventura entre los fuegos artificiales, pese al espermograma y al
dictamen médico y a que cada vez que la veía mirar a un chico, cada vez
que la veía acariciarles la cabeza y jugar atolondradamente con ellos
como una pequeña hermana mayor de ojos alocados y manos como pájaros,
pensaba estoy haciendo una porquería y sentía vergüenza, y asco, un asco
parecido al que lo mareaba ahora, en el momento de descolgar el hacha
pequeña, mientras la sopesaba lo mismo que sopesó durante un año entero
la idea de contárselo todo, de contarle que al casarse con ella él le
había matado de algún modo y para siempre un muchachito rubio, un
chiquilín tropezante que jamás podría andar cayéndose, levantándose,
dejando sus juguetes por la casa: hasta que al fin esta misma tarde él
decidió contárselo todo porque supo secretamente que ella, la muchacha
de ojos alocados y manos como pájaros, la perra, entendería. Y llegó a
la casa pensando en el tono con que pronunciaría sus primeras palabras
esa noche (tengo que decirte algo), el tono intrascendente o ingenuo que
tienen siempre las grandes revelaciones. Por eso el hombre estaba
cruzando ahora la habitación y empuñaba el hacha pequeña de los indios
que le recordaba historias de matar al cacique o al lobo, o a la
grandísima perra que esta noche, antes de que él hablara, dijo que tenía
algo que decirle: algo que ella había dicho con el tono intrascendente e
ingenuo de las grandes revelaciones. “Vamos a tener un hijo”, había
dicho. Simplemente. Después, hizo un paso de baile y una reverencia.
lunes, 15 de octubre de 2012
Dario Sztajnszrajber , Vomito de perro (sobre la confesiòn imposible)
http://sztajnszrajber.blogspot.com.ar/
Dario Sztajnszrajber
cuadro: Giorgio de Chirico
Oliverio Girondo, A las chicas de Flores
Las
chicas de Flores, tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas
de la Confitería del Molino, y usan moños seda que les liban las nalgas
en un aleteo de mariposa.
Las chicas de Flores, se pasean tomadas de los brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de miedo de que el sexo se les caiga en la vereda.
Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro de los balcones, para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas, y de noche, a remolque de sus mamás —empavesadas como fragatas— van a pasearse la plaza, para que los hombres les eyaculen palabras al oído y sus pezones fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas.
Las chicas de Flores, viven en la angustia de que las nalgas se les pudran, como manzanas que se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las sofoca tanto, que a veces quisieran desembarazarse de él como de un corsé, ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a pedacitos y arrojárselo, a todos los que pasan por la vereda.
Las chicas de Flores, se pasean tomadas de los brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de miedo de que el sexo se les caiga en la vereda.
Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro de los balcones, para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas, y de noche, a remolque de sus mamás —empavesadas como fragatas— van a pasearse la plaza, para que los hombres les eyaculen palabras al oído y sus pezones fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas.
Las chicas de Flores, viven en la angustia de que las nalgas se les pudran, como manzanas que se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las sofoca tanto, que a veces quisieran desembarazarse de él como de un corsé, ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a pedacitos y arrojárselo, a todos los que pasan por la vereda.
Buenos Aires, octubre,
1920.
domingo, 14 de octubre de 2012
Tilo Wenner, correspondencia del fuego
Mientras yo te miro, tú muestras tu alma.
Tus detalles más pequeños me conmueven;
por ejemplo, un cabello sobre tu frente, un
lunar en tu vientre.
Tus detalles más pequeños me conmueven;
por ejemplo, un cabello sobre tu frente, un
lunar en tu vientre.
Todos los días te descubro y describo;
al día siguiente vuelves a ser la desconocida.
Nunca faltaré a tus citas.
Nada me parece inútil en ti.
Lo revelador es el modo como compones tu
imagen.
Decir que eres la dueña de las nubes, es
apenas indicar uno de tus atributos.
Todo lo que tocas se convierte en correspondencia
del fuego.
Tus manos lucen mejores que las estrellas
en una noche de verano en el mar.
Estás llena de señales; eres como un mapa
de un país imaginario.
Eres transparente y sabia.
Tu sangre es mansa y volcánica.
Eres tan cambiante como la permanencia.
Lo que reflejan tus ojos es lo distinto que
podría ocurrir.
Siempre estás abierta.
El magnetismo que irradias contamina a todos
los que se te acercan.
Escandalizas con tu inocencia al cielo y la
tierra.
Brillás más que una garza en un plenilunio
de otoño.
Eres como una lluvia imprevisible.
Amo cada uno de tus momentos.
Eres real, y sin embargo eres la ilusión
perfecta.
Eres niña como un gran pan de azúcar.
Cuando tú me miras callo y sonrío.
Tilo Wenner
foto: Juan Yañez
al día siguiente vuelves a ser la desconocida.
Nunca faltaré a tus citas.
Nada me parece inútil en ti.
Lo revelador es el modo como compones tu
imagen.
Decir que eres la dueña de las nubes, es
apenas indicar uno de tus atributos.
Todo lo que tocas se convierte en correspondencia
del fuego.
Tus manos lucen mejores que las estrellas
en una noche de verano en el mar.
Estás llena de señales; eres como un mapa
de un país imaginario.
Eres transparente y sabia.
Tu sangre es mansa y volcánica.
Eres tan cambiante como la permanencia.
Lo que reflejan tus ojos es lo distinto que
podría ocurrir.
Siempre estás abierta.
El magnetismo que irradias contamina a todos
los que se te acercan.
Escandalizas con tu inocencia al cielo y la
tierra.
Brillás más que una garza en un plenilunio
de otoño.
Eres como una lluvia imprevisible.
Amo cada uno de tus momentos.
Eres real, y sin embargo eres la ilusión
perfecta.
Eres niña como un gran pan de azúcar.
Cuando tú me miras callo y sonrío.
Tilo Wenner
foto: Juan Yañez
Vladimir Nabokov - "La tormenta"
En la
esquina de una calle cualquiera de Berlín oeste, bajo el dosel de un
tilo en plena floración, me vi envuelto en una ardiente fragancia. Masas
de niebla ascendían en el cielo nocturno y, cuando el último hueco de
estrellas fue absorbido en ellas, el viento, ese fantasma ciego,
cubriéndose el rostro con las mangas, barrió la calle desierta. En la
oscuridad mate, sobre los postigos de hierro de una barbería, su escudo
colgante —una bacía de plata— empezó a oscilar como un péndulo.
