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viernes, 1 de marzo de 2013

Jack London, el mexicano (cuento completo)

Nadie conocía su historia, y menos los de la Junta. Era su pequeño misterio; su gran patriota, y a su forma trabajaba por la inminente Revolución Mexicana tan duro como ellos.
Tardaron mucho en reconocer esto, pues a nadie de la Junta le gustaba aquel hombre. El día que entró por primera vez en sus habitaciones repletas y ajetreadas, todos sospecharon de él creyendo que era espía, un agente del servicio secreto de Díaz. Muchos camaradas estaban en prisiones civiles y
militares esparcidas por los Estados Unidos, y otros,cargados de cadenas, eran conducidos todavía al otro lado de la frontera para ser fusilados frente a paredones de adobe.
Cuando vieron por primera vez al muchacho no les causó una impresión favorable. Era realmente un muchacho: no tenía más de dieciocho años y tampoco aparentaba más edad. Anunció trabajar para la revolución. Eso fue todo, ni una palabra más, ninguna explicación.
Estaba de pie esperando. No había sonrisa en sus labios ni genialidad en sus ojos. El grande y arrojado Paulino Vera sintió un estremecimiento interior. Se hallaba ante algo prohibido, terrible, inescrutable.
En los ojos negros del muchacho había algo venenoso, como si fueran los ojos de una serpiente. Ardían como fuego helado y parecían dominados por una vasta y concentrada amargura. Los apartó de los rostros de los conspiradores y los clavó en la máquina de escribir que la pequeña Mrs. Sethby operaba
industriosamente. Sus ojos reposaron en ella un solo instante —pues ella se había aventurado a mirarle—, y también ella sintió aquella sensación sin nombre que le hizo quedar inmovilizada. Se vio obligada a releer la
carta que estaba escribiendo para recuperar el hilo.
Paulino Vera miró interrogativamente a Arellano y a Ramos, y ellos le devolvieron la mirada y seescrutaron entre si. La indecisión de la duda se dibujaba en sus ojos. Aquel muchacho delgado era lo desconocido, investido con toda la amenaza de lo desconocido. Era irreconocible, algo que estaba más allá del alcance de aquellos revolucionarios honestos y ordinarios, cuyo odio fiero hacia Díaz y su tiranía era, despues de todo, el simple odio de unos patriotas honestos y ordinarios.
Aquí había algo más, aunque no sabían qué. Pero Vera, siempre el más impulsivo, el más rápido en
actuar, abrió la brecha.
—Muy bien —dijo fríamente—. Dices que quieres trabajar para la revolución. Quítate la chamarra.
Cuélgala allí. Ven, te enseñaré dónde están el cubo y la jerga. El suelo está sucio. Comenzarás por fregarlo y
por fregar los suelos de las otras habitaciones. Las escupideras necesitan un poco de limpieza. Luego empezarás con las ventanas.
—¿Es por la revolución? —preguntó el muchacho.
—Sí, por la revolución —contestó Vera.
Rivera les miró a todos con fría sospecha, y se quitó la chamarra.
—Está bien —dijo, y nada más.

Día tras día realizaba su trabajo: barría, fregaba, limpiaba. Vaciaba las cenizas de las estufas, traía el
carbón y la leña y encendía el fuego antes de que llegara a la oficina el más activo de todos ellos.
—¿Puedo dormir aquí? —preguntó en una ocasión.
¡Ajá! De modo que era eso ... ¡la mano de Díaz comenzaba a mostrarse! Dormir en las habitaciones de
la Junta significaba acceso a sus secretos, a las listas de nombres, a las direcciones de camaradas en suelo
mexicano. La petición fue denegada, y Rivera nunca habló más del asunto. Nadie sabía dónde dormía, ni
dónde o qué comía. Una vez, Arellano le ofreció un par de dólares. Rivera rechazó el dinero sacudiendo la
cabeza. Cuando Vera se unió a su compañero, intentando que lo aceptara, el muchacho dijo:
—Estoy trabajando para la revolución.
Una revolución moderna cuesta dinero, y la Junta siempre estaba acuciada. Los miembros pasaban
hambre y trabajaban duramente, y los días más largos nunca eran demasiado largos, y había veces en que
parecía como si la revolución tuviera que triunfar o fracasar por una simple cuestión de dólares.
Una vez —fue la primera en que debían dos meses del alquiler de la casa y el dueño les amenazaba con
el desahucio, fue Felipe Rivera, el muchacho de la limpieza, el chico que llevaba una ropa pobre, barata,vieja y raída, quien depositó sobre el escritorio de May Sethby sesenta dólares en oro. Y no fue lo único.
Trescientas cartas, mecanografiadas en las atareadas máquinas de escribir (peticiones de ayuda, de apoyo a las organizaciones laborales, ruegos a los editores de los periódicos para que introdujeran noticias
fidedignas, protestas contra el duro trato que infligían a los revolucionarios los tribunales de los Estados Unidos), no habían podido ser cursadas por carencia de sellos. El reloj de Vera había desaparecido, —el
viejo reloj de repetición que había pertenecido a su padre. Asimismo desaparecido la alianza de oro puro que antes brillara en el tercer dedo de May Sethby. Cundía la desesperación. Ramos y Arellano se estiraban sus largos bigotes, desesperados. Las cartas debían salir, y la oficina de correos no concedía crédito a los compradores de sellos. Fue entonces cuando Rivera se puso el sombrero y salió. Al volver, depositó, mil sellos de dos centavos sobre el escritorio de May Sethby.
—Me pregunto si no será el maldito oro de Díaz —dijo Vera a sus camaradas.
Alzaron sus cejas y no pudieron decidir. Y Felipe Rivera, el muchacho que fregaba para la revolución
siguió entregando oro y plata para el uso de la Junta, cuando se presentaba la ocasión.
Y sin embargo, no conseguían fiarse de él. No le conocían. Su forma de actuar era distinta de la suya.
No hacía confidencias. Repelía todo tipo de indagaciones. Aunque era muy joven, nunca tuvieron el suficiente aplomo para hacerle preguntas.
—Un espíritu grande y solitario, quizás. No sé, no sé —dijo Arellano con desamparo.
—No es humano —dijo Ramos.
—Su alma se ha endurecido —dijo May Sethby—. La luz y la sonrisa se han consumido en sus entrañas.
Es como un muerto, y sin embargo está terriblemente vivo.
—Ha estado en el infierno —dijo Vera—. Un hombre que no hubiera pasado por el infierno no tendría esa mirada, y no es más que un muchacho.
Pero no podían impedir que les disgustara aquel muchacho. Nunca hablaba, nunca preguntaba, nunca hacía sugerencias. Les escuchaba inexpresivo, como un objeto muerto, salvo sus ojos, que ardían fríamente
cuando alzaban la voz y se acaloraban hablando de la revolución. Sus ojos iban de rostro en rostro y de orador en orador, taladrándolos como barrenos de hielo incandescente, desconcertándoles e inquietándoles.
—No es un espía —le confió Vera a May Sethby—. Es un patriota, créame, el mayor patriota de todos nosotros. Lo sé, lo siento. Lo siento aquí, en mi corazón y en mi cabeza. Pero, en cambio, no le conozco en absoluto.
—Tiene mal carácter —dijo May Sethby.
—Lo sé —dijo Vera estremeciéndose—. Me ha mirado con esos ojos que tiene. Unos ojos que no aman;
que amenazan; tan salvajes como los de un tigre. Sé que si yo fuera infiel a la causa, ese muchacho me mataría. No tiene corazón. Es despiadado como el acero, frío y penetrante como el hielo. Es como la luz de
la luna en una noche de invierno, cuando un hombre se hiela hasta morir en la cima solitaria de una montaña. No tengo miedo de Díaz ni de sus matarifes; pero en cambio tengo miedo de ese muchacho. Te
digo la verdad. Tengo miedo de él. Es el mismo aliento de la muerte.
