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lunes, 10 de diciembre de 2012
Tilo Wenner, Correspondencia Del Fuego"
Mientras yo te miro, tú muestras tu alma.
Tus detalles más pequeños me conmueven;
por ejemplo, un cabello sobre tu frente, un
lunar en tu vientre.
Todos los días te descubro y describo;
al día siguiente vuelves a ser la desconocida.
Nunca faltaré a tus citas.
Nada me parece inútil en ti.
Lo revelador es el modo como compones tu
imagen.
Decir que eres la dueña de las nubes, es
apenas indicar uno de tus atributos.
Todo lo que tocas se convierte en correspondencia
del fuego.
Tus manos lucen mejores que las estrellas
en una noche de verano en el mar.
Estás llena de señales; eres como un mapa
de un país imaginario.
Eres transparente y sabia.
Tu sangre es mansa y volcánica.
Eres tan cambiante como la permanencia.
Lo que reflejan tus ojos es lo distinto que
podría ocurrir.
Siempre estás abierta.
El magnetismo que irradias contamina a todos
los que se te acercan.
Escandalizas con tu inocencia al cielo y la
tierra.
Brillás más que una garza en un plenilunio
de otoño.
Eres como una lluvia imprevisible.
Amo cada uno de tus momentos.
Eres real, y sin embargo eres la ilusión
perfecta.
Eres niña como un gran pan de azúcar.
Cuando tú me miras callo y sonrío.
al día siguiente vuelves a ser la desconocida.
Nunca faltaré a tus citas.
Nada me parece inútil en ti.
Lo revelador es el modo como compones tu
imagen.
Decir que eres la dueña de las nubes, es
apenas indicar uno de tus atributos.
Todo lo que tocas se convierte en correspondencia
del fuego.
Tus manos lucen mejores que las estrellas
en una noche de verano en el mar.
Estás llena de señales; eres como un mapa
de un país imaginario.
Eres transparente y sabia.
Tu sangre es mansa y volcánica.
Eres tan cambiante como la permanencia.
Lo que reflejan tus ojos es lo distinto que
podría ocurrir.
Siempre estás abierta.
El magnetismo que irradias contamina a todos
los que se te acercan.
Escandalizas con tu inocencia al cielo y la
tierra.
Brillás más que una garza en un plenilunio
de otoño.
Eres como una lluvia imprevisible.
Amo cada uno de tus momentos.
Eres real, y sin embargo eres la ilusión
perfecta.
Eres niña como un gran pan de azúcar.
Cuando tú me miras callo y sonrío.
Augusto Monterroso, sinfonìa concluida
-Yo podría contar -terció el gordo
atropelladamente- que hace tres años en Guatemala un viejito organista de una
iglesia de barrio me refirió que por 1929 cuando le encargaron clasificar los
papeles de música de La Merced se encontró de pronto unas hojas raras que
intrigado se puso a estudiar con el cariño de siempre y que como las acotaciones
estuvieran escritas en alemán le costó bastante darse cuenta de que se trataba
de los dos movimientos finales de la Sinfonía inconclusa así que ya podía
yo imaginar su emoción al ver bien clara la firma de Schubert y que cuando muy
agitado salió corriendo a la calle a comunicar a los demás su descubrimiento
todos dijeron riéndose que se había vuelto loco y que si quería tomarles el pelo
pero que como él dominaba su arte y sabía con certeza que los dos movimientos
eran tan excelentes como los primeros no se arredró y antes bien juró consagrar
el resto de su vida a obligarlos a confesar la validez del hallazgo por lo que
de ahí en adelante se dedicó a ver metódicamente a cuanto músico existía en
Guatemala con tan mal resultado que después de pelearse con la mayoría de ellos
sin decir nada a nadie y mucho menos a su mujer vendió su casa para trasladarse
a Europa y que una vez en Viena pues peor porque no iba a ir decían un
Leiermann*
guatemalteco a
enseñarles a localizar obras perdidas y mucho menos de Schubert cuyos
especialistas llenaban la ciudad y que qué tenían que haber ido a hacer esos
papeles tan lejos hasta que estando ya casi desesperado y sólo con el dinero del
pasaje de regreso conoció a una familia de viejitos judíos que habían vivido en
Buenos Aires y hablaban español los que lo atendieron muy bien y se pusieron
nerviosísimos cuando tocaron como Dios les dio a entender en su piano en su
viola y en su violín los dos movimientos y quienes finalmente cansados de
examinar los papeles por todos lados y de olerlos y de mirarlos al trasluz por
una ventana se vieron obligados a admitir primero en voz baja y después a gritos
¡son de Schubert son de Schubert! y se echaron a llorar con desconsuelo cada uno
sobre el hombro del otro como si en lugar de haberlos recuperado los papeles se
hubieran perdido en ese momento y que yo me asombrara de que todavía llorando si
bien ya más calmados y luego de hablar aparte entre sí y en su idioma trataron
de convencerlo frotándose las manos de que los movimientos a pesar de ser tan
buenos no añadían nada al mérito de la sinfonía tal como ésta se hallaba y por
el contrario podía decirse que se lo quitaban pues la gente se había
acostumbrado a la leyenda de que Schubert los rompió o no los intentó siquiera
seguro de que jamás lograría superar o igualar la calidad de los dos primeros y
que la gracia consistía en pensar si así son el allegro y el andante
cómo serán el scherzo y el allegro ma non troppo y que si él
respetaba y amaba de veras la memoria de Schubert lo más inteligente era que les
permitiera guardar aquella música porque además de que se iba a entablar una
polémica interminable el único que saldría perdiendo sería Schubert y que
entonces convencido de que nunca conseguiría nada entre los filisteos ni menos
aún con los admiradores de Schubert que eran peores se embarcó de vuelta a
Guatemala y que durante la travesía una noche en tanto la luz de la luna daba de
lleno sobre el espumoso costado del barco con la más profunda melancolía y harto
de luchar con los malos y con los buenos tomó los manuscritos y los desgarró uno
a uno y tiró los pedazos por la borda hasta no estar bien cierto de que ya nunca
nadie los encontraría de nuevo al mismo tiempo -finalizó el gordo con cierto
tono de afectada tristeza- que gruesas lágrimas quemaban sus mejillas y mientras
pensaba con amargura que ni él ni su patria podrían reclamar la gloria de haber
devuelto al mundo unas páginas que el mundo hubiera recibido con tanta alegría
pero que el mundo con tanto sentido común rechazaba.
domingo, 9 de diciembre de 2012
Leonard Cohen, famoso impermeable azul
Son las cuatro de la mañana. Finales de diciembre.
Ahora mismo, te estoy escribiendo,
para saber si estás bien.
Nueva York es frío, pero me gusta donde vivo.
Suena música en Clinton Street durante toda la tarde.
Ahora mismo, te estoy escribiendo,
para saber si estás bien.
Nueva York es frío, pero me gusta donde vivo.
Suena música en Clinton Street durante toda la tarde.
He oído que estás haciéndote
una pequeña casa en medio del desierto.
Ahora, tu vida no tiene sentido.
Espero que escribas algún tipo de diario.
una pequeña casa en medio del desierto.
Ahora, tu vida no tiene sentido.
Espero que escribas algún tipo de diario.
Sí, y Jane vino con un mechón de tu pelo.
Me dijo que se lo habías dado
aquella noche que decidiste desintoxicarte.
¿Lo has hecho realmente?
Me dijo que se lo habías dado
aquella noche que decidiste desintoxicarte.
¿Lo has hecho realmente?
La última vez que te vimos,
parecías mayor.
Tu famoso impermeable azul
estaba gastado por los hombros.
Has estado yendo a la estación a mirar los trenes.
Y volviste a casa, sin Lili Marlene.
parecías mayor.
Tu famoso impermeable azul
estaba gastado por los hombros.
Has estado yendo a la estación a mirar los trenes.
Y volviste a casa, sin Lili Marlene.