Llegué a casa y me encontré con que el viento me estaba esperando en la habitación: golpeaba el marco de la ventana... pero en cuanto cerré la puerta tras de mí, escenificó un reflujo inmediato. Bajo mi ventana había un patio profundo donde, durante el día, las camisas, crucificadas en tendederos radiantes por el sol, brillaban a través de los macizos de lilas. De aquel patio surgían de vez en cuando voces de todo tipo: el ladrido melancólico de los traperos o de los que compraban botellas vacías; a veces, el lamento de un violín lisiado y, en una ocasión, una rubia obesa se colocó en el centro del patio y rompió a cantar una canción tan hermosa que las muchachas se asomaron a todas las ventanas, doblando sus cuellos desnudos. Luego, cuando hubo acabado, se produjo un momento de una quietud extraordinaria, sólo se oyó a mi patrona, una viuda desaliñada, que empezó a gemir y a sonarse la nariz en el pasillo.
Ahora, en aquel patio iba creciendo una penumbra sofocante; luego, el ciego viento, que se había deslizado impotente hasta la profundidad del patio, retomó sus fuerzas, comenzó a alzarse hacia las alturas y, repentinamente, ocupó todo el lugar, sin dejar de subir, en las aberturas ámbar de la pared negra de enfrente, empezaron a aparecer como flechas las siluetas de brazos y de cabezas despeinadas que trataban de alcanzar las ventanas abiertas que el viento disparaba, para cerrar ruidosamente sus postigos y sujetarlos firmemente. Las luces se apagaron. Justo después, la avalancha de un ruido sordo, el ruido del trueno distante, se puso en movimiento, e inició su marcha avasalladora a través del cielo de oscuro violeta. Y, de nuevo, todo se quedó parado y en silencio como se había quedado cuando la mujer acabó su canción, las manos apretadas contra sus amplios senos.
En este silencio me quedé dormido, exhausto por la felicidad de mi día, una felicidad que no puedo describir por escrito, y mi sueño estuvo lleno de ti.
Me desperté porque la noche había comenzado a romperse en pedazos. Un resplandor pálido y salvaje volaba por el cielo como un rápido reflejo de radios colosales. El cielo se rasgaba en un estrépito tras otro. La lluvia caía en un flujo espacioso y sonoro.
Yo estaba embriagado por aquellos temblores azulados, por el frío volátil y agudo. Me encaramé al alféizar mojado de la ventana y respiré el aire sobrenatural, que hizo vibrar mi corazón como un cristal.
Más cerca todavía, de forma más grandiosa aún, el carro del profeta rodaba con estrépito a través de las nubes. La luz de la locura, de las visiones penetrantes, iluminaba el mundo nocturno, las pendientes metálicas de los tejados, los volátiles macizos de lilas. El dios del trueno, un gigante de pelo blanco con una barba furiosa, al viento sobre su espalda, vestido con los pliegues flameantes de un ropaje deslumbrante, se erguía, sacando pecho en su carro de fuego, frenando con brazos tensos a sus enormes corceles, negros como la pez y con crines como un relámpago violeta. Habían conseguido escapar al control de su amo, dispersaban chispas de espuma crujiente, el carro estaba a punto de volcar, y el arrebolado profeta tiraba en vano de las riendas. Tenía el rostro descompuesto por el viento y por el esfuerzo; el remolino, haciendo volar los pliegues de su túnica, dejó al descubierto una poderosa rodilla; los corceles movían sus crines llameantes y galopaban más y más violentamente en un vertiginoso descenso por las nubes. Luego, con cascos de trueno, se lanzaron a través de un tejado brillante; el carro daba bandazos, Elias se tambaleó, y los corceles, enloquecidos al contacto con el metal mortal, volvieron a saltar hacia el cielo. El profeta salió despedido. Una rueda se soltó. Desde mi ventana vi cómo su enorme aro de fuego caía sobre un tejado, cómo vacilaba al borde del mismo hasta caer finalmente en la oscuridad, mientras que los corceles, tirando del carro volcado, ya alcanzaban al galope las nubes más altas; el retumbar cesó, y el resplandor tormentoso se desvaneció en abismos lívidos.
El dios del trueno, que había caído en un tejado, se levantó pesadamente. Se resbalaba con aquellas sandalias; rompió la ventana de un dormitorio con el pie, gruñó, y con un movimiento de su brazo se agarró a una chimenea para sostenerse. Lentamente giró su rostro enfurecido mientras sus ojos buscaban algo —probablemente la rueda que se había desprendido volando de su eje dorado. Luego miró hacia arriba, con los dedos enganchados en su rizada barba, movió la cabeza enfadado —ésta no era probablemente la primera vez que esto le sucedía— y, cojeando ligeramente, empezó a descender con cautela.
Todo excitado conseguí arrancarme de la ventana, corrí a ponerme la bata y bajé a toda prisa la empinada escalera hasta el patio. La tormenta había pasado pero todavía permanecía en el aire una ráfaga de lluvia. Hacia el este una palidez exquisita iba invadiendo el cielo.
El patio, que desde arriba parecía rebosar de densa oscuridad, no albergaba, en realidad, más que una delicada niebla que ya se estaba fundiendo. En el macizo de césped central, oscurecido por la humedad, había un anciano magro, encorvado, vestido con una bata empapada, que no hacía más que murmurar entre dientes y mirar en torno suyo. Al verme, cerró los ojos enfadado y me dijo: «¿Eres tú, Eliseo?».
Yo le saludé. El profeta chasqueó la lengua sin dejar de rascarse la calva.
—He perdido una rueda. Búscamela, ¿quieres?
La lluvia ya había cesado por completo. Unas nubes enormes del color de las llamas se habían agrupado encima de los tejados. Los macizos, la valla, la brillante caseta del perro, flotaban en el aire azulado y soñoliento que nos rodeaba. Buscamos durante mucho tiempo en distintos rincones. El anciano no dejaba de gruñir, subiéndose los faldones de su pesada túnica, salpicándose al pasar por los charcos con sus sandalias, y una gota brillante le colgaba de su gran nariz huesuda. Al hacer a un lado un pequeño macizo de lilas, vi, en un montón de basura, entre cristales rotos una rueda de perfil estrecho que debía haber pertenecido al coche de un niño pequeño. El anciano expresó un gran alivio tras de mí. Presuroso, casi bruscamente, me hizo a un lado y me arrebató el herrumbroso aro. Con un guiño alegre dijo: «Así es que rodó hasta aquí».
