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jueves, 28 de junio de 2012
Jorge Boccanera (desde mi soledad hasta su boca)
entramos a la pieza casi sin reconocernos
sus ojos eran pactos de ternura y violencia
yo la miraba todo el tiempo
habrá pensado en mi cansancio
habrá pensado -está borracho-
habrá pensado en irse pronto
habrá pensado tantas cosas
me acerqué a sus dos manos
sin dejar de mirarla
desde mi soledad hasta su boca
habrá pensado en enojarse
habrá pensado -no es un hombre-
habrá pensado ¿en qué quedamos?
habrá pensado tantas cosas
cuando entró el sol cuando se fue
desde mi boca hasta su adiós
y aún en el viaje de regreso
habrá pensado tantas cosas
habrá pensado tantas cosas.
sus ojos eran pactos de ternura y violencia
yo la miraba todo el tiempo
habrá pensado en mi cansancio
habrá pensado -está borracho-
habrá pensado en irse pronto
habrá pensado tantas cosas
me acerqué a sus dos manos
sin dejar de mirarla
desde mi soledad hasta su boca
habrá pensado en enojarse
habrá pensado -no es un hombre-
habrá pensado ¿en qué quedamos?
habrá pensado tantas cosas
cuando entró el sol cuando se fue
desde mi boca hasta su adiós
y aún en el viaje de regreso
habrá pensado tantas cosas
habrá pensado tantas cosas.
noticias de una mujer cualquiera
Jorge Boccanera
Constantino Kavafis
Dices: "Iré
a otra tierra, hacia otro mar
y una ciudad mejor con certeza hallaré.
Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,
Y muere mi corazón
lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
Donde vuelvo los ojos sólo veo
las oscuras ruinas de mi vida
y los muchos años que aquí pasé o destruí".
No hallarás
otra tierra ni otro mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.
Constantino Kavafis
miércoles, 27 de junio de 2012
Illia Kuryaki ( yo sòlo vi la jalea en el iris de nuestras almas)
Y es que cubrimos todo
de un púrpura y dulce lodo
pensando que un niño cuida
y cierra nuestras heridas
Tomamos un tren extraño
lloramos y despertamos
el viento dijo si hoy duermo
mañana saldrán las flores
y al correr por nuestro sabor
vi un planeta que no tiene odio
donde el sol no quiere quemar
donde el sol no se siente solo
Yo solo vi la jalea
en el iris de nuestras almas
el sol nos muestra su calma
despertando en la montaña
Vi solo la vestimenta
del mundo que me atormenta
del fuego que ellos fabrican
el bosque lo que nos queda
y absorber todo nuestro dolor
es lo que hace esa luna estrella
donde el sol no quiere quemar
donde el sol se parece a ella
la jalea
de un púrpura y dulce lodo
pensando que un niño cuida
y cierra nuestras heridas
Tomamos un tren extraño
lloramos y despertamos
el viento dijo si hoy duermo
mañana saldrán las flores
y al correr por nuestro sabor
vi un planeta que no tiene odio
donde el sol no quiere quemar
donde el sol no se siente solo
Yo solo vi la jalea
en el iris de nuestras almas
el sol nos muestra su calma
despertando en la montaña
Vi solo la vestimenta
del mundo que me atormenta
del fuego que ellos fabrican
el bosque lo que nos queda
y absorber todo nuestro dolor
es lo que hace esa luna estrella
donde el sol no quiere quemar
donde el sol se parece a ella
la jalea
Alejandro Baricco, tierras de cristal (fragmento)
" Aquellas dos imágenes le habían entrado por los ojos como la instantánea percepción de la felicidad absoluta y sin condiciones. Se las llevaría consigo para siempre. Porque es así como te fastidia la vida. Te pilla cuando todavía tienes el alma adormecida y siembra en su interior una imagen, o un olor, o un sonído que después ya nunca puedes sacarte de encima. Y aquélla era la felicidad. Lo descubres después, cuando ya es demasiado tarde. Y ya eres, para siempre, un exiliado: a miles de kilómetros de aquella imagen, de aquel sonido, de aquel olor. A la deriva. "
Alejandro Baricco,
Ivano Fossatti
Otra vez cambio de casa
De nuevo, cambiaran mis cosas Otra vez cambio de luna y de barrio Como cambia el horizonte, el tiempo, El modo de mirarlos abandono y pido excusas porque aquí no encuentro a nadie como yo
Mandaré a lavar la ropa
Que he gastado en el amor Esta noche cambio humor y cambio amante esta noche quiero irme lejos encontrar con quien hablar divertirme, emborracharme esta noche cambio amor y se acabó
pero tener claro adónde ir
es tener claro qué decir y es tener claro dónde hay que meter las manos yo no sé siquiera si he entendido dónde nos perdimos cuando todo ha florecido aquí en la casa hace frío y afuera no
Vendo cambio casa por un motor
esta solución es la mejor un motor seguramente irá tirando de mi fantasía un poco gastada hace tiempo estacionada tengo que cambiar de casa como cambian hoy las cosas porque sí
Y gira, gira, gira, gira
Que siempre vuelve primavera Y descubro que no he comprendido nada Porque sólo he conocido gente Intentando amar inútilmente Y así no puedo ir adelante Diciendo que ninguno es como yo
Y gira, gira, gira
que siempre vuelve primavera
y comprendo que no he terminado nada
Mandarè a lavar la ropa que he gastado en el amor
cambio cama y cambio humor, cambio nùmero y esquina
tanto que ninguno es còmo yo
|
Los redondos, ( con un cuerpo hambriento y veloz)
Ya sufriste cosas mejores que éstas
y vas a andar ésta ruta, hoy,
cuando anochezca.
