Dario Sztajnszrajber , Vomito de perro (sobre la confesiòn imposible)
Dicen que la palabra sana, pero a mi las palabras
me dan miedo. Dicen que hay que buscar las configuraciones invisibles, pero a
mi las construcciones lingüísticas me esclavizan, me someten, me abochornan.
Recorrer el habla para poder escuchar no su sentido, sino su sonido. Recorrer
el habla no para, o sea recorrerla para nada. ¿Pero por qué la palabra siempre
abre nuevas significaciones? ¿Por qué la palabra reproduce más palabras que intentan
dar sentido con palabras a lo que se supone que implica otro sentido, otras
palabras que no son las que se muestran? Anhelo ese Edén donde las palabras
reflejaban la verdadera naturaleza de las cosas, aunque siempre me quedará el
sinsabor de no haber podido clasificar a la palabra como una cosa. La palabra
no es una cosa, pero las cosas se nos presentan como palabras. Un mundo siempre
asimétrico que nos exige poner orden. ¿Pero no es el orden un castigo? En
definitiva, ¿qué es una palabra? Si ya la privamos de todo realismo, ¿no es
todo lenguaje en algún sentido una confesión? ¿Y no es toda confesión, en otro
sentido, la sustanciación de esta puesta que somos y que pretende
incesantemente romper la dicotomía entre lo verdadero y lo falso? Pero hay algo
peor (o mejor): ¿no es toda confesión, en última instancia, una manera de pedir
perdón? Así la ciencia pide perdón por la manipulación de la naturaleza y así
el arte pide perdón por hacernos digeribles los sinsentidos. Así la política
pide perdón por ocultar las injusticias originarias y así la religión pide
perdón por que no hay perdón. No, no lo hay. Nadie termina nunca de salirse de
sí mismo, nadie se expropia. Nadie perdona dice Derridá lo imperdonable y por
eso el perdón es imposible. Dar es imposible. Los vínculos son imposibles. Lo
único posible es parece terminar siendo esta podredumbre que se interioriza en
este olor que algunos llaman el yo. Es que la confesión nunca arranca las
entrañas, no es entrañable. Nada es entrañable, sino que lo que duele y lo que
goza siempre es del otro. La confesión es para otro. Es siempre esa puesta
donde se juega la tensión entre lo que ya no quiero ser y lo que ya se que no
voy a querer ser mañana cuando lo sea, y sin embargo lo único que importa es
que el otro te crea y esa doble mentira (el otro que te miente para que uno se
mienta) te transforme. Te convierta. Toda confesión es una conversión, pero
nunca es honesta. La honestidad no existe. Honestos son los perros que te
chupan porque quieren comer. Lo humano cuando es perro es honesto, pero cuando
es humano se confiesa. Toda la cultura es una confesión: lo humano se pide
perdón a si mismo, pero incluso ese pedido es siempre parcial. Todo lo
imposible se arrastra sobre las posibilidades de lo posible. Vivimos arrepintiéndonos
porque todo siempre pudo ser de otra manera, pero la desidia ontológica puede
más y uno no mueve o ni siquiera sabe cómo podría hacer para mover. Quedamos
perplejos y en esa hiancia empezamos a llorar. Un llanto escondido es siempre
una confesión. Sabemos por qué lloramos, pero no lo sabemos con la mente y
entonces suponemos que no lo sabemos cuando en realidad lo sabemos porque el
saber se mueve por otros lados. Se mueve por lo imposible. Y son esos lados los
que desacomodan toda estantería que se mantiene en pie gracias a esos dos
pilares en los que uno tanto cree y que un día o un minuto o un segundo, cuando
los fuimos a revisitar, ya no estaban. Confieso que creía, pero no se por qué
ya no creo más, o más bien paso a creer en otra cosa, ya que la desvinculación
absoluta es también una creencia y si dejo de creer en lo que creo es porque
estoy creyendo ya en algo más aunque todavía no sepa en qué. Solo debo abrir la
boca y vomitar palabras. Solo debo vomitar. A mi las palabras me dan miedo porque
todo me da miedo y porque todo es palabra. A mi el vómito me da miedo porque
tengo miedo que un día me salga de adentro todo lo que no tengo y que es lo
único que desearía seguir sosteniendo. A mí. Necesito confesarme sin ser yo.
Creo que la única confesión posible es aquella donde otros hablan por mí. Desde
mí. Solo cuando yo me confieso, no me confieso. El vómito también es de los
otros. Llegará el día en que por suerte todo se olvide. Solo el olvido no se
confiesa. Sobrevivir es un acto de olvido. Necesito pedir perdón por todo lo
que olvido y en especial por este olvido constante con lo que me rodea. No se
trata de un olvido amnésico, ya que recuerdo lo que olvido. Se trata otra vez
de una ontología. Todo resulta demasiado escabroso como para que, además,
debamos hacernos cargo de lo que igual nos excede. El problema no es el mundo
sino la falsa responsabilidad que enajenamos de creer que nunca moriremos si
nos hacemos cargo de todo. ¿Pero qué es hacerse cargo de todo? ¿No es no
hacerse cargo de nada? ¿Quién entrará al cielo al final? ¿Aquel que se la pasa
lamentándose o aquel que se la pasa haciendo cosas creyendo que de ese modo
está haciendo cosas? ¿Aquel que se vomitó encima o aquel que como en ese poema
de Baudelaire, regaló la moneda falsa? Sí, la moneda falsa. Esa que entregamos
todo el tiempo a todos en el tiempo. Toda confesión es una moneda falsa. Toda
moneda es falsa. Toda confesión es una moneda. Pero todo intercambio nunca es
honesto y por eso los perros no utilizan monedas. Los perros no se confiesan.
Quiero ser un perro. Soy un perro. Confieso que soy un perro. No soy un perro.
Espero que algún día alguien me perdone. Espero que algún día pueda perdonarme.
Espero que algún día el perdón pueda perdonarme. Soy casi un perro, creo que lo
voy a lograr. La palabra definitivamente no sana, sino enferma. La palabra
enferma la palabra. Algún día dejaré de hablar. Algún día todo será vómito…
http://sztajnszrajber.blogspot.com.ar/
Dario Sztajnszrajber
cuadro: Giorgio de Chirico
No hay comentarios:
Publicar un comentario