Y entonces se me quedó mirando, sus cejas blancas se unieron en un gesto de descontento, y como si se hubiera acordado de algo, dijo con voz impresionante: «Vuélvete de espaldas, Eliseo».
Obedecí, incluso cerré los ojos al hacerlo. Me quedé así durante unos minutos más o menos, pero luego ya no pude controlar mi curiosidad.
El patio estaba vacío, a excepción del viejo perro desgreñado con su hocico canoso que había sacado la cabeza de su caseta y miraba hacia arriba, como una persona, con ojos asustados. Yo también alcé la vista. Elias se había abierto camino hasta el tejado, con el aro de hierro brillando en su espalda. Sobre las chimeneas negras se perfilaba una nube de aurora como si fuera una montaña de tonos naranja, y más allá, una segunda y una tercera. El perro, acallado, y yo observamos juntos cómo el profeta que había alcanzado la cresta del tejado, se alzaba sin precipitación y con toda su calma a la nube y cómo continuaba subiendo pisando pesadamente por masas de suave fuego...
Los rayos de sol alcanzaron su rueda y se convirtió al momento en algo grande y dorado, y también Elias parecía ahora como si estuviera vestido de llamas, que se mezclaban con la nube del paraíso sobre la que seguía caminando siempre más arriba hasta desaparecer en la garganta gloriosa del cielo.
Y el perro decrépito esperó a ese preciso momento para romper su silencio con el ladrido ronco de la mañana. Pequeñas olas cruzaban la superficie brillante de uno de los charcos dejados por la lluvia. La ligera brisa agitaba los geranios de los balcones. Dos o tres ventanas se despertaron. Corrí sin quitarme mis zapatillas empapadas ni mi vieja bata hasta la calle para tomar el primer tranvía que pasara, y levantándome los faldones de la bata, sin parar de reírme de mí mismo mientras corría, me imaginé que, dentro de unos momentos, estaría en tu casa y te empezaría a contar el accidente aéreo de aquella noche y la historia del profeta enfadado que cayó en el patio de mi casa.
Llegué a casa y me encontré con que el viento me estaba esperando en la habitación: golpeaba el marco de la ventana... pero en cuanto cerré la puerta tras de mí, escenificó un reflujo inmediato. Bajo mi ventana había un patio profundo donde, durante el día, las camisas, crucificadas en tendederos radiantes por el sol, brillaban a través de los macizos de lilas. De aquel patio surgían de vez en cuando voces de todo tipo: el ladrido melancólico de los traperos o de los que compraban botellas vacías; a veces, el lamento de un violín lisiado y, en una ocasión, una rubia obesa se colocó en el centro del patio y rompió a cantar una canción tan hermosa que las muchachas se asomaron a todas las ventanas, doblando sus cuellos desnudos. Luego, cuando hubo acabado, se produjo un momento de una quietud extraordinaria, sólo se oyó a mi patrona, una viuda desaliñada, que empezó a gemir y a sonarse la nariz en el pasillo.
Ahora, en aquel patio iba creciendo una penumbra sofocante; luego, el ciego viento, que se había deslizado impotente hasta la profundidad del patio, retomó sus fuerzas, comenzó a alzarse hacia las alturas y, repentinamente, ocupó todo el lugar, sin dejar de subir, en las aberturas ámbar de la pared negra de enfrente, empezaron a aparecer como flechas las siluetas de brazos y de cabezas despeinadas que trataban de alcanzar las ventanas abiertas que el viento disparaba, para cerrar ruidosamente sus postigos y sujetarlos firmemente. Las luces se apagaron. Justo después, la avalancha de un ruido sordo, el ruido del trueno distante, se puso en movimiento, e inició su marcha avasalladora a través del cielo de oscuro violeta. Y, de nuevo, todo se quedó parado y en silencio como se había quedado cuando la mujer acabó su canción, las manos apretadas contra sus amplios senos.
En este silencio me quedé dormido, exhausto por la felicidad de mi día, una felicidad que no puedo describir por escrito, y mi sueño estuvo lleno de ti.
Me desperté porque la noche había comenzado a romperse en pedazos. Un resplandor pálido y salvaje volaba por el cielo como un rápido reflejo de radios colosales. El cielo se rasgaba en un estrépito tras otro. La lluvia caía en un flujo espacioso y sonoro.
Yo estaba embriagado por aquellos temblores azulados, por el frío volátil y agudo. Me encaramé al alféizar mojado de la ventana y respiré el aire sobrenatural, que hizo vibrar mi corazón como un cristal.
Más cerca todavía, de forma más grandiosa aún, el carro del profeta rodaba con estrépito a través de las nubes. La luz de la locura, de las visiones penetrantes, iluminaba el mundo nocturno, las pendientes metálicas de los tejados, los volátiles macizos de lilas. El dios del trueno, un gigante de pelo blanco con una barba furiosa, al viento sobre su espalda, vestido con los pliegues flameantes de un ropaje deslumbrante, se erguía, sacando pecho en su carro de fuego, frenando con brazos tensos a sus enormes corceles, negros como la pez y con crines como un relámpago violeta. Habían conseguido escapar al control de su amo, dispersaban chispas de espuma crujiente, el carro estaba a punto de volcar, y el arrebolado profeta tiraba en vano de las riendas. Tenía el rostro descompuesto por el viento y por el esfuerzo; el remolino, haciendo volar los pliegues de su túnica, dejó al descubierto una poderosa rodilla; los corceles movían sus crines llameantes y galopaban más y más violentamente en un vertiginoso descenso por las nubes. Luego, con cascos de trueno, se lanzaron a través de un tejado brillante; el carro daba bandazos, Elias se tambaleó, y los corceles, enloquecidos al contacto con el metal mortal, volvieron a saltar hacia el cielo. El profeta salió despedido. Una rueda se soltó. Desde mi ventana vi cómo su enorme aro de fuego caía sobre un tejado, cómo vacilaba al borde del mismo hasta caer finalmente en la oscuridad, mientras que los corceles, tirando del carro volcado, ya alcanzaban al galope las nubes más altas; el retumbar cesó, y el resplandor tormentoso se desvaneció en abismos lívidos.