Y has tratado a mi mujer como un objeto más de tu vida.
Y cuando volvió conmigo, ya no era la esposa de nadie.
Y cuando volvió conmigo, ya no era la esposa de nadie.
Bueno, te veo ahí, con una rosa entre tus dientes.
Otro debilucho ladrón gitano.
Veo a Jane despierta.
Otro debilucho ladrón gitano.
Veo a Jane despierta.
Te manda recuerdos.
Y todo lo que puedo decirte,
hermano mío, mi asesino, es …
¿Qué puedo decir?
Supongo que te echo de menos.
Supongo que te perdono.
Me alegro de que te cruzaras en mi camino.
Y todo lo que puedo decirte,
hermano mío, mi asesino, es …
¿Qué puedo decir?
Supongo que te echo de menos.
Supongo que te perdono.
Me alegro de que te cruzaras en mi camino.
Si alguna vez vienes por aquí, ya sea por Jane, o por mí.
Tu enemigo estará durmiendo,
y su mujer es libre de hacer lo que quiera.
Tu enemigo estará durmiendo,
y su mujer es libre de hacer lo que quiera.
Sí. Y gracias
por el problema que le quitaste de delante.
Yo creía que estaría ahí siempre,
y por eso nunca había intentado solucionarlo.
por el problema que le quitaste de delante.
Yo creía que estaría ahí siempre,
y por eso nunca había intentado solucionarlo.
Y Jane vino con un mechón de tu pelo.
Me dijo que se lo habías dado
aquella noches que decidiste cortar con todo.
Me dijo que se lo habías dado
aquella noches que decidiste cortar con todo.
Roberto G Castañeda
Soy un neurótico en una convención de budistas.
Soy el solitario que ve películas en silencio, el que hace el amor
besándote todo el cuerpo, el que toca la guitarra hasta las tres de la
mañana, el que escribe historias imperfectas, el que reniega del amor
como un todo, el que duerme con la tristeza acurrucada, el que te dice
al oído las cosas más perversas, el que morirá a solas sin una plegaria,
el que sueña con los ojos mirando al
techo, el que le mira las piernas a las chicas guapas, el que camina sin
cuidarse las espaldas, el que viaja en Metro y detesta las ensaladas,
el que come atún con galletas, el que bebe hasta que sus musas bailan
desnudas en la madrugada. Soy alcohólico y no me preocupa remediarlo.
Soy el más cínico, el menos tierno, el que te seduce con la mirada. Soy
el pendejo que colecciona canciones y poemas que siempre te arrancan
alguna lágrima.
sábado, 10 de noviembre de 2012
Calle 13 ( Cuando se lee poco, se dispara mucho )
El martillo impacta la aguja
La explosión de la pólvora con fuerza empuja
Movimiento de rotación y traslación
Sale la bala arrojada fuera del cañón
con un objetivo directo
la bala pasea segura y firme durante su trayecto
Hiriendo de muerte al viento, más rápida que el tiempo
defendiendo cualquier argumento
No le importa si su desitno es violento
Va tranquila, la bala, no tiene sentimientos
Como un secreto que no quieres escuchar
la bala va diciéndolo todo sin hablar
Sin levantar sospecha, asegura su matanza
Por eso tiene llena de plomo su panza
para llegar a su presa no necesita ojos
Y más cuando el camino se lo traza un infrarojo
la bala nunca se da por vencida
Si no mata hoy, por lo menos deja una herida
Luego de su salida no habrá detenida
Obedece a su patrón una sola vez en su vida
Hay poco dinero, pero hay muchas balas
Hay poca comida, pero hay muchas balas
Hay poco gente buena, por eso hay muchas balas
Cuidao' que ahí viene una (Pla! Pla! Pla! Pla!)
Se escucha un disparo, agarra confianza
La explosión de la pólvora con fuerza empuja
Movimiento de rotación y traslación
Sale la bala arrojada fuera del cañón
con un objetivo directo
la bala pasea segura y firme durante su trayecto
Hiriendo de muerte al viento, más rápida que el tiempo
defendiendo cualquier argumento
No le importa si su desitno es violento
Va tranquila, la bala, no tiene sentimientos
Como un secreto que no quieres escuchar
la bala va diciéndolo todo sin hablar
Sin levantar sospecha, asegura su matanza
Por eso tiene llena de plomo su panza
para llegar a su presa no necesita ojos
Y más cuando el camino se lo traza un infrarojo
la bala nunca se da por vencida
Si no mata hoy, por lo menos deja una herida
Luego de su salida no habrá detenida
Obedece a su patrón una sola vez en su vida
Hay poco dinero, pero hay muchas balas
Hay poca comida, pero hay muchas balas
Hay poco gente buena, por eso hay muchas balas
Cuidao' que ahí viene una (Pla! Pla! Pla! Pla!)
El sonido la persigue, pero no la alcanza
La bala sacas sus colmillos de acero
Y sin pedir permiso, entra por el cuero
Muerde los tejidos con rabia y arranca,
El pecho a las arterias para causar hemorragia
Vuela la sangre batida de fresa
Salsa boloñesa, syrup de frambuesa
Una cascada de arte contemporaneo
Color rojo vivo, sale por el cráneo
Hay poco dinero, pero hay muchas balas
Hay poca comida, pero hay muchas balas
Hay poca gente buena, por eso hay muchas balas
Cuidao' que ahí viene una (Pla! Pla! Pla! Pla!)
Serìa inaccesible el que alguien te mate
Si cada bala costara lo que cuesta un yate
Tendrías que ahorrar todo tu salario
Para ser un mercenarío, habría que ser millonario
Pero no es así, se mata por montones
Las balas son igual de baratas que los condones
Hay poca educación, hay muchos cartuchos
Cuando se lee poco, se dipara mucho
Hay quienes asesinan y no dan la cara
El rico da la orden yel pobre la dispara
No se necesitan balas para probar un punto
Es lógico, no se puede hablar con un difunto
El diálogo destruye cualquier situación macabra
Antes de usar balas, diparo con palabras
Pla! Pla! Pla! pla!
Hay poco dinero, pero hay muchas balas
Hay poca comida, pero hay muchas balas
Hay poco gente buena, por eso hay muchas balas
Cuidao' que ahí viene una (Pla! Pla! Pla! Pla!)
Julio Cortàzar, bolero
Qué vanidad imaginar
que puedo darte todo, el amor y la dicha,
itinerarios, música, juguetes.
que puedo darte todo, el amor y la dicha,
itinerarios, música, juguetes.
Es cierto que es así:
todo lo mío te lo doy, es cierto,
pero todo lo mío no te basta
como a mí no me basta que me des
todo lo tuyo.
Por eso no seremos nunca
la pareja perfecta, la tarjeta postal,
si no somos capaces de aceptar
que sólo en la aritmética
el dos nace del uno más el uno.
Por ahí un papelito
que solamente dice:
Siempre fuiste mi espejo,
quiero decir que para verme tenía que mirarte.
Julio Cortazar
todo lo mío te lo doy, es cierto,
pero todo lo mío no te basta
como a mí no me basta que me des
todo lo tuyo.
Por eso no seremos nunca
la pareja perfecta, la tarjeta postal,
si no somos capaces de aceptar
que sólo en la aritmética
el dos nace del uno más el uno.
Por ahí un papelito
que solamente dice:
Siempre fuiste mi espejo,
quiero decir que para verme tenía que mirarte.
Julio Cortazar
Juan Benet, Volveràs a Region,(fragmento)
La gente de Región ha
optado por olvidar su propia historia: muy pocos deben conservar una
idea veraz de sus padres, de sus primeros pasos, de una edad dorada y
adolescente que terminó de súbito en un momento de estupor y abandono.
