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jueves, 11 de octubre de 2012

Pablo Ramos, Historia del cuento por que el cielo es azul

Historia del cuento:

El cuento se me ocurrió hace mucho tiempo, tal vez cuando yo tenía 21 años, más o menos, y ni soñaba con ser escritor (sí soñaba con cuentos que escribía en mi cabeza y listo). En aquel tiempo había sido padre y trabajaba más de quince horas por día. Me salvaba escuchar música. Estaba obsesionado con este tema de Los Beatles, había transcripto la partitura y lo tocabatdo el tiempo, buscaba y busco aún una similitud con pasajes de Beethowen. Estaba maravillado, también, con esa manera de expresar la angustia leve, la tristeza casi imperceptible pero tan mía (pensaba yo en aquellos tiempos) que me producela belleza: la conciencia de la belleza, es lo que quiero decir.
Pero no se me ocurrió el cuento como cuento, se me ocurrió como situación.
algo así; "Qué bueno sería si alguien, luego de un malentendido doloroso, saliera del paso por la tangente, y que esa tangente fuera hablar de “Because“ de Los Beatles. Pensé que el final de mi historia sería: “Qué tontería esa, que tontería más grande”. Tenía que ser genial. ¿Por qué? Porque iba a impactar exactamente al revés en el lector. El lector iba a sentir: “No, te equivocaste hermano, ¿no lo ves? no hay cosa en el mundo más importante que esta, qué lejos que está todo esto de ser una tontería”.
Mucho tiempo después lo escribí. Pero cometí un error de principiante distraído, un error que nunca saltó en el taller, porque no era de principiante-principiante, sino que era de Ramos principiante de Ramos. O sea, cuando aún no tenía claro lo que busco en una historia. Y escribí el cuento y le puse ese final… pero la frase la decía él. ¡Qué estúpido! El, que sabía inglés; él, que sabía lo que eso era y que había ido ahí a perturbar a alguien casi porque sí, alguien a priori más humilde, más vulnerable. El día que me di cuenta de que Ella era quien tenía que decir eso, llamé por teléfono a Inés Gardland y salté de acá para allá en una pata. Era ESO, lo que yo buscaba, lo que iba a buscar de ahí en más, todos los días de mi vida: más de eso, más de lo mismo.
Parece una tontería ¿no?

El cuento:

—Es así —me dice de espaldas, con la cabeza metida en la pileta de la cocina, mientras

termina de enjuagarse el pelo—, ni te das cuenta de que el tiempo pasa.
Se hace un turbante con la toalla, se da vuelta, toma el mate de arriba de la mesada y
chupa de la bombilla hasta que el ruido le avisa que debe volver a cebar. Ceba otro, me lo
da y soy cuidadoso de no tocarle la mano, de no romper el hechizo sin el cual, tal vez, no
habría llegado nunca hasta su casa.

—Qué vergüenza, agarrarme justo cuando me lavaba el pelo —me dice—. Con la que

me veo a veces es con la santiagueña. ¿Te acordás de la santiagueña? Andaba con el Turco.
¿Qué se habrá hecho del Turco?

Se sienta. Supongo que mientras habla de cosas sin importancia trata de encontrar al

pibe que debo haber sido hace más de quince años. Seguro piensa que algo debe quedar:
una señal, un resto de luz oculto en alguna parte. O puede simplemente que esté tratando
de acomodarse, de amortiguar el impacto de mi visita. Yo estoy sentado y sigo sin saber
cómo llegué hasta acá. Cómo fue que esta tarde me subí al tren, recorrí las cuadras desde
la estación hasta su casa con un paquete defacturas, golpeé la puerta —después de tantos
años— y le dije que venía a tomar unos mates.

Tiene un vestido floreado y suelto, humedecido en el escote, con botones en el frente

y completamente abrochado. Está nerviosa. Sentada en la otra punta de la mesa no ha parado
un instante de hablar, y ahora se inclina hacia delante y busca una factura en el paquete
abierto. Puedo ver la forma de sus pechos porque la luz que entra por la ventana le vuelve
trasparente el vestido. Pienso que pudo haber sido mi madre, que en una época deseé que
fuera mi madre y hasta se lo dije.

—Madre Teresa —digo. Pero ella no escucha, o hace que no escucha.


—Mirá que seguís siendo loco, eh —dice.


Después me pregunta qué bicho me picó, por dónde anduve. Querrá saber qué fue de la vida de un chico de catorce años quevpensaba que una puta era una especie de diosavdel Olimpo.