El dios del trueno, que había caído en un tejado, se levantó pesadamente. Se resbalaba con aquellas sandalias; rompió la ventana de un dormitorio con el pie, gruñó, y con un movimiento de su brazo se agarró a una chimenea para sostenerse. Lentamente giró su rostro enfurecido mientras sus ojos buscaban algo —probablemente la rueda que se había desprendido volando de su eje dorado. Luego miró hacia arriba, con los dedos enganchados en su rizada barba, movió la cabeza enfadado —ésta no era probablemente la primera vez que esto le sucedía— y, cojeando ligeramente, empezó a descender con cautela.
Todo excitado conseguí arrancarme de la ventana, corrí a ponerme la bata y bajé a toda prisa la empinada escalera hasta el patio. La tormenta había pasado pero todavía permanecía en el aire una ráfaga de lluvia. Hacia el este una palidez exquisita iba invadiendo el cielo.
El patio, que desde arriba parecía rebosar de densa oscuridad, no albergaba, en realidad, más que una delicada niebla que ya se estaba fundiendo. En el macizo de césped central, oscurecido por la humedad, había un anciano magro, encorvado, vestido con una bata empapada, que no hacía más que murmurar entre dientes y mirar en torno suyo. Al verme, cerró los ojos enfadado y me dijo: «¿Eres tú, Eliseo?».
Yo le saludé. El profeta chasqueó la lengua sin dejar de rascarse la calva.
—He perdido una rueda. Búscamela, ¿quieres?
La lluvia ya había cesado por completo. Unas nubes enormes del color de las llamas se habían agrupado encima de los tejados. Los macizos, la valla, la brillante caseta del perro, flotaban en el aire azulado y soñoliento que nos rodeaba. Buscamos durante mucho tiempo en distintos rincones. El anciano no dejaba de gruñir, subiéndose los faldones de su pesada túnica, salpicándose al pasar por los charcos con sus sandalias, y una gota brillante le colgaba de su gran nariz huesuda. Al hacer a un lado un pequeño macizo de lilas, vi, en un montón de basura, entre cristales rotos una rueda de perfil estrecho que debía haber pertenecido al coche de un niño pequeño. El anciano expresó un gran alivio tras de mí. Presuroso, casi bruscamente, me hizo a un lado y me arrebató el herrumbroso aro. Con un guiño alegre dijo: «Así es que rodó hasta aquí».
Y entonces se me quedó mirando, sus cejas blancas se unieron en un gesto de descontento, y como si se hubiera acordado de algo, dijo con voz impresionante: «Vuélvete de espaldas, Eliseo».
Obedecí, incluso cerré los ojos al hacerlo. Me quedé así durante unos minutos más o menos, pero luego ya no pude controlar mi curiosidad.
El patio estaba vacío, a excepción del viejo perro desgreñado con su hocico canoso que había sacado la cabeza de su caseta y miraba hacia arriba, como una persona, con ojos asustados. Yo también alcé la vista. Elias se había abierto camino hasta el tejado, con el aro de hierro brillando en su espalda. Sobre las chimeneas negras se perfilaba una nube de aurora como si fuera una montaña de tonos naranja, y más allá, una segunda y una tercera. El perro, acallado, y yo observamos juntos cómo el profeta que había alcanzado la cresta del tejado, se alzaba sin precipitación y con toda su calma a la nube y cómo continuaba subiendo pisando pesadamente por masas de suave fuego...
Los rayos de sol alcanzaron su rueda y se convirtió al momento en algo grande y dorado, y también Elias parecía ahora como si estuviera vestido de llamas, que se mezclaban con la nube del paraíso sobre la que seguía caminando siempre más arriba hasta desaparecer en la garganta gloriosa del cielo.
Y el perro decrépito esperó a ese preciso momento para romper su silencio con el ladrido ronco de la mañana. Pequeñas olas cruzaban la superficie brillante de uno de los charcos dejados por la lluvia. La ligera brisa agitaba los geranios de los balcones. Dos o tres ventanas se despertaron. Corrí sin quitarme mis zapatillas empapadas ni mi vieja bata hasta la calle para tomar el primer tranvía que pasara, y levantándome los faldones de la bata, sin parar de reírme de mí mismo mientras corría, me imaginé que, dentro de unos momentos, estaría en tu casa y te empezaría a contar el accidente aéreo de aquella noche y la historia del profeta enfadado que cayó en el patio de mi casa.
Vladimir Nabokov
sábado, 13 de octubre de 2012
Luis Alberto Spinetta, ( lo que no resisto es la conciencia)
Dime nena ya cómo estás despierta
Dime nena ya cómo estás despierta
Dime nena ya cómo estás despierta
Cuando triste estoy nena me das cola
Cuando triste estoy nena me das cola
¿Y si quiero más? ¿Por qué estás tan sola?
Hay un camino que nace con tu imagen
Al que es muy fácil llegar
Sólo es preciso el brillo de tus ojos
Para encontrar un alma
Lo que no resisto es la conciencia
Es la abuela que regula el mundo
Dime nena ya: ¿Es este otro mundo?
Es este un sueño que pasa por nosotros
Es la vereda de los descalzos
Espera espera
Yo siempre te espero anidado en una mano
Lo que nos ocupa es esta abuela
La conciencia que regula el mundo
Dime nena ya cómo estás despierta
Pero nena igual no elijas llorar
Dime nena ya cómo estás despierta
Dime nena ya cómo estás despierta
Cuando triste estoy nena me das cola
Cuando triste estoy nena me das cola
¿Y si quiero más? ¿Por qué estás tan sola?
Hay un camino que nace con tu imagen
Al que es muy fácil llegar
Sólo es preciso el brillo de tus ojos
Para encontrar un alma
Lo que no resisto es la conciencia
Es la abuela que regula el mundo
Dime nena ya: ¿Es este otro mundo?
Es este un sueño que pasa por nosotros
Es la vereda de los descalzos
Espera espera
Yo siempre te espero anidado en una mano
Lo que nos ocupa es esta abuela
La conciencia que regula el mundo
Dime nena ya cómo estás despierta
Pero nena igual no elijas llorar
Juan Gelman, fabricas del amor
Y construí tu rostro.
Con adivinaciones del amor, construía tu rostro
en los lejanos patios de la infancia.