Tal vez la decadencia empieza una manañana de las postrimerías del
verano con una reunión de militares, jinetes y rastreadores dispuestos a
batir el monde en busca de un jugador de la fortuna, el donjuán
extranjero que una noche de casino se levantó – con su honor y su
dinero; la decadencia no es más que eso , la memoria y la polvareda de
aquella cabalgata por el camino del Torce, el frenesí de una sociedad
agotada y dispuesta a creer que iba a recobrar el honor ausente en una
barranca de la sierra, un montón de piezas de nácar y una venganza de
sangre. A partir de entonces la memoria es un dedo tembloroso que unos
años más tarde descorrerá los estores agujereados de la ventana del
comedor para señalar la silueta orgullosa, temible y lejana del Monje
donde, al parecer, han ido a perderse y concentrarse todas las ilusiones
adolescentes que huyeron con el ruido de los caballos y los carruajes,
que resucitan enfermas con el sonido de los motores y el eco de los
disparos mezclado al silbido de las espadañas al igual que en los días
finales de aquella edad sin razón quedó unido al sonido acerbo y
evocativo de triángulos y xilófonos. Porque el conocimiento disimula al
tiempo que el recuerdo arde: con el zumbido del motor todo el pasado,
las figuras de una familia y una adolescencia inerte, momificadas en un
gesto de dolor tras la desaparición de los jinetes, se agita de nuevo
con un mortuorio temblor: un frailero rechina y una puerta vacila,
introduciendo desde el jardín abandonado una brisa de olor medicinal que
hincha otra vez los agujereados estores, mostrando el abandono de esa
casa y el vació de este presente en el que, de tanto en tanto, resuena
el eco de las caballerías. Cuando la puerta se cerró – en silencio, sin
unir el horror a la fatalidad ni el miedo a la resignación – se había
disipado la polvoreda: había salido el sol y el abandono de Región se
hizo más patente: sopló un aire caliente como el aliento senil de aquel
viejo y lanudo numa, armado de una carabina, que en lo sucesivo guardará
el bosque, velando noche y día por toda la extensión de la finca,
disparando con infalible puntería cada vez que unos pasos en la
hojaresca o los supiros de una alma cansada, roben la tranquilidad del
lugar.
J Benet
cuadro: Salvador Dalì
jueves, 8 de noviembre de 2012
Jesus Lizano, las personas curvas
Mi madre decía: a mí me gustan las personas rectas
A mí me gustan las personas curvas,
A mí me gustan las personas curvas,
las ideas curvas,
los caminos curvos,
porque el mundo es curvo
y la tierra es curva
y el movimiento es curvo;
y me gustan las curvas
y los pechos curvos
y los culos curvos,
los sentimientos curvos;
la ebriedad: es curva;
las palabras curvas:
el amor es curvo;
¡el vientre es curvo!;
lo diverso es curvo.
A mí me gustan los mundos curvos;
el mar es curvo,
la risa es curva,
la alegría es curva,
el dolor es curvo;
las uvas: curvas;
las naranjas: curvas;
los labios: curvos;
y los sueños; curvos;
los paraísos, curvos
(no hay otros paraísos);
a mí me gusta la anarquía curva.
El día es curvo
y la noche es curva;
¡la aventura es curva!
Y no me gustan las personas rectas,
el mundo recto,
las ideas rectas;
a mí me gustan las manos curvas,
los poemas curvos,
las horas curvas:
¡contemplar es curvo!;
(en las que puedes contemplar las curvas
y conocer la tierra);
los instrumentos curvos,
no los cuchillos, no las leyes:
no me gustan las leyes porque son rectas,
no me gustan las cosas rectas;
los suspiros: curvos;
los besos: curvos;
las caricias: curvas.
Y la paciencia es curva.
El pan es curvo
y la metralla recta.
No me gustan las cosas rectas
ni la línea recta:
se pierden
todas las líneas rectas;
no me gusta la muerte porque es recta,
es la cosa más recta, lo escondido
detrás de las cosas rectas;
ni los maestros rectos
ni las maestras rectas:
a mí me gustan los maestros curvos,
las maestras curvas.
No los dioses rectos:
¡libérennos los dioses curvos de los dioses rectos!
El baño es curvo,
la verdad es curva,
yo no resisto las verdades rectas.
Vivir es curvo,
la poesía es curva,
el corazón es curvo.
A mí me gustan las personas curvas
y huyo, es la peste, de las personas rectas.
los caminos curvos,
porque el mundo es curvo
y la tierra es curva
y el movimiento es curvo;
y me gustan las curvas
y los pechos curvos
y los culos curvos,
los sentimientos curvos;
la ebriedad: es curva;
las palabras curvas:
el amor es curvo;
¡el vientre es curvo!;
lo diverso es curvo.
A mí me gustan los mundos curvos;
el mar es curvo,
la risa es curva,
la alegría es curva,
el dolor es curvo;
las uvas: curvas;
las naranjas: curvas;
los labios: curvos;
y los sueños; curvos;
los paraísos, curvos
(no hay otros paraísos);
a mí me gusta la anarquía curva.
El día es curvo
y la noche es curva;
¡la aventura es curva!
Y no me gustan las personas rectas,
el mundo recto,
las ideas rectas;
a mí me gustan las manos curvas,
los poemas curvos,
las horas curvas:
¡contemplar es curvo!;
(en las que puedes contemplar las curvas
y conocer la tierra);
los instrumentos curvos,
no los cuchillos, no las leyes:
no me gustan las leyes porque son rectas,
no me gustan las cosas rectas;
los suspiros: curvos;
los besos: curvos;
las caricias: curvas.
Y la paciencia es curva.
El pan es curvo
y la metralla recta.
No me gustan las cosas rectas
ni la línea recta:
se pierden
todas las líneas rectas;
no me gusta la muerte porque es recta,
es la cosa más recta, lo escondido
detrás de las cosas rectas;
ni los maestros rectos
ni las maestras rectas:
a mí me gustan los maestros curvos,
las maestras curvas.
No los dioses rectos:
¡libérennos los dioses curvos de los dioses rectos!
El baño es curvo,
la verdad es curva,
yo no resisto las verdades rectas.
Vivir es curvo,
la poesía es curva,
el corazón es curvo.
A mí me gustan las personas curvas
y huyo, es la peste, de las personas rectas.
Jesus Lizano
cuadro: G Klimt
Frank Kafka, el puente
Yo era rígido y frío, yo estaba tendido sobre un precipicio; yo
era un puente. En un extremo estaban las puntas de los pies; al otro,
las manos, aferradas; en el cieno quebradizo clavé los dientes,
afirmándome. Los faldones de mi chaqueta flameaban a mis costados. En la
profundidad rumoreaba el helado arroyo de las truchas. Ningún turista
se animaba hasta estas alturas intransitables, el puente no figuraba
aún en ningún mapa. Así yo yacía y esperaba; debía esperar. Todo puente
que se haya construido alguna vez, puede dejar de ser puente sin
derrumbarse.
Fue una vez hacia el atardecer -no sé si el primero y el milésimo-, mis pensamientos siempre estaban confusos, giraban siempre en redondo; hacia ese atardecer de verano; cuando el arroyo murmuraba oscuramente, escuché el paso de un hombre. A mí, a mí. Estírate puente, ponte en estado, viga sin barandales, sostén al que te ha sido confiado. Nivela imperceptiblemente la inseguridad de su paso; si se tambalea, date a conocer y, como un dios de la montaña, ponlo en tierra firme.
Llegó y me golpeteó con la punta metálica de su bastón, luego alzó con ella los faldones de mi casaca y los acomodó sobre mi. La punta del bastón hurgó entre mis cabellos enmarañados y la mantuvo un largo rato ahí, mientras miraba probablemente con ojos salvajes a su alrededor. Fue entonces -yo soñaba tras él sobre montañas y valles- que saltó, cayendo con ambos pies en mitad de mi cuerpo. Me estremecí en medio de un salvaje dolor, ignorante de lo que pasaba. ¿Quién era? ¿Un niño? ¿Un sueño? ¿Un salteador de caminos? ¿Un suicida? ¿Un tentador? ¿Un destructor? Me volví para poder verlo. ¡El puente se da vuelta! No había terminado de volverme, cuando ya me precipitaba, me precipitaba y ya estaba desgarrado y ensartado en los puntiagudos guijarros que siempre me habían mirado tan apaciblemente desde el agua veloz.
