La gente de Región ha
optado por olvidar su propia historia: muy pocos deben conservar una
idea veraz de sus padres, de sus primeros pasos, de una edad dorada y
adolescente que terminó de súbito en un momento de estupor y abandono.
Tal vez la decadencia empieza una manañana de las postrimerías del
verano con una reunión de militares, jinetes y rastreadores dispuestos a
batir el monde en busca de un jugador de la fortuna, el donjuán
extranjero que una noche de casino se levantó – con su honor y su
dinero; la decadencia no es más que eso , la memoria y la polvareda de
aquella cabalgata por el camino del Torce, el frenesí de una sociedad
agotada y dispuesta a creer que iba a recobrar el honor ausente en una
barranca de la sierra, un montón de piezas de nácar y una venganza de
sangre. A partir de entonces la memoria es un dedo tembloroso que unos
años más tarde descorrerá los estores agujereados de la ventana del
comedor para señalar la silueta orgullosa, temible y lejana del Monje
donde, al parecer, han ido a perderse y concentrarse todas las ilusiones
adolescentes que huyeron con el ruido de los caballos y los carruajes,
que resucitan enfermas con el sonido de los motores y el eco de los
disparos mezclado al silbido de las espadañas al igual que en los días
finales de aquella edad sin razón quedó unido al sonido acerbo y
evocativo de triángulos y xilófonos. Porque el conocimiento disimula al
tiempo que el recuerdo arde: con el zumbido del motor todo el pasado,
las figuras de una familia y una adolescencia inerte, momificadas en un
gesto de dolor tras la desaparición de los jinetes, se agita de nuevo
con un mortuorio temblor: un frailero rechina y una puerta vacila,
introduciendo desde el jardín abandonado una brisa de olor medicinal que
hincha otra vez los agujereados estores, mostrando el abandono de esa
casa y el vació de este presente en el que, de tanto en tanto, resuena
el eco de las caballerías. Cuando la puerta se cerró – en silencio, sin
unir el horror a la fatalidad ni el miedo a la resignación – se había
disipado la polvoreda: había salido el sol y el abandono de Región se
hizo más patente: sopló un aire caliente como el aliento senil de aquel
viejo y lanudo numa, armado de una carabina, que en lo sucesivo guardará
el bosque, velando noche y día por toda la extensión de la finca,
disparando con infalible puntería cada vez que unos pasos en la
hojaresca o los supiros de una alma cansada, roben la tranquilidad del
lugar.
J Benet
cuadro: Salvador Dalì
No hay comentarios:
Publicar un comentario