Con adivinaciones del amor, construía tu rostro
en los lejanos patios de la infancia.
Albañil con vergüenza,
yo me oculté del mundo para tallar tu imagen,
para darte la voz,
para poner dulzura en tu saliva.
Cuántas veces temblé
apenas si cubierto por la luz del verano
mientras te describía por mi sangre.
Pura mía,
estás hecha de cuántas estaciones
y tu gracia desciende como cuántos crepúsculos.
Cuántas de mis jornadas inventaron tus manos.
Qué infinito de besos contra la soledad
hunde tus pasos en el polvo.
Yo te oficié, te recité por los caminos,
escribí todos tus nombres al fondo de mi sombra,
te hice un sitio en mi lecho,
te amé, estela invisible, noche a noche.
Así fue que cantaron los silencios.
Años y años trabajé para hacerte
antes de oír un solo sonido de tu alma.
yo me oculté del mundo para tallar tu imagen,
para darte la voz,
para poner dulzura en tu saliva.
Cuántas veces temblé
apenas si cubierto por la luz del verano
mientras te describía por mi sangre.
Pura mía,
estás hecha de cuántas estaciones
y tu gracia desciende como cuántos crepúsculos.
Cuántas de mis jornadas inventaron tus manos.
Qué infinito de besos contra la soledad
hunde tus pasos en el polvo.
Yo te oficié, te recité por los caminos,
escribí todos tus nombres al fondo de mi sombra,
te hice un sitio en mi lecho,
te amé, estela invisible, noche a noche.
Así fue que cantaron los silencios.
Años y años trabajé para hacerte
antes de oír un solo sonido de tu alma.
Juan Gelman
Ramòn Gomez de la Serna, "( la fùnebre, falsa novela tàrtara) fragmento
La Tartaria es un lío terrible. Ni los
geógrafos ni los historiadores saben a qué atenerse. Pero un novelista
tiene la obligación de saber lo que es tártaro y lo que no es tártaro, y
poder hacer una novela tártara.
La Tartaria es país para novelistas, y yo bien sé que en una posada de Tartaria, viendo poner manteles sobre las mesas a mujeres típicas, se podría escribir la novela más novelesca de las novelas.
—¡Tartaria!, ¡Tartaria!
Yo la conocí un día azul, después de pasar el río Amarillo.
Mi Tartaria es la Tartaria de los grandes bosques, donde se vive de nueces, nueces como pan migoso, nueces en calderada y nueces en guiso de urraca que allí se come quitándola el luto por el que se hizo temible de otros estómagos.
Los tártaros confunden sus almas porque creen no poderse conocer. Ni su lengua ni su alma son claras, y por eso tienen prontos en que el ser más bueno mata a su madre, y el ser más malo se sacrifica como un verdadero santo.
Los tártaros quieren desconocerse, y en sus leyes hay una exculpación que no existe en ninguna otra ley, y que se basa en el instinto, o sea que si la fechoría la hicieron bajo el imperio del instinto tartárico, quedan absueltos. Lo que hay que apreciar en el crimen es si está claro el instinto, si el hecho ni tuvo ni antecedentes ni divagaciones o complicidades alrededor.
Lo que se llama el “instinto” es reconocido con valor omnímodo en Tartaria, pues los tártaros serán siempre en el fondo aquellos salvajes y terribles nómadas que, según la primera tradición, habían salido del profundo imperio llamado Tártaro.
La aldea de Tartaria en que pasa esta novela es la aldea de Kikir, donde los hombres y las mujeres visten trajes verdes acuchillados de amarillo y sombreros en punta, que les dan tipo de endemoniados.
Todos en Kikir tocan la flauta, y en los pueblos de alrededor dicen por eso que envenenan el viento y lo envenenan todo de veloces balines.
En el teatro, cuando hay función, los músicos tocan la flauta y todos los espectadores sacan de sus bolsillos sus flautas queridas y corean los flautinazos de la orquesta.
La Tartaria es país para novelistas, y yo bien sé que en una posada de Tartaria, viendo poner manteles sobre las mesas a mujeres típicas, se podría escribir la novela más novelesca de las novelas.
—¡Tartaria!, ¡Tartaria!
Yo la conocí un día azul, después de pasar el río Amarillo.
Mi Tartaria es la Tartaria de los grandes bosques, donde se vive de nueces, nueces como pan migoso, nueces en calderada y nueces en guiso de urraca que allí se come quitándola el luto por el que se hizo temible de otros estómagos.
Los tártaros confunden sus almas porque creen no poderse conocer. Ni su lengua ni su alma son claras, y por eso tienen prontos en que el ser más bueno mata a su madre, y el ser más malo se sacrifica como un verdadero santo.
Los tártaros quieren desconocerse, y en sus leyes hay una exculpación que no existe en ninguna otra ley, y que se basa en el instinto, o sea que si la fechoría la hicieron bajo el imperio del instinto tartárico, quedan absueltos. Lo que hay que apreciar en el crimen es si está claro el instinto, si el hecho ni tuvo ni antecedentes ni divagaciones o complicidades alrededor.
Lo que se llama el “instinto” es reconocido con valor omnímodo en Tartaria, pues los tártaros serán siempre en el fondo aquellos salvajes y terribles nómadas que, según la primera tradición, habían salido del profundo imperio llamado Tártaro.
La aldea de Tartaria en que pasa esta novela es la aldea de Kikir, donde los hombres y las mujeres visten trajes verdes acuchillados de amarillo y sombreros en punta, que les dan tipo de endemoniados.
Todos en Kikir tocan la flauta, y en los pueblos de alrededor dicen por eso que envenenan el viento y lo envenenan todo de veloces balines.
En el teatro, cuando hay función, los músicos tocan la flauta y todos los espectadores sacan de sus bolsillos sus flautas queridas y corean los flautinazos de la orquesta.
viernes, 12 de octubre de 2012
Jaime Sabines, ( una sangre rebelde y sin cansancio)
He aquí que tú estás sola y que estoy solo.
Haces tus cosas diariamente y piensas
y yo pienso y recuerdo y estoy solo.
A la misma hora nos recordamos algo
Haces tus cosas diariamente y piensas
y yo pienso y recuerdo y estoy solo.
A la misma hora nos recordamos algo
y nos sufrimos. Como una droga mía y tuya
somos, y una locura celular nos recorre
y una sangre rebelde y sin cansancio.