Fue una vez hacia el atardecer -no sé si el primero y el milésimo-, mis pensamientos siempre estaban confusos, giraban siempre en redondo; hacia ese atardecer de verano; cuando el arroyo murmuraba oscuramente, escuché el paso de un hombre. A mí, a mí. Estírate puente, ponte en estado, viga sin barandales, sostén al que te ha sido confiado. Nivela imperceptiblemente la inseguridad de su paso; si se tambalea, date a conocer y, como un dios de la montaña, ponlo en tierra firme.
Llegó y me golpeteó con la punta metálica de su bastón, luego alzó con ella los faldones de mi casaca y los acomodó sobre mi. La punta del bastón hurgó entre mis cabellos enmarañados y la mantuvo un largo rato ahí, mientras miraba probablemente con ojos salvajes a su alrededor. Fue entonces -yo soñaba tras él sobre montañas y valles- que saltó, cayendo con ambos pies en mitad de mi cuerpo. Me estremecí en medio de un salvaje dolor, ignorante de lo que pasaba. ¿Quién era? ¿Un niño? ¿Un sueño? ¿Un salteador de caminos? ¿Un suicida? ¿Un tentador? ¿Un destructor? Me volví para poder verlo. ¡El puente se da vuelta! No había terminado de volverme, cuando ya me precipitaba, me precipitaba y ya estaba desgarrado y ensartado en los puntiagudos guijarros que siempre me habían mirado tan apaciblemente desde el agua veloz.
Fernando Pessoa, todas las cartas de amor son ridìculas
Todas las cartas de amor son
ridículas.
ridículas.
No serían cartas de amor si no fuesen
ridículas.
También escribí en mi tiempo cartas de amor,
como las demás,
ridículas.
Las cartas de amor, si hay amor,
tienen que ser
ridículas.
Pero, al fin y al cabo,
sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor
sí que son
ridículas.
Quién me diera el tiempo en que escribía
sin darme cuenta
cartas de amor
ridículas.
La verdad es que hoy mis recuerdos
de esas cartas de amor
sí que son
ridículos.
(Todas las palabras esdrújulas,
como los sentimientos esdrújulos,
son naturalmente
ridículas).
ridículas.
También escribí en mi tiempo cartas de amor,
como las demás,
ridículas.
Las cartas de amor, si hay amor,
tienen que ser
ridículas.
Pero, al fin y al cabo,
sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor
sí que son
ridículas.
Quién me diera el tiempo en que escribía
sin darme cuenta
cartas de amor
ridículas.
La verdad es que hoy mis recuerdos
de esas cartas de amor
sí que son
ridículos.
(Todas las palabras esdrújulas,
como los sentimientos esdrújulos,
son naturalmente
ridículas).
miércoles, 7 de noviembre de 2012
Octavio Paz, las palabras
Dales la vuelta,
cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,
cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,
dales azúcar en la boca a las rejegas,
ínflalas, globos, pínchalas,
sórbeles sangre y tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo galante,
tuérceles el gaznate, cocinero,
desplúmalas,
destrípalas, toro,
buey, arrástralas,
hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.
Octavio Paz
ínflalas, globos, pínchalas,
sórbeles sangre y tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo galante,
tuérceles el gaznate, cocinero,
desplúmalas,
destrípalas, toro,
buey, arrástralas,
hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.
Octavio Paz
Luis Martin Santos, tiempo de silencio
Nacer,
crecer, bailar una vez en la fiesta del pueblo delante de la procesión
del Corpus con el moño alto, porque era buena bailarina y se decidió,
que sí, que a pesar de todo, a pesar de estar determinada al dolor y a
la miseria por su origen, ella debía bailar ante el palio en la
procesión del Corpus, en la que el orgullo de la custodia a todos los
campesinos de la plana toledana salva, hundirse después, hundirse hacia
la tierra, rodear el airoso talle (que la hizo elegir para la fiesta) de
tierra asimilada, comida, enterrarse en grasa pobre, ser redonda,
caminar a lo ancho del mundo envuelta en esa redondez que el destino
otorga a las mujeres que como ella han sido entregadas a la miseria que
no mata, huir delante de un ejercito llegado de no se sabe dónde, llegar
a una ciudad caída de quién sabe qué estrella, rodear la ciudad, formar
parte de la tierra movediza que rodea la ciudad, la protege, la hace,
la amamanta, la destruye, esperar y ahora gemir.
Luis Martin Santos
Luis Martin Santos
Hugo Vera Miranda, Era màs alta que Gabriela Mistral
Con tacos altos era más alta que Gabriela Mistral. Tenía los ojos más azules que la divina. Se decía llamar Jennifer Brown. Su verdadero nombre era tan grotesco que merecía el olvido. La conoció en La Bohemia.
Un lupanar de poca monta de un pueblo olvidado del sur. Había llegado
de no sé dónde. De un lugar más cálido que el nuestro. Habían tomado
tanto que al llegar a su habitación, lo único que recordaba, es que se
había sacado su peluca rubia, sus ojos azules quedaron en un vasito en
la mesita de noche y se había sacado los tacos. Había quedado normal
como todas las mujeres después del intento. Al despertar le preguntó por
un tajo que le atravesaba parte de su anatomía. Ella le contestó:
cabrón, toda la noche me hablaste de mi tajo o es que ya no te
recuerdas. Era bien poco lo que recordaba. Casi nada. Solo que era alta.
Que tenía los ojos azules, que era rubia y que habían tomado toda la
noche. Le dieron cinco años por matar a Belarmino Custodio Sánchez
Aguinaga. Al salir de la cárcel se hizo llamar Katiuska.
Hugo Vera Miranda inmaculadadecepcion.blogspot.com.ar
Hugo Vera Miranda inmaculadadecepcion.blogspot.com.ar
martes, 6 de noviembre de 2012
Leonardo Favio, Lo que sè
Sé que
“artista” es lo único que puedo escribir en el espacio de los formularios donde se solicitan a uno tener profesión
respetable.
Sé que
muchos colegas dudan entre esa palabra y alguna que, con una ligera distorsión
de la realidad, provea una estructura más sólida, como “cineasta”, “cantante”,
“constructor de edificios” o “actor”.
Pero yo nunca fui actor: trabajé de actor, que es muy distinto, porque no sabia
hacer otra cosa
Sé que
me dediqué al cine porque en el cine no
se notan los errores ortográficos.
Sé que
un artista es el que primero debe aceptar su profesión, y como tal debe asumir
el reto que implica la mirada atónita de tantos burócratas. Al fin de cuentas,
está el sastre que me hace el traje para que yo lo luzca y estoy yo que hago una
película para que él la vea. Cada uno tiene un oficio en la vida Y yo he podido
vivir con dignidad de uno hermoso.
Sé que
está en mis genes, que es agradable
pasar por la vida sin haberle dado ganas de morir a
nadie.
Sé que
la video casetera es un artefacto maravilloso que revolucionó el ámbito de los realizadores. Los chicos de
ahora tienen la fortuna de poder ver las películas todas las veces que haga
falta, rebobinar, y volver a ver las escenas que les interesan. En mi época, eso
sólo era posible en largas sesiones en el cine de barrio, que alternábamos con
el café de la esquina. Así vi
El
ciudadano unas
treinta veces.
Sé que
cuando hice Crónica de un niño solo era un pibe de 21 años y nadie me daba
bola
Todos se
reían de mi película y anduve con la lata bajo el brazo cuatro años para que la
vieran. Tuve que encontrar un loco como yo para que me produjera: estaba en
Mendoza y él llegó con un auto y dos chicas. Yo le vi la cara de productor y me
acerqué. Era Luis De Stéfano. Tuve mucha
suerte. En ese sentido, Dios fue muy bueno
conmigo.