Y sin embargo fue Vera quien persuadió a los otros a dar a Rivera su primera oportunidad. La línea de comunicación entre Los Angeles y la Baja California había sido cortada. Tres de sus camaradas habían cavado sus propias tumbas y habían sido fusilados en ellas. Otros dos eran prisioneros de los Estados Unidos en Los Angeles. Juan Alvarado, el jefe federal, era un monstruo. Desbarataba todos sus planes. No podían tener acceso a los revolucionarios activos, a los incipientes, de la Baja California.
El joven Rivera recibió instrucciones y fue despachado hacia el sur. Cuando volvió, la línea de comunicación estaba restablecida, y Juan Alvarado había muerto. Le encontraron en la cama, con un puñal hundido hasta la empuñadura en su pecho. Esto había excedido las instrucciones de Rivera, pero los de la Junta conocían ya todos sus movimientos. No le hicieron ninguna pregunta. El no dijo nada. Pero todos se miraron entre sí y empezaron a hacer conjeturas.
—Se los dije —dijo Vera— Díaz tiene más que temer de este joven que de cualquier hombre. Es implacable. Es la mano de Dios.
Su mal carácter, mencionado por May Sethby e intuido por todos ellos, quedaba demostrado con pruebas físicas. De vez en cuando aparecía con un labio cortado, una mejilla amoratada o una oreja hinchada.
Era evidente que alborotaba en algún lugar de aquel mundo exterior donde comía y dormía, donde ganaba dinero y se movía de un modo desconocido para ellos. Con el paso del tiempo, se dedicó a mecanografiar la pequeña hoja revolucionaria que publicaban semanalmente. Había ocasiones en que no
podía mecanografiar, en que sus nudillos estaban magullados y contusos, en que sus pulgares estaban heridos e inútiles, en que un brazo o el otro colgaban fatigosamente de un costado, mientras su rostro expresaba un dolor silencioso.
—Un golpe —decía Arellano.
—Un frecuentador de bajos fondos —decía Ramos.
—Pero, ¿dónde consigue el dinero? —preguntaba Vera—. Me acabo de enterar ahora mismo que pagó la cuenta del papel, ciento cuarenta dólares.
—¿Y qué me dicen de sus ausencias? —añadía May Sethby—. Nunca da una explicación.
—Le tendríamos que poner un espía —proponía Ramos.
—A mí no me gustaría ser ese espía —decía Vera—. Temo que no me verían nunca más, salvo para enterrarme. Tiene una cólera terrible. No permitiría ni al mismo Dios interponerse entre él y el objeto de su cólera.
—Me siento como un niño ante él —confesaba Ramos.
—Para mí ese muchacho es poder; es el primitivo, el lobo salvaje, la impresionante serpiente de cascabel, el aguijoneante cienpiés —decía Arellano.
—Es la revolución encarnada —decía Vera—. Es la llama y el espíritu de la revolución, el grito insaciable de venganza que no hace ningún ruido, sino que mata silenciosamente. Es un ángel destructor que
se mueve a través de los centinelas inertes de la noche.
—Siento compasión de él —decía May Sethby—. No conoce a nadie. Odia a todo el mundo. A nosotros
nos tolera, pues nos utiliza para sus deseos. Está solo ..., absolutamente solo —su voz quedó interrumpida
por un medio sollozo y sus ojos se humedecieron.
Todo lo relativo a Rivera era realmente misterioso. Había periodos en que no le veían durante una semana entera. En una ocasión estuvo ausente un mes. Pero siempre terminaba volviendo, y entonces, sin
previo aviso ni emitir palabra alguna, depositaba monedas de oro sobre el escritorio de May Sethby. Y de nuevo, durante días y semanas, pasaba todo su tiempo con la Junta. Y luego, durante periodos irregulares,
volvía a desaparecer todos los días, desde la madrugada hasta el ocaso. En esas ocasiones, venía muy pronto y se quedaba hasta muy tarde. Arellano le había encontrado a medianoche, mecanografiando con sus nudillos recién hinchados, o quizá era su labio, de nuevo partido, el que todavía sangraba.
II
Se aproximaba el tiempo de la crisis. El que se produjera o no la revolución, dependería de la Junta, y la
Junta estaba abrumada. La necesidad de dinero era mayor que nunca, pero el dinero era más difícil de
obtener. Los patriotas habían dado hasta el último céntimo y ya no podían dar nada más. Los trabajadores
municipales —peones fugitivos de México— estaban contribuyendo con la mitad de su escaso salario. Pero
no necesitaba mucho más. El trabajo agotador, conspirativo y subterráneo de tantos años, estaba a punto de
dar sus frutos. Las cosas habían madurado. La revolución oscilaba en una balanza. Un empujón más, un
último esfuerzo heroico, y temblaría, desbordando los platillos, hacia la victoria. Conocían su México. Una
vez iniciada, la revolución tomaría su propio curso. Todo el aparato de Díaz se desmoronaría como un
castillo de naipes. La frontera estaba preparada para levantarse. Un yanki, con cien hombres I.W.W.,
esperaba la orden para atravesar la frontera y comenzar la conquista de la Baja California. Pero necesitaba
armas. Y por toda la zona, hasta el Atlántico, en contacto con la Junta, y necesitados de armas, esperaban
cientos de personas: meros aventureros, soldados de la fortuna, bandidos, enojados sindicalistas
norteamericanos, socialistas, anarquistas, truhanes, exilados mexicanos, peones escapados de la
servidumbre, mineros despedidos de los yacimientos de Coeur d'Alene y Colorado que estaban deseosos de pelear para vengarse, todo un torrente de espíritus salvajes procedentes del enloquecido y complicado
mundo moderno. Y su grito eterno e incesante era siempre el mismo: armas y municiones, municiones y armas.
Con sólo lanzar a esta masa heterogénea, hundida y vengativa a través de la frontera, la revolución estaría en marcha. Las aduanas y los accesos del norte serían capturados. Díaz no podría resistir. No se atrevería a lanzar sobre ellos el grueso de su ejército, pues debía controlar el sur. Pero a pesar de ello la
llama se extendería por el sur. El pueblo se levantaría. Una tras otra, todas las ciudades serían cercadas. Uno tras otro, todo, los Estados caerían. Y al final, desde todos los puntos, los ejércitos victoriosos de la revolución marcharían sobre la ciudad de México, último baluarte de Díaz.
Pero faltaba el dinero. Tenían los hombres, impacientes y apremiantes, que utilizarían las armas.
Conocían a los comerciantes que estaban dispuestos a venderlas y entregarlas. Pero el cultivar la revolución hasta ese punto había dejado exhausta a la Junta. Se había gastado hasta el último dólar, se había agotado el último recurso, el último patriota hambriento había sido exprimido; y la gran aventura seguía temblando en los platillos de la balanza. ¡Armas y municiones! Los enardecidos batallones debían ser armados. ¿Pero
cómo? Ramos lamentaba sus haciendas confiscadas. Arellano se arrepentía de los derroches de su juventud.
May Sethby se preguntaba si no hubiera sido diferente, de haber sido los de la Junta más economizadores en el pasado.
—Pensar que la libertad de México depende de unos miserables miles de dólares —dijo Paulino Vera.
La desesperación se dibujaba en todos sus rostros. José Amarillo, su última esperanza, un recién convertido que había prometido dinero, había sido aprehendido en su hacienda de Chihuahua y había sido fusilado frente al muro de su propio establo. La noticia acababa de llegar.Rivera, que estaba fregando el suelo arrodillado, alzó la vista, sosteniendo la jerga en el aire, y con sus
brazos desnudos llenos de agua sucia y jabonosa.
—¿Bastarán cinco mil? —preguntó.
Ellos le miraron perplejos. Vera asintió y tragó saliva. No podía hablar, pero al instante quedó investido de una fe sin límites.