Se me va a hacer llagas este cuerpo solo,
se me caerá la carne trozo a trozo.
Esto es lejía y muerte.
El corrosivo estar, el malestar
muriendo es nuestra muerte.
Ya no sé dónde estás. Yo ya he olvidado
quién eres, dónde estás, cómo te llamas.
Yo soy sólo una parte, sólo un brazo,
una mitad apenas, sólo un brazo.
Te recuerdo en mi boca y en mis manos.
Con mi lengua y mis ojos y mis manos
te sé, sabes a amor, a dulce amor, a carne,
a siembra , a flor, hueles a amor, a ti,
hueles a sal, sabes a sal, amor y a mí.
En mis labios te sé, te reconozco,
y giras y eres y miras incansable
y toda tú me suenas
dentro del corazón como mi sangre.
Te digo que estoy solo y que me faltas.
Nos faltamos, amor, y nos morimos
y nada haremos ya sino morirnos.
Esto lo sé, amor, esto sabemos.
Hoy y mañana, así, y cuando estemos
en nuestros brazos simples y cansados,
me faltarás, amor, nos faltaremos.
somos, y una locura celular nos recorre
y una sangre rebelde y sin cansancio.
Se me va a hacer llagas este cuerpo solo,
se me caerá la carne trozo a trozo.
Esto es lejía y muerte.
El corrosivo estar, el malestar
muriendo es nuestra muerte.
Ya no sé dónde estás. Yo ya he olvidado
quién eres, dónde estás, cómo te llamas.
Yo soy sólo una parte, sólo un brazo,
una mitad apenas, sólo un brazo.
Te recuerdo en mi boca y en mis manos.
Con mi lengua y mis ojos y mis manos
te sé, sabes a amor, a dulce amor, a carne,
a siembra , a flor, hueles a amor, a ti,
hueles a sal, sabes a sal, amor y a mí.
En mis labios te sé, te reconozco,
y giras y eres y miras incansable
y toda tú me suenas
dentro del corazón como mi sangre.
Te digo que estoy solo y que me faltas.
Nos faltamos, amor, y nos morimos
y nada haremos ya sino morirnos.
Esto lo sé, amor, esto sabemos.
Hoy y mañana, así, y cuando estemos
en nuestros brazos simples y cansados,
me faltarás, amor, nos faltaremos.
Jaime Sabines
foto Qi Zhou
Pablo Neruda, las palabras (12 de octubre)
Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan.
Me posterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo todas las palabras. Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se escuchan, hasta que de pronto caen…
Vocablos amados. Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras…
Son tan hermosas que las quiero poner en mi poema. Las agarro al vuelo cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces, las revuelvo, las agito, me las bebo, las trituro, las libero, las emperejilo…
Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola.
Todo está en la palabra. Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se colocó dentro de una frase que no la esperaba…
Tienen sombra, transparencia, peso, plumas. Tienen todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto trasmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recientísimas. Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada…
Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos. Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, tabaco negro, oro, maíz con un apetito voraz.
Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías… Pero a los conquistadores se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí, resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… salimos ganando. Se llevaron el oro y nos dejaron el oro. Se llevaron mucho y nos dejaron mucho…
Nos dejaron las palabras.
Me posterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo todas las palabras. Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se escuchan, hasta que de pronto caen…
Vocablos amados. Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras…
Son tan hermosas que las quiero poner en mi poema. Las agarro al vuelo cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces, las revuelvo, las agito, me las bebo, las trituro, las libero, las emperejilo…
Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola.
Todo está en la palabra. Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se colocó dentro de una frase que no la esperaba…
Tienen sombra, transparencia, peso, plumas. Tienen todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto trasmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recientísimas. Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada…
Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos. Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, tabaco negro, oro, maíz con un apetito voraz.
Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías… Pero a los conquistadores se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí, resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… salimos ganando. Se llevaron el oro y nos dejaron el oro. Se llevaron mucho y nos dejaron mucho…
Nos dejaron las palabras.
jueves, 11 de octubre de 2012
Pablo Ramos, Historia del cuento por que el cielo es azul
El cuento se me ocurrió hace mucho tiempo, tal vez cuando yo tenía 21 años, más o menos, y ni soñaba con ser escritor (sí soñaba con cuentos que escribía en mi cabeza y listo). En aquel tiempo había sido padre y trabajaba más de quince horas por día. Me salvaba escuchar música. Estaba obsesionado con este tema de Los Beatles, había transcripto la partitura y lo tocabatdo el tiempo, buscaba y busco aún una similitud con pasajes de Beethowen. Estaba maravillado, también, con esa manera de expresar la angustia leve, la tristeza casi imperceptible pero tan mía (pensaba yo en aquellos tiempos) que me producela belleza: la conciencia de la belleza, es lo que quiero decir.
Pero no se me ocurrió el cuento como cuento, se me ocurrió como situación.
algo así; "Qué bueno sería si alguien, luego de un malentendido doloroso, saliera del paso por la tangente, y que esa tangente fuera hablar de “Because“ de Los Beatles. Pensé que el final de mi historia sería: “Qué tontería esa, que tontería más grande”. Tenía que ser genial. ¿Por qué? Porque iba a impactar exactamente al revés en el lector. El lector iba a sentir: “No, te equivocaste hermano, ¿no lo ves? no hay cosa en el mundo más importante que esta, qué lejos que está todo esto de ser una tontería”.
Mucho tiempo después lo escribí. Pero cometí un error de principiante distraído, un error que nunca saltó en el taller, porque no era de principiante-principiante, sino que era de Ramos principiante de Ramos. O sea, cuando aún no tenía claro lo que busco en una historia. Y escribí el cuento y le puse ese final… pero la frase la decía él. ¡Qué estúpido! El, que sabía inglés; él, que sabía lo que eso era y que había ido ahí a perturbar a alguien casi porque sí, alguien a priori más humilde, más vulnerable. El día que me di cuenta de que Ella era quien tenía que decir eso, llamé por teléfono a Inés Gardland y salté de acá para allá en una pata. Era ESO, lo que yo buscaba, lo que iba a buscar de ahí en más, todos los días de mi vida: más de eso, más de lo mismo.
Parece una tontería ¿no?
El cuento:
—Es así —me dice de espaldas, con la cabeza metida en la pileta de la cocina, mientras
termina de enjuagarse el pelo—, ni te das cuenta de que el tiempo pasa.