Sé que
nadie quiere hacer mal cine o una película mediocre: todos queremos empatar con
Orson Welles. El que no logra algo que valga la pena, no es porque no lo haya
querido, sino por que no le dieron las alas Por eso soy enemigo de una critica a
mis colegas.
Sé que
su veo una película y no me gusta, prefiero mentir y decir que no la vi antes
que hablar mal en cinco minutos del trabajo de un tipo que estuvo dos años
elaborando algo. Mal puedo yo juzgarlos, por que soy consciente del trabajo que
eso significó, golpeando puertas, chupando medias, sufriendo
humillaciones.
Sé que
su algo me gusta, sí, lo grito a los cuatro vientos. Por ejemplo,
Pizza,
birra faso, es una
de las obras más bellas que he visto en los últimos tiempos. Cuando la vi, sentí
una ligera envidia: me gustaria haberla filmado
yo.
Sé a ciencia cierta que tenes que tener mucho de
suicida para meterte en el cine. Es un camino muy doloroso si se lo hace con
pasión. Cubrir los costos, lidiar con gente que no entiende nada, es muy
desgastante. Por lo menos para mí. Y los críticos tienen mucho que ver con ese
malestar. Olvidan que solo hacemos películas, que no queremos lastimar a
nadie.
Sé que
nunca voy a olvidar la critica de un inescrupuloso que señalaba que era un
absurdo que un tipo del campo usara jeans en Nazareno
Cruz y el lobo.
Evidentemente, este buen hombre nunca fue al campo. Y, además, ¡mucho mas
absurdo era que el gaucho se convirtiera en
lobo!.
Sé, o
intuyo, que la belleza que debemos perseguir se parece bastante a la que se da
en el cine iraní. Hace mucho propongo, que en lugar de contaminarnos con el cine
norteamericano que te golpea la retina con una explosión, intentemos un cambio
al estilo iraní, que te golpea el corazón con cosas del corazón. Yo quisiera que
se trabajen más las atmósferas, los climas, las cosas
simples.
Sé que
tengo mucha esperanza en los jóvenes, pero me gustaría que además de estar tanto
tiempo en las universidades, visitaran la vida, salieran a pasear por las calles
perdidas de Buenos Aires. Veo como que la gente vive en el contrafrente , y lo
que hace falta, a mi entender, es salir un poco al
bacón.
Sé que
hay que sentarse por lo menos una vez en la vida en la sala de espera de un
hospital.
Sé que
hay que enamorarse de la gente con
desparpajo.
Sé que
no tengo mas ganas de vivir prisionero de datos y de fechas. Cuando filmaba
Perón,
sinfonía de un sentimiento, no
solo me equivoque y puse en el balcón del 45 a un diputado del 73, sino que lo
mate a Perón un año antes. Después de seis años de trabajo estaba
confundidísimo. De casualidad una persona se dio
cuenta.
Sé que
después, cuando nos metimos con Soriano en un proyecto para hacer un documental
sobre el Che Guevara, me embalé, lo embalé a él, me desinflé y me dio vergüenza
llamarlo de puro miedo de que mandara al carajo. Ahora sé que ese proyecto fue
más bien un pretexto para que charláramos un
rato.
Sé que
si me quieren juzgar por mi cancionero, no pueden compararme con Wagner. Ni
siquiera con León Gieco. Porque mi canción apunta a lo más
sencillo.
No
pretendo que tiemble Neruda, sin simples canciones. Sé que soy un compositor de
vuelo rasante.
Y creo
que Dios es un exagerado.
Leonardo
Favio
este texto fue publicado en el diario Pàgina 12 hace muchos años, no tengo la fecha precisa
(
domingo, 4 de noviembre de 2012
Robert Plant : Lo que sè
Después de todo este tiempo, he descubierto que lo que hago es sorprenderme a mí mismo.
Todo lo que comienza como un momento de pasión explosiva puede terminar como un cabaret, veinticinco o treinta años más tarde.La diferencia entre la gente que toma un camino u otro es cuatro o cinco pulgadas de más en la cintura.
Siempre estoy aprendiendo. Es fundamental que me mantenga al día, sin perderme en la tierra traidora del cliché y los premios a la trayectoria.
No se supone que continúe haciendo lo que hago para siempre. Pero sería maravilloso que así fuese.
No puedo juzgar a los demás. Yo sólo tengo suerte porque mis chicos ya están grandes y ahora no me necesitan tanto. Por eso puedo disfrutar este maravilloso mundo de la música.
Ser un cantante es algo muy unidimensional, podés perderte en tu propio tedio y repetición.
Con Led Zeppelin nunca fuimos una banda de medio pelo, siempre fuimos realmente temibles.
Conozco bandas que no han editado un disco en décadas y están tocando para 20 mil personas por noche. Pero ése no es el logro, sino poder seguir sorprendiéndote. La cola nunca debe mover al perro.
Si sos un cantante, nunca podés decir dónde termina el camino, porque el trabajo nunca está hecho. Una vez que lo tenés, no te podés sentar encima. Tengo que probar y cambiar el paisaje. Tengo que encontrar un nuevo lugar, perderme ahí y encontrarme otra vez. Soy un hombre mayor ahora, así que eso es aún más importante.
Cada vez que tuve que despedirme de algún amor, siempre me aseguré de que mi colección de discos estuviese a salvo en el baúl de mi auto. A veces las despedidas fueron demasiado apresuradas, así que no era posible mantener el orden alfabético. Pero siempre me fui con mis discos. Eso siempre fue algo esencial.
Ahora estoy tocando mucho la guitarra acústica, algo que no me atrevía a hacer en los ’70. No podía mirar una guitarra sin palidecer porque estaba junto a uno de los más espectaculares guitarristas de fines del siglo veinte.
Todo el mundo me ha dado consejos. Todos tienen algo para decirte. La mayoría de la gente me ha aconsejado hacer las cosas más obvias en lo que respecta a mi carrera. Cosas que me hubiesen empujado al abismo.
Tengo cinco nietos y se maravillan ante mi locura. Pienso que debo haberles contado buenos cuentos antes de hacerlos dormir. Hoy puedo poner a la gente a dormir durante un viaje de 24 horas en un micro. No es lo que solía hacer antes, pero son otros tiempos. Y todo el mundo conoce las viejas historias. A esta altura, algunas son fábulas.
No sé cómo hice para mantener mi pelo en su lugar. He tenido mucha suerte. Mi madre era una gitana, tenía mucha sangre negra y su pelo era muy muy grueso. No podías pasarle un peine. Así que he sido muy afortunado. Y cada vez que quiero cortármelo, los peluqueros se niegan a hacerlo.
Cada vez que dudo sobre cortarme o no el pelo, escucho una canción de David Crosby. Se llama “Casi me corté el pelo” y dice no me voy a rendir/ voy a dejar que mi bandera de freak flamee libre. Cada vez que camino por un aeropuerto junto a mis amigos me enorgullezco de no habérmelo cortado, de que siga largo. Todavía siento un vínculo con todo aquel tiempo y esa época. Así que no soy un viejo hippie triste... Soy un viejo hippie alegre, supongo.