—Encargue las armas —dijo Rivera, y emitió el mayor torrente de palabras escuchado por ellos—. No hay tiempo que perder. En tres semanas le traeré los cinco mil. No está mal. Entonces hará más calor y será
mejor para los combatientes. Además, no puedo hacer nada más.
Vera luchó contra su fe. Era increíble. Desde que se había enrolado en el juego de la revolución, demasiadas esperanzas acariciadas se habían desvanecido. Creía en este muchacho de ropas raídas que fregaba el suelo para la revolución, y sin embargo no se atrevía a creer.
—Estás loco —dijo.
—En tres semanas —dijo Rivera—. Encarguen las armas.
Se levantó, se desenrolló las mangas de su camisa y se puso la chamarra.
—Encargue las armas —dijo—. Me voy ahora mismo.
III
Después de muchas prisas y escabullidas, de muchas llamadas de teléfono y malas palabras, se celebraba
una reunión nocturna en la oficina de Kelly. Este era muy dinámico en los negocios, pero poco afortunado.
Había traído a Danny Ward desde Nueva York, le había arreglado un combate con Billy Carthey, faltaban
tres semanas para la fecha, y desde hacía dos días, cuidadosamente alejado de los reporteros deportivos,
Carthey yacía en cama, herido de gravedad. No había nadie que pudiera sustituirle. Kelly había enviado
innumerables telegramas al este ofreciendo el combate a todos los pesos ligeros que pudo encontrar, pero
estaban atados por contratos. Y ahora acababa de renacer la esperanza, aunque una pálida esperanza.
—Tienes un vigor infernal —dijo Kelly a Rivera, después de una rápida mirada, tan pronto como se
reunieron.
En los ojos de Rivera había una malévola expresión de odio, pero su rostro permanecía impasible.
—Puedo vencer a Ward —fue todo lo que dijo.
—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has visto luchar alguna vez?
Rivera movió la cabeza.
—Te puede ganar con una mano y los ojos cerrados.
Rivera se encogió de hombros.
—¿No tienes nada que decir? —gruñó el promotor de la pelea.
—Puedo vencerle.
—¿Con quién has peleado? —preguntó Michael Kelly. Michael era el hermano del promotor, y dirigía
las Apuestas Yellowstone, donde había hecho grandes sumas de dinero con el boxeo.
Rivera le concedió el favor de una mirada amarga y silenciosa.
El secretario del promotor, un joven claramente deportivo, se puso a reír sonoramente.
—Bien, conoces a Roberts —Kelly rompió el silencio hostil—. Debería estar aquí. Lo he mandado
llamar. Siéntate y espera, aunque por tu aspecto, no tienes ninguna oportunidad. No puedo ponerme a todo el público en contra con una pelea trucada. Como muy bien sabes, las butacas de ring se venden a quince
dólares.
Cuando Roberts llegó se hizo patente que estaba ligeramente borracho. Era un individuo alto, delgado,
descuidado, y su andar, como su habla, era pausado, suave y lánguido.
Kelly fue directo al grano.
—Mira, Roberts, te has estado jactando de haber descubierto a este pequeño mexicano. Ya sabes que
Carthey se ha roto el brazo. Bien, este pequeño palo amarillo tiene el descaro de irrumpir hoy aquí diciendo
que quiere sustituir a Carthey. ¿Qué te parece?
—Está bien, Kelly —llegó la lenta respuesta—. Puede hacer un buen combate.
—Me imagino que ahora dirás que puede vencer a Ward —interrumpió Kelly.
Roberts reflexionó.
—No, no diré eso. Ward es un buen castigador y un general del ring. Pero no podrá hacer picadillo a
Rivera de buenas a primeras. Conozco a Rivera. Nadie puede alcanzarle en el estómago. Para mí que no
tiene estómago. Y pelea bien con las dos manos. Puede lanzar directos desde cualquier posición.
—Eso no importa. ¿Qué tipo de espectáculo puede ofrecer? Has estado preparando y entrenando
boxeadores toda tu vida. Me saco el sombrero ante tu juicio. ¿Puede ofrecer al público una buena diversión
por su dinero?
—Naturalmente que puede, y causará a Ward infinidad de problemas. No conoces a este muchacho. Yo
sí. Fui yo quien le descubrió. No tiene estómago. Es un demonio. Si alguien les pregunta, diganle que es un
zorro. Dejará a Ward boquiabierto con una demostración de talento causará la admiración de todos. No me
atrevo a decir que vencerá a Ward, pero ofrecerá un espectáculo tal que todos acabarán reconociendo que es un boxeador con futuro.
—De acuerdo —Kelly se giró hacia su secretario—. Llama a Ward. Le advertí que se dejara ver cuando
yo lo creyera oportuno. Está allí enfrente, en el Yellowstone, mostrando su tórax y haciéndose el popular.
Kelly se dirigió de nuevo al entrenador—. ¿Quieres beber algo?
Roberts tomó un sorbo de licor y se relajó.
—Nunca te he dicho cómo descubrí al pequeño tunante. Apareció por aquí hace cosa de dos años. Yo
estaba preparando a Prayne para su combate con Delaney. Prayne es un mal bicho. Cuando se entrena no
tiene ni una pizca de clemencia. Había golpeado a sus sparrings de un modo realmente cruel, y no podía
encontrar a ningún muchacho que estuviera dispuesto a trabajar con él. Fue entonces cuando caí en la cuenta
de este pequeño mexicano muerto de hambre que deambulaba por allí. Como yo estaba desesperado
buscando a alguien, lo agarré, le metí los guantes y lo subí al ring. Era duro de pelar, pero estaba muy débil,
y no conocía ni la primera letra del abecedario del boxeo. Prayne lo arrinconó en las cuerdas. Pero el
mexicano resistió dos asaltos mareantes, hasta caer desmayado. Hambre, eso era todo. ¿El castigo que
recibió? No podrías reconocerle. Le di medio dólar y una comida abundante. Tendrías que haberle visto
devorarla. No había probado bocado en dos días. No creo que vuelva más, pensé. Pero al día siguiente
apareció de nuevo, tieso y sano, preparado para ganar otro medio dólar y otra comida. Y a medida que
pasaban los días, Iba morando. Es un boxeador recién nacido, pero más duro que una piedra. No tiene
corazón. Es un pedazo de hielo. Y desde que le conozco nunca ha dicho once palabras seguidas. Se limita a
hacer su trabajo.
—Yo lo he visto —dijo el secretario—. Ha trabajado mucho contigo.
—Todos los grandes de los pesos ligeros se han entrenado con él —contestó Roberts—. Y él ha
aprendido mucho de ellos. Creo que habría podido tumbar a muchos de ellos. Pero no parecía fijar mucho la atención en la pelea. Creo que nunca le gustó el boxeo. Al menos, parecía actuar de esa forma.
—Los últimos meses ha luchado varias veces en los pequeños clubes —dijo Kelly. Es cierto. No sé lo
que le ocurrió. De repente se metió en ese negocio. Salió como un rayo, barrió a todos los pesos ligeros
locales. Parecía querer el dinero, y realmente ha ganado bastante, aunque por las ropas que lleva nadie lo
diría. Es muy peculiar. Nadie conoce sus negocios. Nadie sabe cómo pasa el tiempo. En sus épocas de
trabajo, desaparece la mayor parte del día tan pronto como terminan los combates. A veces no se le ve el
pelo durante semanas enteras. Y no hace caso a nadie. Será muy afortunado el individuo que consiga
representarlo. Pero es inútil. Tendrías que verle cómo agarra el dinero cuando termina un contrato.
Fue entonces cuando llegó Danny Ward. No venía solo. Su representante y su entrenador estaban con él,
e irrumpió en la habitación como un remolino de genialidad, buen humor y ganas de comerse el mundo. Se
sucedieron los saludos, soltando un chiste aquí, una réplica allí, y concediendo una sonrisa o una carcajada a
todos los presentes.
