La
teoría según la cual todos los objetos del universo se influyen
mutuamente, aun más allá de la causalidad y el silogismo, ha sido
sostenida por muchas civilizaciones.
Se
sabe que la visión de un meteorito asegura el cumplimiento de un
anhelo. La incompetencia de los emperadores chinos produce terremotos.
El futuro imprime advertencias en las entrañas de las aves.
La adecuada pronunciación de una palabra puede destruir el mundo.
Yo,
desde chico, he participado —sin admitirlo— de estas convicciones. Con
toda frecuencia, me imponía sencillas maniobras y preveía unas módicas
sanciones para el caso de su incumplimiento. Antes de acostarme, cerraba
las puertas de los roperos, sabiendo que si no lo hacía debería
soportar pesadillas. Bajaba de la cama con el pie derecho. Evitaba pisar
baldosas celestes. Al interrumpir la lectura, cuidaba de hacerlo en una
palabra terminada en ese.
Los
castigos que imaginaba eran al principio leves. Pero después empecé a
jugar fuerte. Si me cortaba las uñas por las noches, mi madre moriría;
si hablaba con un japonés, quedaría mudo; si no alcanzaba a tocar las
ramas de algunos árboles, dejaría de caminar para siempre.
Este
repertorio legislativo fue creciendo con el tiempo y al llegar mi
adolescencia, mi vida transcurría en medio de una intrincada red de
obligaciones y prohibiciones, a menudo contradictorias.
Todo se hizo más simple —más dramático— cuando descubrí las carreras secretas.
Describiré
sus reglas. Se trata de elegir en la calle a una persona de caminar
ágil y proponerse alcanzarla antes de llegar a un punto establecido.
Está rigurosamente prohibido correr.
Antes
del comienzo de cada justa, se deciden las recompensas y penalidades:
si llego a la esquina antes que el pelado, aprobaré el examen de
lingüística.
Durante
largos años, competí sin perder jamás. Me asistía una ventaja decisiva:
mis adversarios no estaban enterados de su participación y por lo
tanto, casi no oponían resistencia. Obtuve premios fabulosos. En
Constitución, me aseguré de vivir más de noventa años. En la calle
Solís, garanticé la prosperidad de mis familiares y amigos. En el
subterráneo de Palermo, por escaso margen, logré que Dios existiera.
Tantas
victorias me volvieron imprudente. Cada vez elegía rivales más
difíciles de alcanzar. Cada vez los castigos que me prometía eran más
horrorosos.
Una
tarde, al bajar del tren en Retiro, puse mis ojos en un marinero que
marchaba unos veinte pasos delante de mí. Me hice el propósito de
alcanzarlo antes de la puerta del andén.
Con
el coraje y la generosidad que suelen ser hijos del aburrimiento,
resolví jugármelo todo. Una vida feliz, si ganaba. Una existencia
mezquina, si perdía. Y como una compadreada final, me vacié los
bolsillos: aposté el amor de la mujer deseada.
Apuré
la marcha. Poco a poco fui acortando las ventajas que el joven me
llevaba. Las dificultades comenzaron pronto: un familión me cerró el
camino y perdí segundos preciosos. Al borde del ridículo, ensayé el más
veloz de los pasos gimnásticos. El infierno me envió unos changadores en
sentido contrario. Después tuve que eludir a unas colegialas que se
divertían empujándose. La carrera estaba difícil, tuve miedo.
Ya cerca de la meta, conseguí ponerme a la par del marinero.
Lo
miré y descubrí algo escalofriante: él también competía. Y no estaba
dispuesto a dejarse vencer. Había en sus ojos un desafío y una
determinación que me llenaron de espanto.
En
los últimos metros, perdimos toda compostura. Pedíamos permiso a los
gritos, y sin el menor pudor, empujábamos a cualquiera. Pensé en la
mujer que amaba y estuve al borde del sollozo. En el último instante,
cuando ya parecía perdido, una reserva misteriosa de fortaleza y valor
me permitió cruzar la puerta con lo que yo creí una ínfima ventaja.
Sentí
alivio y felicidad. Pensé que aquella misma noche mis sueños amorosos
empezarían a cumplirse. No pude reprimir un ademán de victoria. Alcé los
brazos y miré al cielo. Después, como en un gesto de cortesía, busqué
al marinero. Lo que vi me llenó de perplejidad. También él festejaba con
unos saltitos ridículos. Por un instante nos miramos y hubo entre
nosotros un no expresado litigio.
Era evidente que aquel hombre creía haberme ganado. Sin embargo, yo estaba seguro de haberle sacado, al menos, una baldosa.
Entonces
dudé. ¿Había calculado bien? ¿Cuál sería el procedimiento legal en esos
casos? Desde luego, no me atreví a consultarlo con el marinero. Me
alejé confundido y pensé que pronto conocería el veredicto. Una vida
dichosa, un amor correspondido, darían fe de mi triunfo. La suerte
aciaga, el rechazo terco, me harían comprender la derrota.
Pasaron los años y nunca supe si en verdad gané aquella carrera. Muchas veces fui afortunado, muchas otras conocí la desdicha.
La mujer de mis sueños me aceptó y rechazó sucesivamente.
Todas
las noches pienso en buscar a aquel marinero y preguntarle cómo lo
trata la suerte. Solamente él tiene la respuesta acerca de la exacta
naturaleza de mi destino. Quizá, en alguna parte, también él me esté
buscando. Me niego a considerar una posibilidad que algunos amigos me
han señalado: la inoperancia de los triunfos o derrotas obtenidos en
carreras secretas.Alejandro Dolina
No hay comentarios:
Publicar un comentario