Si hoy me encontrase con el joven que fui cuando tenía 25 años, mi consejo sería no te juzgues demasiado severamente. Y tomá todos los riesgos que puedas, tenés que atreverte a buscar aventuras con tu voz. Porque querés ser sólo un cantante y eso no es suficiente.
esta nota fue tomada del diario pàgina 12 el domingo 28 de octubre de 2012
Joan Fuster, efecto cadera
Nuestra abuela se rompió una cadera al caerse, eso es lo que creíamos
nosotros, pero llegó el médico y dijo que había sucedido justamente lo
contrario: se había caído al rompérsele una cadera. Las relaciones
causa?efecto son engañosas. Basta cambiar el orden de los hechos para
que la realidad se ponga patas arriba. Mi abuela estaba de pie, frente a
su tocador. Entonces, el peso de su cuerpo quebró un hueso y la pobre
fue a parar al suelo. Ahora bien, si uno se encuentra a su abuela en el
suelo, con la cadera rota, lo único que piensa es que la caída ha sido
la causante de la rotura y no al revés.Seguramente, la vida diaria está
llena de pequeños acontecimientos cuyos efectos se confunden con sus
causas. El médico nos explicó que los ancianos tienen la cadera de
cristal, de modo que no es raro que se les rompa por el simple hecho de
permanecer de pie. Lo de la cadera de cristal me llamó la atención. Mi
abuela se había ido convirtiendo en una anciana translúcida. Yo la había
comparado muchas veces con un conjunto de varillas de vidrio. Daba
miedo trasladarla de la cama al sofá, por si se "rompía". Nunca pensé
que lo de "romperse" fuera algo más que una imagen.Y se murió a causa de
la rotura, si el médico no dice lo contrario. Cuando volvíamos de
enterrarla, pensé que me había dado la mejor lección de filosofía de mi
vida. A partir de la cadera de mi abuela me acostumbré a ponerlo todo en
cuestión. ¿Estaba triste porque me había abandonado mi mujer o mi mujer
me había abandonado porque estaba triste? El "efecto cadera" guarda
alguna relación con el "círculo vicioso", pero son cosas diferentes. Lo
importante del efecto cadera es que comporta un error de percepción: una
ilusión óptica. Las cosas suceden en el orden contrario al que tú las
aprecias.Los seres humanos estamos acostumbrados a que las cosas ocurran
unas después de otras. Toda nuestra cultura está montada sobre esa idea
que se va al carajo cuando a tu abuela se le rompe una cadera y va a
dar al suelo con sus huesos. Ese día, como si dijéramos, pierdes la
inocencia. Empiezas a dudar de todo. ¿Y si las cosas no sucedieran unas
detrás de otras o no al menos en el orden que nos dicen? Un día, en el
colegio, me preguntaron el alfabeto y lo recité al revés porque tenía
una suerte de dislexia que me obligaba a estudiar de atrás hacia
delante. No me comí una sola letra, pero el profesor me puso un cero por
introducir en la clase una cantidad de desorden que él consideró
excesiva. La educación no sólo consiste en aprender cosas, sino en
colocarlas en fila. Primero las más altas y después las más bajas, o al
revés. Yo, pese a mi dislexia incipiente, habría sido un tipo normal de
no ser por la cadera de mi abuela, que me convirtió en un individuo
desconfiado. Que en paz descanse.
Roberto Juarroz, dibujaba ventanas
Dibujaba ventanas en todas partes.
En los muros demasiado altos,
en los muros demasiado bajos, e
en las paredes obtusas, en los rincones,
en el aire y hasta en los techos.
Dibujaba ventanas como si dibujara pájaros.
En el piso, en las noches,
en las miradas palpablemente sordas,
en los alrededores de la muerte,
en las tumbas, en los árboles.
Dibujaba ventanas hasta en las puertas.
Pero nunca dibujó una puerta.
No quería entrar ni salir.
Sabía que no se puede.
Solamente quería ver: ver.
Dibujaba ventanas.
En todas partes.
Roberto Juarroz
cuadro E Hopper
En los muros demasiado altos,
en los muros demasiado bajos, e
en las paredes obtusas, en los rincones,
en el aire y hasta en los techos.
Dibujaba ventanas como si dibujara pájaros.
En el piso, en las noches,
en las miradas palpablemente sordas,
en los alrededores de la muerte,
en las tumbas, en los árboles.
Dibujaba ventanas hasta en las puertas.
Pero nunca dibujó una puerta.
No quería entrar ni salir.
Sabía que no se puede.
Solamente quería ver: ver.
Dibujaba ventanas.
En todas partes.
Roberto Juarroz
cuadro E Hopper
martes, 30 de octubre de 2012
sábado, 20 de octubre de 2012
Alejandro Dolina, carreras secretas
La
teoría según la cual todos los objetos del universo se influyen
mutuamente, aun más allá de la causalidad y el silogismo, ha sido
sostenida por muchas civilizaciones.
Se
sabe que la visión de un meteorito asegura el cumplimiento de un
anhelo. La incompetencia de los emperadores chinos produce terremotos.
El futuro imprime advertencias en las entrañas de las aves.
La adecuada pronunciación de una palabra puede destruir el mundo.
Yo,
desde chico, he participado —sin admitirlo— de estas convicciones. Con
toda frecuencia, me imponía sencillas maniobras y preveía unas módicas
sanciones para el caso de su incumplimiento. Antes de acostarme, cerraba
las puertas de los roperos, sabiendo que si no lo hacía debería
soportar pesadillas. Bajaba de la cama con el pie derecho. Evitaba pisar
baldosas celestes. Al interrumpir la lectura, cuidaba de hacerlo en una
palabra terminada en ese.
Los
castigos que imaginaba eran al principio leves. Pero después empecé a
jugar fuerte. Si me cortaba las uñas por las noches, mi madre moriría;
si hablaba con un japonés, quedaría mudo; si no alcanzaba a tocar las
ramas de algunos árboles, dejaría de caminar para siempre.
Este
repertorio legislativo fue creciendo con el tiempo y al llegar mi
adolescencia, mi vida transcurría en medio de una intrincada red de
obligaciones y prohibiciones, a menudo contradictorias.
Todo se hizo más simple —más dramático— cuando descubrí las carreras secretas.
Describiré
sus reglas. Se trata de elegir en la calle a una persona de caminar
ágil y proponerse alcanzarla antes de llegar a un punto establecido.
Está rigurosamente prohibido correr.
Antes
del comienzo de cada justa, se deciden las recompensas y penalidades:
si llego a la esquina antes que el pelado, aprobaré el examen de
lingüística.
Durante
largos años, competí sin perder jamás. Me asistía una ventaja decisiva:
mis adversarios no estaban enterados de su participación y por lo
tanto, casi no oponían resistencia. Obtuve premios fabulosos. En
Constitución, me aseguré de vivir más de noventa años. En la calle
Solís, garanticé la prosperidad de mis familiares y amigos. En el
subterráneo de Palermo, por escaso margen, logré que Dios existiera.
Tantas
victorias me volvieron imprudente. Cada vez elegía rivales más
difíciles de alcanzar. Cada vez los castigos que me prometía eran más
horrorosos.
Una
tarde, al bajar del tren en Retiro, puse mis ojos en un marinero que
marchaba unos veinte pasos delante de mí. Me hice el propósito de
alcanzarlo antes de la puerta del andén.
Con
el coraje y la generosidad que suelen ser hijos del aburrimiento,
resolví jugármelo todo. Una vida feliz, si ganaba. Una existencia
mezquina, si perdía. Y como una compadreada final, me vacié los
bolsillos: aposté el amor de la mujer deseada.
Apuré
la marcha. Poco a poco fui acortando las ventajas que el joven me
llevaba. Las dificultades comenzaron pronto: un familión me cerró el
camino y perdí segundos preciosos. Al borde del ridículo, ensayé el más
veloz de los pasos gimnásticos. El infierno me envió unos changadores en
sentido contrario. Después tuve que eludir a unas colegialas que se
divertían empujándose. La carrera estaba difícil, tuve miedo.
Ya cerca de la meta, conseguí ponerme a la par del marinero.
Lo
miré y descubrí algo escalofriante: él también competía. Y no estaba
dispuesto a dejarse vencer. Había en sus ojos un desafío y una
determinación que me llenaron de espanto.
En
los últimos metros, perdimos toda compostura. Pedíamos permiso a los
gritos, y sin el menor pudor, empujábamos a cualquiera. Pensé en la
mujer que amaba y estuve al borde del sollozo. En el último instante,
cuando ya parecía perdido, una reserva misteriosa de fortaleza y valor
me permitió cruzar la puerta con lo que yo creí una ínfima ventaja.