Era su forma de ser, sólo parcialmente sincera. Era un buen actor, y había descubierto que la genialidad
era la baza más valiosa en el juego de abrirse camino por el mundo. Pero, en el fondo, por debajo de aquella superficialidad, era un boxeador y un negociante cauto y lleno de sangre fría. El resto era una máscara. Los que le conocían o negociaban con él decían que cuando llegaba la hora de entrar en materia era Danny en su Sitio. Se hallaba presente invariablemente en todas las discusiones de negocios, y había quien decía que su representante era un ciego cuya única función consistía en servir de portavoz de Danny.
El modo de ser de Rivera era diferente. Tenía sangre india en sus venas, y también española, y estaba
sentado en una esquina, silencioso e inmóvil; sólo sus ojos negros iban de rostro en rostro y se daban cuenta
de todo.
—De modo que éste es el chico —dijo Danny, midiendo a su antagonista propuesto con ojo evaluador—
. ¿Cómo estás, viejo?
Los ojos de Rivera ardieron con veneno, pero no hicieron ninguna señal de reconocimiento. Detestaba a
todos los gringos, pero a ese gringo le odiaba con una inmediatez que era rara incluso en él.
—¡Bobadas! —protestó chistosamente Danny ante el promotor—. Supongo que no esperarás que luche
con un sordomudo —cuando las carcajadas se aplacaron, arremetió de nuevo—: Los Angeles debe estar en
las últimas cuando esto es lo mejor que has podido encontrar. ¿De qué parvulario lo sacaste?
—Es un buen muchacho, Danny, hazme caso —defendió Roberts. No tan fácil como parece.
—Y ya están vendidas la mitad de las entradas —suplicó Kelly. Tendrás que aceptarla, Danny. Es todo
lo que podemos hacer. Danny midió de nuevo a Rivera con una mirada despreocupada y poco halagüeña, y suspiró.
—Me imagino que tendré que ser suave con él. Espero que no se excite.
Roberts resopló.
—Debes ir con cuidado —advirtió el representante de Danny—. No te tomes confianza con un fulano
que está dispuesto a golpear por la espalda al más afortunado.
—¡Ah!, no te preocupes, tendré cuidado —sonrió Danny—. Será mío desde el comienzo, pero lo
mimaré por respeto al querido público. ¿Qué te parecen quince asaltos, Kelly ... y luego una buena estocada?
—Perfectamente —fue la respuesta—. Con tal de que seas realista.
—Entonces procedamos a la firma. Danny hizo una pausa y calculó. Naturalmente, el sesenta y cinco
por ciento de la recaudación, lo mismo que con Carthey. Pero la partición será distinta. Con un ochenta me
conformo. Y añadió dirigiéndose a su representante—: ¿Te parece bien?
El representante asintió.
—¿Comprendiste? —preguntó Kelly a Rivera.
Rivera movió la cabeza.

—Bien, te lo voy a explicar —repuso Kelly—. La bolsa será el sesenta y cinco por ciento de la
recaudacón. Tú eres un don nadie y un desconocido. El porcentaje entre tú y Danny será el veinte por ciento
para ti y el ochenta para Danny. Así está bien, ¿no te parece, Roberts?
—Muy bien —asintió Roberts—. Comprende que todavía no tienes ninguna reputación.
—¿Cuánto será el sesenta y cinco por ciento de la recaudación? —preguntó Rivera.
—¡Oh! Quizá cinco mil, quizá llegue a ocho mil ... —terció Danny a modo de explicación—. Algo así.
Tu parte ascenderá a unos mil o seiscientos dólares. No te puedes quejar. Vas a ser vencido por un tipo de
mi reputación. ¿Qué dices?
Entonces Rivera dejó a todos sin aliento.
—El vencedor se queda con todo —dijo con decisión.
Reinó un silencio de muerte.
—Es como recibir un bombón de un recién nacido —proclamó el representante de Danny.
Danny movió la cabeza.
—Hace demasiado tiempo que estoy en el boxeo —explicó—. Nunca me he quejado del árbitro ni de la
presente compañía. Nunca he dicho nada de las apuestas y de las componendas que a veces se hacen. Pero lo
que sí digo es que, para un boxeador como yo, es un mal negocio. Yo juego sobre seguro. No se hable más.
Quizá me rompa un brazo, ¿no? O algún chico desliza en mi vaso a escondidas una dosis de narcótico —
movió la cabeza solemnemente—. Tanto si gano como si pierdo, me quedaré con el ochenta por ciento.
¿Qué dices a esto, mexicano?
Rivera movió la cabeza.
Danny explotó. Estaban entrando en materia.
—¡Crío sucio y grasiento! Me parece que te voy a hacer morder el polvo ahora mismo.
Roberts arrastró su cuerpo hasta interponerse entre las fuerzas hostiles.
—El vencedor se queda con todo —repitió Rivera sombriamente.
—¿Por qué eres tan obstinado? —preguntó Danny.
—Puedo vencerte —fue la inmediata respuesta.
Danny comenzó a sacarse su americana. Pero, como su representante sabía, se trataba de un número de
circo. La americana no acertó a desprenderse del todo, y Danny permitió ser aplacado por el grupo.
Todos simpatizaban con él. Rivera estaba solo.
—¡Escucha, pequeño estúpido! —Kelly prosiguió la discusión—. Tú no eres nadie. Sabemos lo que has
estado haciendo estos últimos meses: poner fuera de combate a pequeños boxeadores locales. Pero Danny
tiene clase. Su próximo combate será para el campeonato. Y tú eres desconocido. Nadie oyó hablar de ti
fuera de Los Angeles.
—Oirán hablar —contestó Rivera encogiéndose de hombros— después de este combate.
—¿Crees realmente poder vencerme? —dijo Danny bruscamente.
Rivera asintió.
—Por favor, entra en razón —suplicó Kelly—. Piensa en mi consejo.
—Quiero el dinero —fue la respuesta de Rivera.
—No me podrías vencer en mil años —le aseguró Danny.
—Entonces, ¿qué esperas? —replicó Rivera—. Si te es tan fácil conseguir el dinero, ¿por qué no
intentas atraparlo?
—¡Lo haré, y espero tu ayuda! —gritó Danny con abrupta convicción—. Te golpearé hasta la muerte en
el ring, muchacho. ¡Burlarse de mí de esta forma! Ya puedes anunciarlo a la prensa, Kelly. El vencedor se
queda con todo. Haz que salga en las columnas deportivas. Diles que es un combate de arreglo de cuentas.
Le enseñaré unas cuantas cosas a este imberbe.
El secretario de Kelly había comenzado a escribir, cuando Danny le interrumpió.
—¡Espera! —se dio la vuelta hacia Rivera—. ¿El peso?
—En el ring —fue la respuesta.
—¡Ni hablar, muchacho! Si el vencedor se queda con todo, nos pesaremos a las 10 a.m.
—¿Y el vencedor se queda con todo? —inquirió Rivera.
Danny asintió. Así estaba bien. Entraría en el ring en la plenitud de su fuerza.
—El peso a las diez —dijo Rivera.
La pluma del secretario siguió haciendo garabatos.

—Significa cinco libras —se quejó Roberts a Rivera—. Has cedido demasiado. Acabas de regalarle el
cambate. Danny estará tan fuerte como un toro. Eres un estúpido. Te vencerá, no cabe la menor duda. Tienes
menos oportunidades que una gota de rocía en el infierno.
La respuesta de Rivera fue una calculada mirada de odio. Detestaba incluso a este gringo, a pesar de
haberle considerado el gringo menos podrido de todos ellos.
