Desde la más tierna infancia, desde el principio, entendí que soy un
uruguayo atrapado en el cuerpo de un argentino. Ya de chico pensaba,
vivía y sentía como uruguayo, por más que tratase de ocultarlo a causa
del qué dirán. Mi mamá se dio cuenta una tarde que me vio tomando mate
solo a una edad imposible. A mi padre traté de ocultárselo más tiempo,
pero en el Mundial de España se me escapó un grito de gol. Imagino que
sufrió en silencio, aunque nunca hablamos del tema.
De chico
miraba con fascinación horas y horas, a escondidas, un mapa enorme del
Uruguay, y pronunciaba en voz alta los nombres de las ciudades en donde
me habría gustado nacer: Durazno, Canelones, Cabo Polonio, Treintaitrés.
Mi mamá golpeaba con insistencia la puerta del baño:
—¡Hernán!
¿Qué estás haciendo tanto tiempo ahí adentro? —me gritaba. Yo plegaba el
mapa, rojo de vergüenza, y tiraba la cadena para disimular, pero la oía
susurrarle a mi padre:— Tu hijo está otra vez metido en el baño, con el
mapa de Uruguay —decía acongojada—, vas a tener que hablar con ese
chico.
En el colegio, cuando todos cantaban el Himno en el salón de actos, yo cambiaba secretamente algunos versos. Oíd mortales el grito sagrado: Uruguay, Uruguay, Uruguay.
Posiblemente, al principio, haya sido una de esas taras que tenemos los
chicos para llamar la atención o requerir afecto, porque además de
uruguayo también yo decía ser panteísta. Pero lo segundo se me pasó
cuando conocí el choripán, y en cambio lo de ser uruguayo todavía me
persigue.
Y es que con el tiempo, en vez de menguar, la necesidad
de ser uruguayo crecía en mi pecho, incesante. Por eso en mi
adolescencia adoraba las noches limpias de verano, sin una sola nube,
ésas noches que permitían que la señal del canal doce de Montevideo
llegara casi perfecta al televisor de mi pieza. Me quedaba madrugadas
enteras viendo películas infames de trasnoche, solamente para disfrutar
de la publicidad charrúa, de ese acento cristalino, casi idéntico al mío
pero más entonado y cadencioso.
Más tarde, con la llegada de la
literatura, supe que mi obsesión no estaba mal encaminada. Leí una frase
de Cortázar a los quince años: "Un argentino que nunca fue a París es una especie de uruguayo".
Y yo me juré, como nomás jura un imbécil en la edad del pavo, que jamás
pisaría Francia. (No pude cumplir la promesa, y lo lamenté en el alma
en el mismo momento de pisar el aeropuerto Charles De Gaulle.)
En
esos tiempos mercedinos, conocer a un uruguayo verdadero me ponía la
piel de gallina. Una vez vino a la ciudad una banda que tenía un
baterista uruguayo. Yo le preguntaba cosas de una manera enloquecida,
como si Carl Sagan se hubiera encontrado con un marciano... Le
preguntaba a mi uruguayo si hacía frío o calor en su país, si había
montañas, si la cebolla hacía llorar. El baterista me miraba raro. "Es igual que acá, botija", me decía. Y yo pensaba: "¡Qué grandioso! Además de geniales, son humildes".
A
decir verdad, no sé qué estoy haciendo en Barcelona. Desde que tengo
memoria, siempre supe que mi destino estaría en Montevideo. Siempre creí
que terminaría viviendo allí, casado con una uruguaya de pelo suelto
experta en hacer ensaladas, y que yo fumaría en pipa y escribiría
cuentos uruguayos. No pudo ser, pero a veces me despierto con una
sensación de desasosiego, con una nostalgia de algo que no pasó jamás.
Quizás
por esa manía temprana, los protagonistas de mis primeras tres novelas
son uruguayos. Tampoco fue una decisión: surgió de ese modo, me sentía
más cómodo gritando al viento mi opción de identidad desde el disfraz de
la literatura. En una temporada de mi vida hasta aprendí a ponerme el
termo en el sobaco y cebar con la misma mano. En otra época, salía con
el mate a la calle para que la gente dijera "ahí va un uruguayo".