Sentí
alivio y felicidad. Pensé que aquella misma noche mis sueños amorosos
empezarían a cumplirse. No pude reprimir un ademán de victoria. Alcé los
brazos y miré al cielo. Después, como en un gesto de cortesía, busqué
al marinero. Lo que vi me llenó de perplejidad. También él festejaba con
unos saltitos ridículos. Por un instante nos miramos y hubo entre
nosotros un no expresado litigio.
Era evidente que aquel hombre creía haberme ganado. Sin embargo, yo estaba seguro de haberle sacado, al menos, una baldosa.
Entonces
dudé. ¿Había calculado bien? ¿Cuál sería el procedimiento legal en esos
casos? Desde luego, no me atreví a consultarlo con el marinero. Me
alejé confundido y pensé que pronto conocería el veredicto. Una vida
dichosa, un amor correspondido, darían fe de mi triunfo. La suerte
aciaga, el rechazo terco, me harían comprender la derrota.
Pasaron los años y nunca supe si en verdad gané aquella carrera. Muchas veces fui afortunado, muchas otras conocí la desdicha.
La mujer de mis sueños me aceptó y rechazó sucesivamente.
Todas
las noches pienso en buscar a aquel marinero y preguntarle cómo lo
trata la suerte. Solamente él tiene la respuesta acerca de la exacta
naturaleza de mi destino. Quizá, en alguna parte, también él me esté
buscando. Me niego a considerar una posibilidad que algunos amigos me
han señalado: la inoperancia de los triunfos o derrotas obtenidos en
carreras secretas.Alejandro Dolina
Pablo Neruda, xiv
Me falta tiempo para celebrar tus cabellos.
Uno por uno debo contarlos y alabarlos:
otros amantes quieren vivir con ciertos ojos,
yo sólo quiero ser tu peluquero.
En Italia te bautizaron Medusa
por la encrespada y alta luz de tu cabellera.
Yo te llamo chascona mía y enmarañada:
mi corazón conoce las puertas de tu pelo.
Cuando tú te extravíes en tus propios cabellos,
no me olvides, acuérdate que te amo,
no me dejes perdido ir sin tu cabellera
por el mundo sombrío de todos los caminos
que sólo tiene sombra, transitorios dolores,
hasta que el sol sube a la torre de tu pelo.
Uno por uno debo contarlos y alabarlos:
otros amantes quieren vivir con ciertos ojos,
yo sólo quiero ser tu peluquero.
En Italia te bautizaron Medusa
por la encrespada y alta luz de tu cabellera.
Yo te llamo chascona mía y enmarañada:
mi corazón conoce las puertas de tu pelo.
Cuando tú te extravíes en tus propios cabellos,
no me olvides, acuérdate que te amo,
no me dejes perdido ir sin tu cabellera
por el mundo sombrío de todos los caminos
que sólo tiene sombra, transitorios dolores,
hasta que el sol sube a la torre de tu pelo.
Pablo Neruda
cuadro Renè Magritte
cuadro Renè Magritte
viernes, 19 de octubre de 2012
Ambrose Bierce, aceite de perro
Me
llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos
de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un
pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los
no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente
ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia
era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio.
Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque
todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre.
No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido
nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer
aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros
desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto
punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del
pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar
Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero
la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los
que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo
tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en
una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A
veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir
indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias
que afectaron profundamente mi futuro.
Una
noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño
rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente
mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un
policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos
más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral
casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre
ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía
con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos
reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en
indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de
perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño
en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué
guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y
mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida
roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era
mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto
sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería
por temor al agente. "Después de todo", me dije, "no puede
importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus
huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el
reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no
tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente". En
resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias
arrojando el niño al caldero.
Al
día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción,
nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca
vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía
conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido
tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi
obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si
hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las
ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato
medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del
edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya
no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni
había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo,
aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente
impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso
y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre
me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era
diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a
tan desgraciado fin!
Al
encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con
renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a
las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos
adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la
calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En
pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a
convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y
arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el
Cielo que también los inspiraba.
Tan
emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se
aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó
que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil.
Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado
y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir
con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso
de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una
ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche.
El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para
mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso
aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi
padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba
haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del
dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y
sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se
abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente
sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en
la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco
ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca
amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con
furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban
alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos
peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con
sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar
ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un
forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron
repentinamente.
El
pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un
momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido,
sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos
desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas
sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos
desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había
traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido
de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una
carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee,
donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por
el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.
Patricio Torne, Unidad 6 pabellòn 5 celda 175
cansada de tanta decepción, se aisló del regazo terrestre
para ser deseada por los hombres, que sólo atinan a
venerarla porque no está al alcance de sus deseos
amorosos.
Dicen que una habitación estrecha puede ser el
mundo definitivo de un hombre enamorado, pues nada
necesita, salvo su razón para vivir.
Dicen que una habitación, más estrecha aún que
la anterior, donde el hombre es despojado de todo lo suyo,
incluso su razón, es el mismo infierno, y en esa estrechez,
cabe todo aquello que el Dante relató como inmenso. El
dolor no tiene medidas: cada uno escribe, a su manera, la
divina comedia
Dicen que el dolor es inagotable en el cuerpo del
hombre (esto es sostenido por aquellos que no sufrieron la
degradación de la carne chamuscada; los que nunca
perdieron las uñas arrancadas porque la verdad no salía).
Debo decir que esta sospecha se ha visto confirmada.
Dicen que lo mas doloroso es la palabra que sale a
flote para evitar el dolor carnal. También estoy seguro que
así debe ser.
Dicen que la muerte es un gesto liberador. A mi lado
una gillette es el camino para la liberación seguro. Pero
nunca llegué a ser un héroe libertario, es más, me
reconozco un traidor, y admiro a los que se fueron
desangrados, sin una lágrima, y evitaron, así, el dolor
constante de la tortura.
Dicen que el amor es liberador, y pude comprobarlo
el día que la luna vino a derramarse sobre mi cuerpo.
Tendido en una estrecha habitación, sentí su ternura
aliviando las heridas que me dejara la máquina. Dos
ermitaños que hacían el amor habitando el paraíso a pesar
de los criminales.
Dicen que estar vivo, suele ser una cuestión de
suerte, que el amor es una búsqueda final y dolorosa.
Dicen que de todo esto, yo no tendría que estar
hablando, pero es muy tarde para rectificarse.
Patricio Torne,(Inédito)
cuadro Renè Magritte
Dicen que una habitación, más estrecha aún que
la anterior, donde el hombre es despojado de todo lo suyo,
incluso su razón, es el mismo infierno, y en esa estrechez,
cabe todo aquello que el Dante relató como inmenso. El
dolor no tiene medidas: cada uno escribe, a su manera, la
divina comedia
Dicen que el dolor es inagotable en el cuerpo del
hombre (esto es sostenido por aquellos que no sufrieron la
degradación de la carne chamuscada; los que nunca
perdieron las uñas arrancadas porque la verdad no salía).
Debo decir que esta sospecha se ha visto confirmada.
Dicen que lo mas doloroso es la palabra que sale a
flote para evitar el dolor carnal. También estoy seguro que
así debe ser.
Dicen que la muerte es un gesto liberador. A mi lado
una gillette es el camino para la liberación seguro. Pero
nunca llegué a ser un héroe libertario, es más, me
reconozco un traidor, y admiro a los que se fueron
desangrados, sin una lágrima, y evitaron, así, el dolor
constante de la tortura.
Dicen que el amor es liberador, y pude comprobarlo
el día que la luna vino a derramarse sobre mi cuerpo.
Tendido en una estrecha habitación, sentí su ternura
aliviando las heridas que me dejara la máquina. Dos
ermitaños que hacían el amor habitando el paraíso a pesar
de los criminales.
Dicen que estar vivo, suele ser una cuestión de
suerte, que el amor es una búsqueda final y dolorosa.