IV
La entrada de Rivera en el ring pasó casi desapercibida. Tan sólo le dió la bienvenida un murmullo muy
débil y muy disperso de aplausos paca convencidos. La sala no creía en él. Era un cordero destinado a ser
destrazado en manos del gran Danny. Además, la sala estaba decepcionada. Había esperado una batalla sin
cuartel entre Danny Ward y Billy Carthey y ahora debía canformarse con este pequeño principiante. Para
colmo, había manifestado su desaprobación del cambio apostando dos, e incluso tres contra uno por Danny.
Y en el público, donde está el dinero de las apuestas, está el corazón.
El muchacho mexicano se sentó en su esquina y esperó. Se sucedían los minutos lentamente. Danny le
estaba haciendo esperar. Era un viejo truco, pero siempre funcionaba con los boxeadores jóvenes y nuevos.
Se iban asustando progresivamente; sentados de esta farma y encarando sus propias aprensiones y una
audiencia insensible que no cesaba de fumar tabaco. Pero por una vez en la vida el truco falló. Roberts tenía
razón. Rivera carecía de entrañas. El, que estaba más delicadamente coordinado, más perfectamente
equilibrado y tranquilo que cualquiera de ellos, no tenía nervios de esta clase. La atmósfera de derrota
predestinada que reinaba en su propia esquina no le afectaba. Sus cuidadores eran gringos y extranjeros.
Además eran ruines —el sucio detritus del boxeo, sin honor, sin eficiencias. Y tenían la certidumbre de que
aquélla era la esquina del perdedor.
—Debes ir con cuidado, —le advirtió Spider Hagerty. Spider era el más importante de sus segundos—.
Haz que el combate dure todo que puedas, son las instrucciones de Kelly. Si no, los periódicos diran que ha
sido otro combate trucado y en Los Angeles darán un nuevo golpe bajo al baxeo.
Estas palabras no eran muy alentadoras. Pero Rivera no prestó atención. Despreciaba el boxeo
profesional. Era el juego odiado de los odiados gringos. Se había metido en el negocio, haciendo de sparring
para otros en los lugares de entrenamiento, por la sola razón de que estaba hambriento. El hecho de que su
constitución fuera maravillosa para el boxeo no había significado nada. Lo odiaba. Y no había peleado por
dinero hasta entrar en contacto con la Junta. A partir de entonces el dinero había corrido fácilmente. No era
el primero de los hijos de los hombres que triunfaba en una vocación despreciada.
No hacía ningún tipo de análisis. Sólo sabía que debía ganar este combate. No había otra alternativa.
Pues detrás de él, abocándole a este pensamiento, había unas fuerzas tan profundas como nadie en la
abarrotada sala podía imaginar. Danny Ward peleaba por dinero y por el fácil tren de vida que le permitía el
dinero. Pero las cosas por las que peleaba Rivera ardían en su cerebro, visiones resplandecientes y terribles,
que, con los ojos completamente abiertos, sentado solitariamente en una esquina del ring y esperando a su
avispado antagonista, veía tan claramente como si las hubiera vivido.
Veía las paredes blancas de las factorías movidas por energía hidroeléctrica de Río Blanco. Veía a los
seis mil trabajadores, hambrientos y descoloridos, y a los niños pequeños, de siete u ocho años de edad, que realizaban agotadoras jornadas de trabajo por diez centavos al día. Veía los cadáveres deambulantes, las fantasmales cabezas de muerto de los hombres que trabajan en las secciones de tinte. Recordaba que había oído a su padre llamar a las secciones de tinte los antros del suicidio, donde un año suponía la muerte. Veía el pequeño patio, y a su madre cocinando y fatigándose con las toscas labores de la casa, aunque todavía encontraba tiempo para acariciarle y amarle. Y veía a su padre, grande, de largos bigotes y amplio pecho, el más amable de todos los hombres, que amaba a todos los hombres y cuyo corazón era tan grande que todavía le quedaba amor para volcarlo sobre la madre y sobre el pequeño muchacho que jugaba en una
esquina del patio. En aquel tiempo su nombre no era Felipe Rivera. Se llamaba Fernández, el apellido de su
padre y de su madre. A él le habían puesto por nombre Juan. Más tarde él mismo lo había cambiado, pues
resultaba que el nombre de Fernández era odiado por los prefectos de la policía, los jefes políticos y los
rurales.

Joaquín Fernández, el hombre grande y cordial. Ocupaba un importante lugar en las visiones de Rivera.
En aquel tiempo no lo había comprendido, pero ahora, al mirar hacia atrás, lo podía comprender. Podía verle tipografiando en la pequeña imprenta, o garabateando líneas interminables, apresuradas, nerviosas, en el escritorio desordenado. Y podía ver las noches extrañas, cuando los obreros, que venían secretamente
protegidos por la oscuridad como hombres que hacían algo malo, se encontraban con su padre y
conversaban durante largas horas, donde él, el muchacho, yacía no siempre dormido en la esquina.
Como viniendo de una distancia remota, pudo oír la voz de Spider Hagerty que le decía:
—No te rindas al principio. Son las instrucciones. Dale fuerte y gánate al público.
Habían pasado diez minutos, y todavia seguía sentado en su esquina. No había señales de Danny, quien
evidentemente estaba llevando el truco hasta el límite.
Sin embargo, ante el ojo de la memoria de Rivera ardían todavía más visiones. La huelga, o mejor, el
lock—out, porque los obreros de Río Blanco habían ayudado a sus hermanos de Puebla, en huelga. El
hambre, las expediciones a las colinas en busca de bayas, las raíces y yerbas que todos comían y que
retorcían y atormentaban los estómagos de todos ellos. Y luego la pesadilla; el extenso patio ante el almacén
de la compañía; los millares de obreros hambrientos, el general Rosalío Martínez y los soldados de Porfirio
Díaz; y los fusiles que escupían muerte, que nunca dejaban de escupir, mientras los pecados de los
trabajadores eran lavados una y otra vez con su propia sangre. ¡Y aquella noche! Veía los vagones planos, en donde estaban amontonados los cuerpos de los asesinados, que eran consignados hacia Veracruz, donde
servirían de pasto para los tiburones de la bahía. Trepó de nuevo por los espantosos montones, buscando y
encontrando, desnudos y mutilados, los cuerpos de su padre y de su madre. Recordaba especialmente a su
madre, sólo podía verse su rostro, pues su cuerpo yacía enterrado bajo el peso de docenas de cuerpos. De
nuevo crujieron los rifles de los soldados de Porfirio Díaz, y de nuevo saltó al suelo y se escabulló como un
coyote herido de las colinas.
Llegó a sus oídos un gran rugido, como de mar, y vio acercarse por el pasillo central a Danny Ward,
dirigiendo su séquito de entrenadores y segundos. La sala estallaba en un salvaje alboroto en honor del héroe
popular que se disponía a vencer. Todo el mundo le proclamaba. Todo el mundo estaba con él. Los propios
segundos de Rivera no pudieron reprimir una especie de alegría cuando Danny se agachó garbosamente para
pasar entre las cuerdas y entró en el ring. Su rostro desplegaba continuamente una incesante sucesión de
sonrisas, y cuando Danny sonreía, sonreía con todas sus facciones, incluso con las arrugas que, de tanto reir,
se le habían formado en las esquinas de sus ojos, y con las profundidades de sus ojos. Nunca hubo un
boxeador tan genial. Su cara era un anuncio ambulante de buenos sentimientos y buena camaradería.
Conocía a todo el mundo. Bromeaba, reía, y saludaba a sus amigos a través de las cuerdas. Los que estaban
lejos, incapaces de reprimir su admiracíon, gritaban fuertemente: ¡Oh tú, Danny! Fue una alegre ovación de
afecto que duró cinco minutos completos.
A Rivera nadie le hacía caso. Para el público no existía. La cara hinchada de Spider Hagerty se inclinó
sobre la suya.
—No tengas miedo —le advirtio Spider—, y recuerda las instrucciones. Tienes que durar. Nada de
rendirte. Si te rindes, tenemos instrucciones de arrearte cuando llegues a los vestuarios. ¿De acuerdo? Tienes
que luchar, eso es todo.