Se hace un turbante con la toalla, se da vuelta, toma el mate de arriba de la mesada y
chupa de la bombilla hasta que el ruido le avisa que debe volver a cebar. Ceba otro, me lo
da y soy cuidadoso de no tocarle la mano, de no romper el hechizo sin el cual, tal vez, no
habría llegado nunca hasta su casa.
—Qué vergüenza, agarrarme justo cuando me lavaba el pelo —me dice—. Con la que
me veo a veces es con la santiagueña. ¿Te acordás de la santiagueña? Andaba con el Turco.
¿Qué se habrá hecho del Turco?
Se sienta. Supongo que mientras habla de cosas sin importancia trata de encontrar al
pibe que debo haber sido hace más de quince años. Seguro piensa que algo debe quedar:
una señal, un resto de luz oculto en alguna parte. O puede simplemente que esté tratando
de acomodarse, de amortiguar el impacto de mi visita. Yo estoy sentado y sigo sin saber
cómo llegué hasta acá. Cómo fue que esta tarde me subí al tren, recorrí las cuadras desde
la estación hasta su casa con un paquete defacturas, golpeé la puerta —después de tantos
años— y le dije que venía a tomar unos mates.
Tiene un vestido floreado y suelto, humedecido en el escote, con botones en el frente
y completamente abrochado. Está nerviosa. Sentada en la otra punta de la mesa no ha parado
un instante de hablar, y ahora se inclina hacia delante y busca una factura en el paquete
abierto. Puedo ver la forma de sus pechos porque la luz que entra por la ventana le vuelve
trasparente el vestido. Pienso que pudo haber sido mi madre, que en una época deseé que
fuera mi madre y hasta se lo dije.
—Madre Teresa —digo. Pero ella no escucha, o hace que no escucha.
—Mirá que seguís siendo loco, eh —dice.
Después me pregunta qué bicho me picó, por dónde anduve. Querrá saber qué fue de la vida de un chico de catorce años quevpensaba que una puta era una especie de diosavdel Olimpo.
—El tiempo vuela —dice—. Queríasvser músico y doctor. No tenés cara de ningunavde las dos cosas. Querías ser chulo también.vCómo me hacías reír, ¿te acordás? Siempre fuiste tan gracioso.
—Me casé. Me separé —digo—. Tengo un hijo que se llama Alejandro.
Ahora me pasa la pava para que yo cebe. Vuelco un poco de yerba sobre un costado del papel de las facturas y acomodo la bombilla. En silencio, la miro frotarse la cabeza con la toalla. Sacudir el pelo rubio para los dos lados, peinarse con la mano abriendo los dedos para formar una peineta. Teresa hace estas cosas con una energía desmedida, como si los movimientos bruscos la ayudaran a pensar
mejor, a concebir la pregunta que contenga todos los interrogantes que le deben estar pasando
por la mente. Se detiene. Suspira con un dejo de cansancio y se para.
—Estarás necesitando mujer —dice.
Yo pienso que debería irme. No sé a que vine pero seguro que no a humillarme, ni a
humillarla a ella. De golpe me siento asustado, me siento triste.
—Me voy al sur; a laburarla de verdad, sabés —digo.
Teresa recorta el pedazo de papel donde el poquito de yerba húmeda hizo una aureola
verde, envuelve la yerba, va hasta el cesto de basura que está cerca de la pileta y la tira.
—Contame algo del pibe, che. ¿Alejandro dijiste que se llama? Contame, ¿se parece a
vos?
—Es igual a la madre —digo, y el silencio de ella debe tener que ver con el tono suave
de mi voz, con las palabras comunes y corrientes que acabo de pronunciar. Tal vez ya se dio
cuenta de que siento desprecio por mí, por mi manera mezquina de pensar, de relacionarme
con el mundo; porque soy incapaz de confiar, de no sentir que el otro oculta siempre intenciones
secretas que no se atreve a sacar a la luz.
—Vos eras hermoso, sabés —dice Teresa—, me refiero a lo que eras, a la persona que eras, a las cosas que decías.
Se acerca por detrás, me rodea el cuello con los brazos y me pasa las manos por el pecho. Se apoya contra mi espalda, me tira el cuerpo encima. Me quedo sentado. La siento
alejarse y giro sobre la silla. Está desabrochándose el vestido. No rápidamente, tampoco con una lentitud que deje espacio a alguna duda. Está por desprender el último botón y yo temo que ese solo acto logre entristecer el mundo para siempre. No digo nada y ella debe interpretar mal ese silencio. Se lleva las manos a la cintura y, abriéndose el vestido, me deja ver sus pechos desnudos, una bombacha ajustada y negra, sus piernas todavía hermosas. Ahí está Teresa y ahí se queda ahora, parada cerca
de mí, ofreciéndose, un fantasma en la penumbra.
—Teresa —digo.
No quiero mirar su cuerpo y busco sus ojos cuando el sol, desde atrás del paredón del baldío de enfrente, colorea la cocina de un naranja irreal, ilumina su pelo húmedo que huele a champú de manzanas, su cara de polaca, de judía, una mueca feroz bajo los delicados rasgos de su nariz. Yo sigo inmóvil, con losbrazos caídos a los costados. Ella desvía definitivamentela mirada.
—¿Te acordás del disco que me regalaste?
—Se ha dado vuelta; se está cerrando el vestido.
—¿Te acordás o no? —dice de espaldas—.Todavía lo tengo, en un sobre. Fue cuando empezaste con el inglés. Estabas meta traducir canciones. A veces quiero acordarme. Es como tener una espina, esto de no poder acordarse.
Se mete en la pieza y, lo sé, está juntando fuerzas para poder mirarme a la cara cuando vuelva. No puedo dejar de reconocer su oficio en eso. Ahora sale, con un sobre, con el disco simple adentro, la mirada clavada en el aire.
—Hablaba de alguien que lloraba por una tontería —dice—, me acuerdo de eso: un
tipo que lloraba por una gran tontería.
—Porque el cielo es azul me hace llorar —digo.
—Eso, sí, ¿qué alivio es acordarse, no? Porque el cielo es azul, me hace llorar —dice
Teresa—. Qué tipo más raro. Qué tontería más grande.
—Es así —me dice de espaldas, con la cabeza metida en la pileta de la cocina, mientras
termina de enjuagarse el pelo—, ni te das cuenta de que el tiempo pasa.