Dicen que de todo esto, yo no tendría que estar
hablando, pero es muy tarde para rectificarse.
Patricio Torne,(Inédito)
cuadro Renè Magritte
jueves, 18 de octubre de 2012
Casciari, Buenos Aires
Cuando terminaba de trabajar me volvía a casa en el subte D, de punta
a punta. Como salía a las seis de la tarde, el vagón iba relleno de
gente (no digo re-lleno como lo diría un adolescente, si no
'relleno': del verbo empanada). Íbamos todos apretados, colgados,
tratando de quitarnos de la cabeza la última hora laboral y pensando qué
haríamos de nuestras vidas si las cosas no cambiaban para mejor.
Algunos nos poníamos los auriculares y oíamos música para hacernos la ilusión de que la existencia tenía banda de sonido; otros abríamos el librito de bolsillo en la página que habíamos marcado durante el viaje de ida, y seguíamos viendo cómo iba la historia del cuento de Javier Marías. Los más, sin literatura ni música, cabeceaban tristones, tratando de no mirar a los ojos al que estaba nariz con nariz.
En Pueyrredón la cosa se calmaba un poco, no mucho, pero se podía cambiar de posición las piernas. Igual la mayoría viajaba triste. A veces una chica que había conseguido un asiento para leer sonreía por alguna cosa de su libro, y esa sonrisa perdida en el mar del malhumor parecía un colibrí entre una marejada de cuervos. Pero a veces ni siquiera había una chica sonriendo.
En Palermo, con suerte, me podía sentar. Y en José Hernández nos bajábamos todos en silencio y subíamos las escaleras. Arriba, entre los rieles y la calle, Metrovías había dejado que un grupo de músicos del Colón pusiera sus parlantes e hiciera melodías de Bizet, de Tchaicovsky, de Mozart y de Beethoven. Eran tres: una pianista linda, un violinista gracioso y un flautista enloquecido.
La gente salía del subte y ya desde lejos podía oírlos. Cuando la turba pasaba por al lado del trío, lo más frecuente es que cada uno se detuviera algunos un segundo, otros más, y se quedaran un ratito suspendidos en medio de la armonía. Se notaba que por ese pasillo todo el mundo experimentaba una transición, algo extraño, una certeza de que las cosas de esta vida podían ser mejores, algo que los acariciaba con fugacidad.
Todos salíamos del subte desesperados por llegar a casa, pero cuando atravesábamos la música no había quien no se detuviera un segundo. Cuando una composición terminaba, los aplausos eran tan reales y agradecidos que parecían ser los primeros aplausos verdaderos que yo había escuchado en mi vida. Los anteriores sonaban a fórmula y compromiso, a costumbre cultural.
Un martes me tocó pasar cuando terminaban de ejecutar "Carmen". Oí otra vez los aplausos y también vi, de reojo, una mirada que se hicieron la pianista con el chico del violín. La mirada era de triunfo. Han pasado cuatro años pero la recuerdo intacta. Se miraron y sus ojos decía 'estamos en la gloria'. Yo pensé en ese momento que el arte estaba allí, congelado en ellos, y que la pareja de músicos, durante el segundo que les duró la mirada, lo sabían mejor que nadie en el mundo.
Los oficinistas más tristes y devaluados pasaban de a montones y durante un instante creían que las cosas podían ser mejores de lo que eran. Ellos solamente hacían un poco de música, y al final del día contaban las monedas que el público pasajero les había dejado en la funda del violín. Músicos que tenían que vivir de tocar en el subte: si alguien lo medía con la vara del éxito, esos chicos estaban fracasando rotundamente. Pero yo pasé y los vi, y pude retener la mirada del violinista y la pianista, y era una mirada de triunfo.
Después saqué la cabeza a la avenida Cabildo. Me fui a casa pensando que yo conocía a esos chicos, que conocía en ese país a un montón de gente que, como esos músicos del subte, no querían nada malo para este mundo, sino únicamente un poco de magia y de misterio. Y que se conformaban con hacer lo que amaban, en el Teatro Colón o en el entresuelo de la línea D. Y me sentí yo mismo tan lleno de misterio y de felicidad, que me hubiera gustado tener un frasco a rosca para encerrar ese sentimiento fugaz y usarlo durante estos días, en los que me cuesta tanto recordar por qué amo con desesperación a Buenos Aires.
Algunos nos poníamos los auriculares y oíamos música para hacernos la ilusión de que la existencia tenía banda de sonido; otros abríamos el librito de bolsillo en la página que habíamos marcado durante el viaje de ida, y seguíamos viendo cómo iba la historia del cuento de Javier Marías. Los más, sin literatura ni música, cabeceaban tristones, tratando de no mirar a los ojos al que estaba nariz con nariz.
En Pueyrredón la cosa se calmaba un poco, no mucho, pero se podía cambiar de posición las piernas. Igual la mayoría viajaba triste. A veces una chica que había conseguido un asiento para leer sonreía por alguna cosa de su libro, y esa sonrisa perdida en el mar del malhumor parecía un colibrí entre una marejada de cuervos. Pero a veces ni siquiera había una chica sonriendo.
En Palermo, con suerte, me podía sentar. Y en José Hernández nos bajábamos todos en silencio y subíamos las escaleras. Arriba, entre los rieles y la calle, Metrovías había dejado que un grupo de músicos del Colón pusiera sus parlantes e hiciera melodías de Bizet, de Tchaicovsky, de Mozart y de Beethoven. Eran tres: una pianista linda, un violinista gracioso y un flautista enloquecido.
La gente salía del subte y ya desde lejos podía oírlos. Cuando la turba pasaba por al lado del trío, lo más frecuente es que cada uno se detuviera algunos un segundo, otros más, y se quedaran un ratito suspendidos en medio de la armonía. Se notaba que por ese pasillo todo el mundo experimentaba una transición, algo extraño, una certeza de que las cosas de esta vida podían ser mejores, algo que los acariciaba con fugacidad.
Todos salíamos del subte desesperados por llegar a casa, pero cuando atravesábamos la música no había quien no se detuviera un segundo. Cuando una composición terminaba, los aplausos eran tan reales y agradecidos que parecían ser los primeros aplausos verdaderos que yo había escuchado en mi vida. Los anteriores sonaban a fórmula y compromiso, a costumbre cultural.
Un martes me tocó pasar cuando terminaban de ejecutar "Carmen". Oí otra vez los aplausos y también vi, de reojo, una mirada que se hicieron la pianista con el chico del violín. La mirada era de triunfo. Han pasado cuatro años pero la recuerdo intacta. Se miraron y sus ojos decía 'estamos en la gloria'. Yo pensé en ese momento que el arte estaba allí, congelado en ellos, y que la pareja de músicos, durante el segundo que les duró la mirada, lo sabían mejor que nadie en el mundo.
Los oficinistas más tristes y devaluados pasaban de a montones y durante un instante creían que las cosas podían ser mejores de lo que eran. Ellos solamente hacían un poco de música, y al final del día contaban las monedas que el público pasajero les había dejado en la funda del violín. Músicos que tenían que vivir de tocar en el subte: si alguien lo medía con la vara del éxito, esos chicos estaban fracasando rotundamente. Pero yo pasé y los vi, y pude retener la mirada del violinista y la pianista, y era una mirada de triunfo.
Después saqué la cabeza a la avenida Cabildo. Me fui a casa pensando que yo conocía a esos chicos, que conocía en ese país a un montón de gente que, como esos músicos del subte, no querían nada malo para este mundo, sino únicamente un poco de magia y de misterio. Y que se conformaban con hacer lo que amaban, en el Teatro Colón o en el entresuelo de la línea D. Y me sentí yo mismo tan lleno de misterio y de felicidad, que me hubiera gustado tener un frasco a rosca para encerrar ese sentimiento fugaz y usarlo durante estos días, en los que me cuesta tanto recordar por qué amo con desesperación a Buenos Aires.
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