Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana. Luces
trasnochadas que al apagarse nos dejan todavía más solos.
Telaraña que los alambres tejen sobre las azoteas. Trote hueco
de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.
¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo,
y cuál será la intención de los papeles que se
arrastran en los patios vacíos?
Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras, y
en que las cañerías tienen gritos estrangulados, como si
se asfixiaran dentro de las paredes.
A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el
espanto que sentirán las sombras, y quisiéramos avisarles
para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones. Y a veces las
cruces de los postes telefónicos, sobre las azoteas, tienen algo
de siniestro y uno quisiera rozarse a las paredes, como un gato o como
un ladrón.
Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano por el
lomo, y en las que súbitamente se comprende que no hay ternura
comparable a la de acariciar algo que duerme.
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