—El tiempo vuela —dice—. Queríasvser músico y doctor. No tenés cara de ningunavde las dos cosas. Querías ser chulo también.vCómo me hacías reír, ¿te acordás? Siempre fuiste tan gracioso.


—Me casé. Me separé —digo—. Tengo un hijo que se llama Alejandro.


Ahora me pasa la pava para que yo cebe. Vuelco un poco de yerba sobre un costado del papel de las facturas y acomodo la bombilla. En silencio, la miro frotarse la cabeza con la toalla. Sacudir el pelo rubio para los dos lados, peinarse con la mano abriendo los dedos para formar una peineta. Teresa hace estas cosas con una energía desmedida, como si los movimientos bruscos la ayudaran a pensar

mejor, a concebir la pregunta que contenga todos los interrogantes que le deben estar pasando
por la mente. Se detiene. Suspira con un dejo de cansancio y se para.

—Estarás necesitando mujer —dice.

Yo pienso que debería irme. No sé a que vine pero seguro que no a humillarme, ni a
humillarla a ella. De golpe me siento asustado, me siento triste.

—Me voy al sur; a laburarla de verdad, sabés —digo.


Teresa recorta el pedazo de papel donde el poquito de yerba húmeda hizo una aureola

verde, envuelve la yerba, va hasta el cesto de basura que está cerca de la pileta y la tira.

—Contame algo del pibe, che. ¿Alejandro dijiste que se llama? Contame, ¿se parece a

vos?

—Es igual a la madre —digo, y el silencio de ella debe tener que ver con el tono suave

de mi voz, con las palabras comunes y corrientes que acabo de pronunciar. Tal vez ya se dio
cuenta de que siento desprecio por mí, por mi manera mezquina de pensar, de relacionarme
con el mundo; porque soy incapaz de confiar, de no sentir que el otro oculta siempre intenciones
secretas que no se atreve a sacar a la luz.

—Vos eras hermoso, sabés —dice Teresa—, me refiero a lo que eras, a la persona que eras, a las cosas que decías.


Se acerca por detrás, me rodea el cuello con los brazos y me pasa las manos por el pecho. Se apoya contra mi espalda, me tira el cuerpo encima. Me quedo sentado. La siento

alejarse y giro sobre la silla. Está desabrochándose el vestido. No rápidamente, tampoco con una lentitud que deje espacio a alguna duda. Está por desprender el último botón y yo temo que ese solo acto logre entristecer el mundo para siempre. No digo nada y ella debe interpretar mal ese silencio. Se lleva las manos a la cintura y, abriéndose el vestido, me deja ver sus pechos desnudos, una bombacha ajustada y negra, sus piernas todavía hermosas. Ahí está Teresa y ahí se queda ahora, parada cerca
de mí, ofreciéndose, un fantasma en la penumbra.

—Teresa —digo.


No quiero mirar su cuerpo y busco sus ojos cuando el sol, desde atrás del paredón del baldío de enfrente, colorea la cocina de un naranja irreal, ilumina su pelo húmedo que huele a champú de manzanas, su cara de polaca, de judía, una mueca feroz bajo los delicados rasgos de su nariz. Yo sigo inmóvil, con losbrazos caídos a los costados. Ella desvía definitivamentela mirada.


—¿Te acordás del disco que me regalaste?


—Se ha dado vuelta; se está cerrando el vestido.


—¿Te acordás o no? —dice de espaldas—.Todavía lo tengo, en un sobre. Fue cuando empezaste con el inglés. Estabas meta traducir canciones. A veces quiero acordarme. Es como tener una espina, esto de no poder acordarse.


Se mete en la pieza y, lo sé, está juntando fuerzas para poder mirarme a la cara cuando vuelva. No puedo dejar de reconocer su oficio en eso. Ahora sale, con un sobre, con el disco simple adentro, la mirada clavada en el aire.


—Hablaba de alguien que lloraba por una tontería —dice—, me acuerdo de eso: un

tipo que lloraba por una gran tontería.

—Porque el cielo es azul me hace llorar —digo.


—Eso, sí, ¿qué alivio es acordarse, no? Porque el cielo es azul, me hace llorar —dice

    Teresa—. Qué tipo más raro. Qué tontería más grande.
*este cuento fue tomado del blog del Maestro Pablo Ramos:http://laarquitecturadelamentira.blogspot.com.ar/ 

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