Durante los mundiales 86 y 90, por un odio cultural hacia Bilardo,
hinché abiertamente para Uruguay y lloré con el gol de Pasculi, que nos
dejó afuera.
A lo largo de mi vida no conocí nunca, pero nunca, a
un uruguayo malo, o cancherito, o pretencioso. Todos los uruguayos que
pasaron por mi vida fueron como ángeles, como hermanos reencontrados.
Incluso los muertos, los que nunca toqué. Quiroga, Felisberto, Onetti. A
veces, cuando un uruguayo me quiere hacer enojar diciéndome que Gardel
no es argentino, que en realidad nació del otro lado del Plata, yo para
mis adentros pienso: "A mí me pasa lo mismo".
Hace poco
estuvieron comiendo conmigo la cantante uruguaya Laura Canoura y el
guitarrista uruguayo Jorge Nocetti; y me pasó lo de siempre. Esa
sensación de hermandad, de bonanza, de estar con personas que he visto
siempre, con gente que permanece cerca a pesar de los aviones y los
regresos. Ellos provocan que, por un rato, el uruguayo que llevo dentro
salga a tomar el aire a la superficie de mi vida.
Por ejemplo, yo
no bailo. No sé bailar; no puedo. Sin embargo, la primera vez que lo vi
en vivo a Jaime Roos —fue en la Trastienda, hace muchos años— algo
dentro de mí pegó un salto, se desató a la mitad de "Colombina" y los
que estaban conmigo juran que me convertí en otro. Dicen que movía los
pies, dicen que de repente yo era un gordito con ritmo. No sé si es
verdad, porque no me acuerdo de nada. Pero es muy posible.
La
milonga de Borges me pone la piel de gallina. Hace un rato la busqué en
un libro porque quería poner unos versos en este artículo, y volvió a
conmoverme:
Hombro a hombro o pecho a pecho,
cuántas veces combatimos.
¡Cuántas veces nos corrieron,
cuántas veces los corrimos!Milonga para que el tiempo
vaya borrando fronteras;
por algo tienen los mismos
colores las dos banderas.
Habla
de eso mismo, Borges. De ese extraño sentimiento en donde no importan
las diferencias sino las similitudes. Somos un mismo pueblo que no
comparte nombre, pero da igual. Yo me siento partido al medio, pero
muchas veces más de aquel lado que de éste. No sé por qué.
Anoche
pensaba en todas estas cosas, mientras miraba el partido. La selección
de Uruguay necesitaba ganarle a Argentina para mantener vivas sus
chances mundialistas. Y yo, como muchos argentinos que también tienen un
uruguayo adentro, cerramos el puño y fuimos felices con el gol de
Recoba. Porque recordamos el placer de haber leído a Felisberto, porque
no podemos olvidar haber pescado en esos ríos y haber caminado de noche
por Montevideo, porque en el fondo sabemos que ellos son como nosotros
pero sin los defectos nuestros, porque aunque sean chiquitos son
nuestros hermanos mayores, porque saben mirar a los ojos y tienen esa
luz de pueblo silencioso en la mirada, y porque hace un mes mi hija fue
arrullada para dormirse por una de sus mejores voces. Gol de Recoba.
Uruguay sigue soñando con el Mundial y Chile se queda afuera. Justicia
poética.
Estamos hechos del mismo barro. Ésa es la diferencia
entre ser hermanos de sangre o ser nomás un país limítrofe. Yo ya tengo
un país limítrofe a la derecha, y es suficiente. Pero a la izquierda,
del lado del corazón y por suerte, tengo a unos hermanos del alma. Tan
cerca, tan pero tan cerca, que a veces pienso que soy un uruguayo que
nació, por un error del viento, a trescientos cuarenta kilómetros de mi
cuna.
este texto fue extraìdo de http://editorialorsai.com/blog/post/justicia_poetica
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