Se hace un turbante con la toalla, se da vuelta, toma el mate de arriba de la mesada y
chupa de la bombilla hasta que el ruido le avisa que debe volver a cebar. Ceba otro, me lo
da y soy cuidadoso de no tocarle la mano, de no romper el hechizo sin el cual, tal vez, no
habría llegado nunca hasta su casa.
—Qué vergüenza, agarrarme justo cuando me lavaba el pelo —me dice—. Con la que
me veo a veces es con la santiagueña. ¿Te acordás de la santiagueña? Andaba con el Turco.
¿Qué se habrá hecho del Turco?
Se sienta. Supongo que mientras habla de cosas sin importancia trata de encontrar al
pibe que debo haber sido hace más de quince años. Seguro piensa que algo debe quedar:
una señal, un resto de luz oculto en alguna parte. O puede simplemente que esté tratando
de acomodarse, de amortiguar el impacto de mi visita. Yo estoy sentado y sigo sin saber
cómo llegué hasta acá. Cómo fue que esta tarde me subí al tren, recorrí las cuadras desde
la estación hasta su casa con un paquete defacturas, golpeé la puerta —después de tantos
años— y le dije que venía a tomar unos mates.
Tiene un vestido floreado y suelto, humedecido en el escote, con botones en el frente
y completamente abrochado. Está nerviosa. Sentada en la otra punta de la mesa no ha parado
un instante de hablar, y ahora se inclina hacia delante y busca una factura en el paquete
abierto. Puedo ver la forma de sus pechos porque la luz que entra por la ventana le vuelve
trasparente el vestido. Pienso que pudo haber sido mi madre, que en una época deseé que
fuera mi madre y hasta se lo dije.
—Madre Teresa —digo. Pero ella no escucha, o hace que no escucha.
—Mirá que seguís siendo loco, eh —dice.
Después me pregunta qué bicho me picó, por dónde anduve. Querrá saber qué fue de la vida de un chico de catorce años quevpensaba que una puta era una especie de diosavdel Olimpo.
—El tiempo vuela —dice—. Queríasvser músico y doctor. No tenés cara de ningunavde las dos cosas. Querías ser chulo también.vCómo me hacías reír, ¿te acordás? Siempre fuiste tan gracioso.
—Me casé. Me separé —digo—. Tengo un hijo que se llama Alejandro.
Ahora me pasa la pava para que yo cebe. Vuelco un poco de yerba sobre un costado del papel de las facturas y acomodo la bombilla. En silencio, la miro frotarse la cabeza con la toalla. Sacudir el pelo rubio para los dos lados, peinarse con la mano abriendo los dedos para formar una peineta. Teresa hace estas cosas con una energía desmedida, como si los movimientos bruscos la ayudaran a pensar
mejor, a concebir la pregunta que contenga todos los interrogantes que le deben estar pasando
por la mente. Se detiene. Suspira con un dejo de cansancio y se para.
—Estarás necesitando mujer —dice.
Yo pienso que debería irme. No sé a que vine pero seguro que no a humillarme, ni a
humillarla a ella. De golpe me siento asustado, me siento triste.
—Me voy al sur; a laburarla de verdad, sabés —digo.
Teresa recorta el pedazo de papel donde el poquito de yerba húmeda hizo una aureola
verde, envuelve la yerba, va hasta el cesto de basura que está cerca de la pileta y la tira.
—Contame algo del pibe, che. ¿Alejandro dijiste que se llama? Contame, ¿se parece a
vos?
—Es igual a la madre —digo, y el silencio de ella debe tener que ver con el tono suave
de mi voz, con las palabras comunes y corrientes que acabo de pronunciar. Tal vez ya se dio
cuenta de que siento desprecio por mí, por mi manera mezquina de pensar, de relacionarme
con el mundo; porque soy incapaz de confiar, de no sentir que el otro oculta siempre intenciones
secretas que no se atreve a sacar a la luz.
—Vos eras hermoso, sabés —dice Teresa—, me refiero a lo que eras, a la persona que eras, a las cosas que decías.
Se acerca por detrás, me rodea el cuello con los brazos y me pasa las manos por el pecho. Se apoya contra mi espalda, me tira el cuerpo encima. Me quedo sentado. La siento
alejarse y giro sobre la silla. Está desabrochándose el vestido. No rápidamente, tampoco con una lentitud que deje espacio a alguna duda. Está por desprender el último botón y yo temo que ese solo acto logre entristecer el mundo para siempre. No digo nada y ella debe interpretar mal ese silencio. Se lleva las manos a la cintura y, abriéndose el vestido, me deja ver sus pechos desnudos, una bombacha ajustada y negra, sus piernas todavía hermosas. Ahí está Teresa y ahí se queda ahora, parada cerca
de mí, ofreciéndose, un fantasma en la penumbra.
—Teresa —digo.
No quiero mirar su cuerpo y busco sus ojos cuando el sol, desde atrás del paredón del baldío de enfrente, colorea la cocina de un naranja irreal, ilumina su pelo húmedo que huele a champú de manzanas, su cara de polaca, de judía, una mueca feroz bajo los delicados rasgos de su nariz. Yo sigo inmóvil, con losbrazos caídos a los costados. Ella desvía definitivamentela mirada.
—¿Te acordás del disco que me regalaste?
—Se ha dado vuelta; se está cerrando el vestido.
—¿Te acordás o no? —dice de espaldas—.Todavía lo tengo, en un sobre. Fue cuando empezaste con el inglés. Estabas meta traducir canciones. A veces quiero acordarme. Es como tener una espina, esto de no poder acordarse.
Se mete en la pieza y, lo sé, está juntando fuerzas para poder mirarme a la cara cuando vuelva. No puedo dejar de reconocer su oficio en eso. Ahora sale, con un sobre, con el disco simple adentro, la mirada clavada en el aire.
—Hablaba de alguien que lloraba por una tontería —dice—, me acuerdo de eso: un
tipo que lloraba por una gran tontería.
—Porque el cielo es azul me hace llorar —digo.
—Eso, sí, ¿qué alivio es acordarse, no? Porque el cielo es azul, me hace llorar —dice
Teresa—. Qué tipo más raro. Qué tontería más grande.
*este cuento fue tomado del blog del Maestro Pablo Ramos:http://laarquitecturadelamentira.blogspot.com.ar/
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