La sala comenzó a aplaudir. Danny cruzó el ring hacia él. Danny se inclinó sobre él, agarró la mano
derecha de Rivera entre las suyas y la sacudió con impulsiva cordialidad. La cara de Danny adornada por
una sonrisa, estaba cerca de la suya. El público aprobó ruidosamente el espíritu deportivo exhibido por
Danny. Estaba saludando a su oponente con el cariño de un hermano. Los labios de Danny se movieron, y la
audiencia, interpretando las palabras que no podía oír como una demostración de amable deportividad, gritó
de nuevo. Sólo Rivera oyó las palabras bajas.
—Pequeña rata mexicana —silbaron los labios de Danny que sonreían alegremente— te arrancaré el
color amarillo.
Rivera no hizo ningún movimiento. No se levantó. Se limitó a odiarle con sus ojos.
—¡Levántate, perro! —gritó alguien desde atrás, a través de las cuerdas.
La multitud comenzó a silbar y a gritarle por su conducta antideportiva, pero él siguió sentado sin
moverse. Una nueva salva de aplausos acompañó a Danny cuando éste cruzó a la inversa el ring.
Cuando Danny se desnudó, se oyeron en toda la sala ¡ohs! y ¡ahs! de asombro. Su cuerpo era perfecto,
rebosante de ligereza, salud y fuerza. La piel era tan blanca como la de una mujer, y no menos suave. En ella

residían toda la gracia, la elasticidad y el poder. Lo había demostrado en cientos de batallas. Sus fotografías
estaban en todas las revistas de cultura física.
Un gemido se extendió por la sala cuando Spider Hagerty le sacó a Rivera el jersey por encima de la
cabeza. Su cuerpo parecía más delgado por el color moreno de su piel. Tenía músculos, pero no eran
ostensibles como los de su oponente. El público no se fijó en su tórax profundo. Ni fue capaz de adivinar la
flexibilidad de la fibra de su carne, la instantaneidad de las explosiones celulares de sus músculos, la
perfección de sus nervios que convertían a todas las partes de aquel cuerpo en un espléndido mecanismo de
combate. Todo lo que vio la audiencia fue un muchacho de tez morena de diechiocho años, con un cuerpo
que parecía el de un muchacho. Con Danny era diferente. Danny era un hombre de veinticuatro años, y su
cuerpo era el cuerpo de un hombre. El contraste fue todavía más asombroso cuando se plantaron en el centro
del ring, recibiendo las últimas instrucciones del árbitro.
Rivera se dio cuenta de que Roberts estaba sentado justamente detrás de los periodistas. Estaba más
borracho que de costumbre, y, por ello, sus palabras eran todavía más lentas.
—Tómatelo con calma, Rivera —dijo Roberts arrastradamente—. Puede matarte, recuerda lo que te
digo. Te embestirá de salida, pero no te dejes sorprender. Cúbrete, resiste y cuélgate de él. No puede hacerte mucho daño. Imaginate que estás haciendo de sparring en un entrenamiento.
Rivera no dio señales de haberlo oído.
—Un pequeño diablo taciturno —murmuró Roberts al hombre que estaba sentado junto a él—. Siempre
fue así.
Pero Rivera se olvidó de mirar con su odio habitual. Una visión de incontables rifles cegó sus ojos.
Todos los rostros del público, hasta donde podía llegar su mirada, incluyendo los asientos altos de un dólar,
se transformaron en rifles. Y vio la larga frontera mexicana, árida, calcinada por el sol y dolorida, y a lo
largo de ella vio las bandas enardecidas a quienes sólo faltaban las armas.
Esperaba de pie, apoyado en su esquina. Sus segundos se habían arrastrado por debajo de las cuerdas,
llevándose consigo el taburete de lona. Al otro lado del cuadrilátero, y en diagonal, Danny le encaraba. Sonó
el gong, y comenzó la batalla. El público dio alaridos de placer. Nunca había visto una batalla iniciada con
tanta convicción. Los periódicos tenían razón. Era una pelea de arreglo de cuentas. Ansioso de enzarzarse a
golpes, Danny cubrió tres cuartas partes de la distancia, con la intención evidente de comerse al chico
mexicano plenamente advertido. Le asaltó no con un golpe, ni con dos, ni con una docena. Era un giroscopio
de golpes, un remolino de destrucción. Rivera no estaba en ninguna parte. Estaba abrumado, enterrado bajo
la avalancha de directos asestados desde todos los ángulos y posiciones por un maestro consumado en el
arte. Fue apaleado, arrojado contra las cuerdas, separado por el árbitro, y arrojado contra las cuerdas de
nuevo.
No era un combate. Era una carnicería, una matanza. Cualquier público, salvo el del boxeo, habría
agotado sus emociones en aquel minuto inicial. Danny estaba demostrando claramente lo que podía hacer:
una espléndida exhibición. Tan grande era la certidumbre del respetable, así como su excitación y
favoritismo, que nadie se dio cuenta de que el mexicano todavia se mantenía en pie. El público olvidó a
Rivera. Apenas le veía, tan absorta estaba en el demoledor ataque de Danny. Transcurrió: un minuto de esta
forma, y luego dos. Entonces, en una separación, el público advirtió claramente al mexicano. Tenía un labio
cortado, y su nariz sangraba. Cuando se dio la vuelta y se abrazó tambaleándose a su adversario, todos
vieron las líneas rojas de sangre que cruzaban su espalda, ocasionadas por su contacto con las cuerdas. Pero en cambio, el público no se fijó en que su pecho no jadeaba y en que sus ojos ardían tan fríamente como siempre. Demasiados aspirantes al campeonato habían practicado con él este ataque demoledor, en el cruel tumulto de los campos de entrenamiento. Había aprendido a soportar aquellos golpes por una compensación que iba, desde medio dólar por sesión, hasta quince dólares a la semana —una dura escuela, en donde él se había endurecido.
Y entonces occurió lo increíble. El forcejeo arremolinado y embarullado cesó de repente. Rivera estaba
solo. Danny, el temible Danny, yacía en el suelo de espaldas. Su cuerpo se estremecía a medida que la
conciencia pugnaba por regresar a él. No se había tambaleado y desplomado, ni se había precipitado en una
lenta caída. El gancho de derecha de Rivera le había fulminado con la brusquedad de la muerte. El árbitro
apartó con una mano a Rivera y se situó encima del gladiador caído contando los segundos. Es costumbre de las audiencias de boxeo vitorear los golpes que ponen fuera de combate limpiamente. Pero esta audiencia no vitoreaba. Aquello había sido demasiado inesperado. Escuchaba la cuenta de los segundos en tenso silencio, y a través de este silencio surgió exultante la voz de Roberts:
—¡Te dije que era un boxeador de dos manos! Cuando la cuenta llegó a cinco Danny giró sobre sí
mismo, y al séptimo segundo se incorporó sobre una rodilla, dispuesto a levantarse después de que la cuenta
llegara a nueve y antes de llegar a diez. Si su rodilla todavía tocaba el suelo al llegar a diez, sería
considerado fuera de combate. En el momento en que su rodilla abandonara el suelo, el combate podría
continuar, y en ese momento correspondería a Rivera probar de nuevo con su derecha y tumbade una vez
más. Rivera no tenía otra alternativa. En el instante en que la rodilla dejara el suelo, le golpearía de nuevo.
Daba vueltas alrededor, pero el árbitro hacía lo propio interponiéndose entre ambos, y Rivera sabía que
estaba contando los segundos muy lentamente. Todos los gringos estaban contra él, incluso el árbitro.
A llegar a nueve, el árbitro empujó violentamente a Rivera. Era juego sucio, pero ello permitió
levantarse a Danny, que volvía a tener la sonrisa en los labios. Casi doblado, cubriéndose con los brazos la
cara y el abdomen, se abrazó a su adversario inteligentemente, desplomándose materialmente sobre él.
Según todas las reglas del boxeo, el árbitro tenía que separados, pero no lo hizo, y Danny siguió abrazado
como una lapa batida por las olas, y se recuperaba por momentos. El último minuto del asalto transcurría
rápidamente. Si podía vivir hasta el final, tendría un minuto entero para resucitar en su esquina. Y vivió
hasta el final, sonriendo a su propia desesperación y adversidad.
—¡La misma, sonrisa de siempre!, gritó alguien, y el público prorrumpió en una fuerte carcajada de
alivio.
—El puño de ese desarrapado es realmente terrible —dijo Danny entre jadeos a su consejero, mientras
sus cuidadores trabajaban frenéticamente con él en su esquina.
El segundo y el tercer asalto terminaron en tablas. Danny, un general del ring, avispado y consumado, se
enganchaba y ponía obstáculos y resistía, entregado a la tarea de recuperarse de aquel golpe deslumbrante
del primer asalto. En el cuarto asalto ya estaba recuperado. A pesar de estar aturdido y tembloroso su buena
condición le había permitido recobrar su vigor. Pero no intentó ninguna táctica demoledora. El mexicano
había demostrado ser un tártaro. Por el contrario, puso en práctica sus mejores conocimientos pugilísticos.
En trucos, habilidad y experiencia era un maestro, y aunque no podía alcanzarle en ningún punto vital,
comenzó a golpear y a castigar a su oponente de un modo científico. Por un golpe que asestara Rivera, él
asestaba tres, pero eran simples golpes de castigo, y no mortales. Lo realmente mortífero era la suma de
muchos de ellos. Ahora respetaba a ese rapaz de dos manos que soltaba aquellos sorprendentes directos con
ambos puños.
A modo de defensa, Rivera desarrolló un desconcertante ataque frontal con la izquierda. Una y otra vez,
ataque tras ataque, largaba su zurda provocando un daño acumulado en la boca y nariz de Danny. Pero
Danny era proteico. No por nada era el futuro campeón. Podía cambiar a voluntad de estilo de lucha. Y se
dedicó a luchar de cerca. En este tipo de lucha era particularmente perverso, y le permitía eludir los directos
de izquierda de su oponente. En repetidas ocasiones hizo que toda la sala enloqueciera de admiración,
rompiendo la defensa de su adversario con un uppercut interior que levantó al mexicano por los aires y le
hizo precipitarse sobre la lona. Rivera descansó sobre una rodilla, dejando que transcurriera la mayor parte
de la cuenta en el fondo de su alma sabía que el árbitro contaba los segundos muy rápidamente ...
En el séptimo, Danny largó de nuevo el diabólico uppercut interior. Sólo consiguió que Rivera se
tambalease, pero en el momento siguiente, aprovechando que éste había quedado indefenso, le arrojó a
través de las cuerdas con otro golpe. El cuerpo de Rivera rebotó en las cabezas de los periodistas que estaban
debajo, y éstos le ayudaron a subir de nuevo al borde de la plataforma, fuera de las cuerdas. Descansó allí
sobre una rodilla, mientras el árbitro se comía rápidamente los segundos. Dentro de las cuerdas, a través de
las cuales debía agacharse para entrar en el ring, Danny le esperaba. El árbitro no intervino ni hizo que
Danny retrocediera.
La sala estaba fuera de sí, rebosante de placer.
—¡Mátale, Danny, mátale! —era el grito general.
Cientos de voces se unieron a él hasta que fue como un canto guerrero de lobos.
Danny lo hizo lo mejor que pudo, pero Rivera, a la cuenta de ocho, en lugar de esperar a los nueve,
atravesó inesperadamente las cuerdas y se le abrazó, poniéndose a salvo. Ahora sí que trabajaba el árbitro,
apartándole para que pudiera ser golpeado, dando a Danny todas las ventajas que un árbitro sucio puede dar.

Pero Rivera vivía, y el aturdimiento se desvaneció en su cerebro. Estaba entero. Ellos eran los odiados
gringos y jugaban sucio. Y en los momentos peores, las visiones continuaban relampagueando y
centelleando en su cerebro: largas líneas de ferrocarril que se abrasaban a través del desierto; rurales y
condestables norteamericanos; prisiones y calabozos; largas marchas en tanques de agua —todo el panorama
escuálido y doloroso de su odisea después de Río Blanco y la huelga. Y, resplandeciente y gloriosa, veía la
gran revolución roja extendiéndose por toda su tierra. Las armas estaban allí, delante de él. Cada rostro
odiado era un arma. Luchaba por las armas. El era las armas. El era la revolución. Luchaba por México
entero.
El público comenzó a encolerizarse con Rivera. ¿Por qué no aceptaba la derrota que le estaba
predestinada? Naturalmente iba a ser derrotado, pero ¿por qué era tan obstinado? Muy pocos estaban
interesados en él, y eran el porcentaje cierto y definido de una multitud de jugadores que apuestan largas
sumas. Aunque creían que Danny iba a ser el vencedor, habían apostado por el mexicano en una proporción
de cuatro a diez y de uno a tres. No era una frivolidad, pues todo giraba alrededor de cuántos asaltos duraría
Rivera. Había aparecido dinero salvaje junto al ring, proclamando que no podría durar siete asaltos, ni
incluso seis. Los que habían ganado esta suma, ahora que su recaudación yacía felizmente segura en sus
bolsillos, se habían unido a los vítores dedicados al favorito.
Rivera se negaba a ser derrotado. A lo largo del octavo asalto, su oponente pugnó vanamente por repetir
el uppercut. En el noveno, Rivera pasmó a la sala de nuevo. En medio de un abrazo, rompió la guardia con
un movimiento rápido, flexible, y en el estrecho espacio que había entre sus cuerpos su derecha se levantó
desde su cintura. Danny dio con sus huesos en el suelo y aprovechó la cuenta para reponerse. La multitud
quedó atónita. Había sido atrapado en sus propias redes. Su famoso uppercut de derecha se había vuelto
contra él. Rivera no hizo ningún intento de golpearle cuando se levantó a la cuenta de nueve. El árbitro lo
impedía abiertamente, aunque se apartaba cuando la situación se invertía y era Rivera quien se aprestaba a
levantarse.
En el décimo, Rivera largó dos veces su uppercut de derecha, desde la cintura hasta la barbilla de su
oponente. Danny comenzó a desesperarse. La sonrisa nunca abandonó su rostro, pero volvió a sus
acometidas demoledoras. Con aquel remolino de golpes no podía hacer daño a Rivera, mientras que éste,
aprovechando la confusión, le hizo besar la lona tres veces seguidas. Ahora Danny ya no se recuperaba tan
rápidamente, y mediado el onceavo asalto se hallaba en una seria situación. Pero, a partir de entonces, y
hasta el catorceavo asalto, desarrolló la más débil exhibición de su carrera. Cerró la guardia y se puso a la
defensiva, luchó parsimoniosamente, y pugnó por reunir fuerzas. Al mismo tiempo peleó utilizando todas las
artimañas que conoce un boxeador experimentado. Empleó todo tipo de trucos y artificios, embistiéndole
con la cabeza en los brazos bajo la excusa de un accidente, aprisionando el guante de Rivera entre su brazo y
su cuerpo, frotando con su guante la boca de Rivera para entorpecer su respiración. A menudo, en los
abrazos, a través de sus labios cortados y sonrientes, murmuraba al oído de Rivera insultos intraducibles y
viles. Todo el mundo, desde el árbitro hasta la sala, estaba con Danny y ayudaba a Danny. Y sabían lo que
se cocía en su mente. Acosado por aquel desconocido que era como una caja de sorpresas, se dejaba hacer
esperando poder colocar un directo definitivo. Se ofrecía al castigo, buscaba, hacía fintas, y se encogía,
esperando aquella abertura que le permitiría introducir un golpe con todas sus fuerzas y hacer girar la
tortilla. Lo podía hacer, como lo hizo otro gran boxeador antes que él: un derechazo y un zurdazo, al plexo
solar y a la mandibula. Lo podía hacer, pues era famoso por la fuerza que tenía en sus brazos, siempre que
consiguiera mantenerse de pie.
En los intervalos entre los asaltos, los segundos de Rivera apenas se preocupaban por él. Sus toallas le
rociaban, pero introdudan poco aire en sus pulmones doloridos. Spider Hagerty le daba consejos, pero
Rivera sabía que eran consejos torcidos. Todo el mundo estaba contra él. Le rodeaba la traición. En el
catorceavo asalto derribó de nuevo a Danny, y permaneció de pie descansando, con las manos caídas sobre
los costados, mientras el árbitro contaba. En la otra esquina, Rivera había notado unos murmullos
sospechosos. Vio que Michael Kelly se acercaba a Roberts, se inclinaba sobre él y cuchicheaba. Los oídos
de Rivera eran como los de un gato, pues habían sido entrenados en el desierto, y captó retazos de su
conversación. Quería escuchar más, y cuando su oponente se levantó, dejó que se le abrazara y condujo la
pelea hacia las cuerdas.
Página 13
—Tiene que hacerlo —pudo oír a Michael mientras Roberts asentía—. Danny tiene que vencer, si no,
voy a perder el oro y el moro. He apostado una tonelada de dólares, ¡de mi propio dinero! Si dura hasta el
quinceavo, estoy apañado. El muchacho te hará caso. Ofrécele algo.
Y a partir de entonces Rivera no vio más visiones. Estaban intentando comprarle. De nuevo derribó a
Danny y permaneció descansando, con las manos en el costado. Roberts se puso en pie.
—Ya le diste bastante —dijo—. Vete a tu esquina.
Hablaba con autoridad, como había hablado muchas veces a Rivera en los lugares de entrenamiento.
Pero Rivera le miró con odio y esperó a que Danny se levantara. Cuando en el minuto de descanso volvió a
su esquina. Kelly, el promotor, se acercó y habló con Rivera.
—¡Déjalo ya, maldito! —carraspeó en voz baja—. Tienes que rendirte, Rivera. Hazme caso y tendrás un
buen futuro. Dejaré que venzas a Danny la próxima vez. Pero ahora debes rendirte.
Rivera indicó con sus ojos que le había oído pero no hizo ninguna señal de asentimiento o negación.
—¿Por qué no hablas? —preguntó Kelly enfadado.
—Perderás de todas formas —añadió Spider Hagerty—. El árbitro te robará el combate. Haz caso a
Kelly y ríndete.
—Ríndete, muchacho —le suplicó Kelly—, y te ayudaré a que seas campeón.
Rivera no contestó.
—Te lo juro, muchacho.
Al sonar el gong. Rivera experimentó una sensación de amenaza. La sala, en cambio, no sintió nada.
Fuera lo que fuera, la amenaza estaba allí mismo, dentro del ring, muy cerca de él. Parecía como si Danny
hubiera recuperado su seguridad inicial. La confianza de su avance espantó a Rivera. Sin duda iba a poner en
práctica algún truco. Danny embistió, pero Rivera rechazó el encuentro. Se hizo a un lado para impedido. Lo
que el otro quería era abrazarse. Debía ser necesario para el truco. Rivera retrocedió y comenzó a dar
vueltas, aunque sabía que, tarde o temprano, llegaría el abrazo y el truco. Decidió imperdirlo a toda costa.
En la siguiente acometida de Danny, hizo como si aceptara el abrazo. Pero, en el último instante, justo
cuando sus cuerpos se disponían a juntarse, Rivera se lanzó hábilmente hacia atrás. Y en aquel mismo
instante, de la esquina de Danny surgió un grito acusándolo de juego sucio. Rivera les había engañado. El
árbitro dudó un momento sin saber qué hacer. La decisión que temblaba en sus labios nunca fue
pronunciada, pues una voz chillona, de muchacho, brotó de la galería: — ¡Típico de novato!
Danny maldijo a Rivera abiertamente, y le acosó, pero Rivera se escabulló bailando. Al mismo tiempo,
Rivera decidió no darle más golpes en el cuerpo. Con ello echó por la borda la mitad de sus posibilidades de vencer, pero sabía que, si iba a vencer, tenía que hacerlo en el tiempo de combate que le quedaba. A la
menor oportunidad, le descalificarían. Danny, en cambio, prescindió de todo tipo de precauciones. Durante
dos asaltos castigó y persiguió al muchacho, que no se atrevió a enzarzarse en una pelea de cerca. Rivera fue
golpeado una y otra vez; recibió docenas de golpes para evitar el peligroso abrazo. Durante este esfuerzo
supremo y final de Danny, el público se puso en pie y enloqueció. No comprendía lo que estaba ocurriendo.
V da que su favorito ganaba después de todo.
—¿Por qué no luchas?, preguntaba indignado a Rivera. ¡Eres un cobarde! ¡Eres un cobarde! ¡Abrete,
perro! ¡Abrete!
—¡Mátale Danny! ¡Mátale! ¡Ya lo tienes! ¡Mátale!
En toda la sala, sin excepción, Rivera era el único que conservaba la sangre fría. Por sangre y
temperamento, era el más apasionado de todos ellos; pero había pasado por unos calores tan grandes, que
aquella pasión colectiva de mil gargantas, que se embravecían como un oleaje, no era para su cerebro más
inquietante que el frescor aterciopelado de un crepúsculo veraniego.
En el asalto décimo séptimo Danny reunió todas sus fuerzas. Rivera, bajo el efecto de un fuerte golpe, se
inclinó y se dobló. Sus manos cayeron impotentemente a medida que retrocedía tambaleándose. Danny
pensó que era su oportunidad. El muchacho se hallaba a su merced. Por ello Rivera, que estaba fingiendo, le
sorprendió con la guardia abierta, lanzándole un limpio directo a la boca. Danny se desplomó. Cuando se
levantaba, Rivera le derribó de nuevo con un derechazo en el cuello y la mandíbula. Repitió esto tres veces.
Era imposible para un árbitro considerar estos golpes juego sucio.
—¡Oh, Bill! ¡Bill! —suplicó Kelly al árbitro.
—No puedo —se lamentó el funcionario—. No me da ninguna oportunidad.

Danny, apaleado y heroico, seguía levantándose. Kelly y otras personas que estaban cerca del ring
comenzaron a llamar a gritos a la policía para que detuviera el combate, aunque la esquina de Danny se
negaba a lanzar la toalla. Rivera vio al gordo capitán de la policía trepando torpemente por las cuerdas, y no
estaba seguro de lo que significaba. Había tantas trampas en este juego de los gringos. Danny, de pie, se
tambaleaba vacilante y desvalido ante él. El árbitro y el capitán agarraban ya a Rivera cuando éste lanzó el
último golpe. No hubo necesidad de detener el combate pues Danny ya no se levantó.
—¡Cuenta! —gritó roncamente Rivera al árbitro.
Y cuando se terminó la cuenta, los segundos de Danny tomaron a éste en brazos y lo transportaron a su
esquina.
—¿Quién ha ganado? —preguntó Rivera.
El árbitro agarró de mala gana su mano enguantada y la levantó.
Nadie felicitó a Rivera. Caminó solo hacia su esquina, donde sus segundos todavía no habían colocado
el taburete. Se apoyó de espaldas en las cuerdas y les miró con odio; hizo que su mirada discurriera a su
alrededor, hasta incluir en ella a los diez mil gringos. Sus rodillas le temblaban, y suspiraba de agotamiento.
Ante sus ojos, los rostros odiados oscilaban envueltos por el vértigo de la náusea. Entonces recordó que eran armas. Las armas eran suyas. La revolución podría continuar.

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