tu esqueleto te trajo hasta aquí
con un cuerpo hambriento, veloz.
y aquí, gracias a dios!
uno no cree en lo que oye.
Ángel de la soledad
y de la desolación,
preso de tu ilusión vas a bailar,
a bailar...bailar.
Es tan simple así
(no podés elegir)
claro que no siempre, ¿ves?
resulta bien
atado con doble cordel (el de simular)
no querés girar maniatado,
querés faulear...
y arremolinar.
medís tu acrobacia y saltás
tu secreto es: -la suerte del principiante
no puede fallar-
Alguna vez, quizá, se te va la mano
y las llamas en pena invaden tu cuerpo
y caés en manos del ángel de la soledad
y él, gracias a dios!
tampoco cree en lo que oye
Ángel de la soledad
y de la desolación
preso de tu ilusión vas a bailar,
a bailar...bailar.
Por mis penas bailá
y por tu soledad.
martes, 26 de junio de 2012
Hernan Casciari, el movil de Hansel y Gretel (heroès perezosos)
Anoche le contaba a la Nina un cuento infantil muy famoso, el Hansel y Gretel
de los hermanos Grimm. En el momento más tenebroso de la aventura los
niños descubren que unos pájaros se han comido las estratégicas bolitas
de pan, un sistema muy simple que los hermanitos habían ideado para
regresar a casa. Hansel y Gretel se descubren solos en el bosque,
perdidos, y comienza a anochecer. Mi hija me dice, justo en ese punto de
clímax narrativo: “No importa. Que lo llamen al papá por el móvil”.
Yo entonces pensé, por primera vez, que mi hija no tiene una noción
de la vida ajena a la telefonía inalámbrica. Y al mismo tiempo descubrí
qué espantosa resultaría la literatura —toda ella, en general— si el
teléfono móvil hubiera existido siempre, como cree mi hija de cuatro
años. Cuántos clásicos habrían perdido su nudo dramático, cuántas tramas
hubieran muerto antes de nacer, y sobre todo qué fácil se habrían
solucionado los intríngulis más célebres de las grandes historias de
ficción.
Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica, en cualquiera que se le ocurra. Desde la Odisea hasta Pinocho, pasando por El viejo y el mar, Macbeth, El hombre de la esquina rosada o La familia de Pascual Duarte. No importa si el argumento es elevado o popular, no importa la época ni la geografía.
Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica que conozca al dedillo, con introducción, con nudo y con desenlace.
¿Ya está?
Muy bien. Ahora ponga un teléfono móvil en el bolsillo del
protagonista. No un viejo aparato negro empotrado en una pared, sino un
teléfono como los que existen hoy: con cobertura, con conexión a correo
electrónico y chat, con saldo para enviar mensajes de texto y con la
posibilidad de realizar llamadas internacionales cuatribanda.
¿Qué pasa con la historia elegida? ¿Funciona la trama como una seda,
ahora que los personajes pueden llamarse desde cualquier sitio, ahora
que tienen la opción de chatear, generar videoconferencias y enviarse
mensajes de texto? ¿Verdad que no funciona un carajo?
La Nina, sin darse cuenta, me abrió anoche la puerta a una teoría
espeluznante: la telefonía inalámbrica va a hacer añicos las nuevas
historias que narremos, las convertirá en anécdotas tecnológicas de
calidad menor.
Con un teléfono en las manos, por ejemplo, Penélope ya no espera con incertidumbre a que el guerrero Ulises regrese del combate.
Con un móvil en la canasta, Caperucita alerta a la abuela a tiempo y la llegada del leñador no es necesaria.
Con telefonito, el Coronel sí tiene quién le escriba algún mensaje, aunque fuese spam.
Y Tom Sawyer no se pierde en el Mississippi, gracias al servicio de localización de personas de Telefónica.
Y el chanchito de la casa de madera le avisa a su hermano que el lobo está yendo para allí.
Y Gepetto recibe una alerta de la escuela, avisando que Pinocho no llegó por la mañana.
Un enorme porcentaje de las historias escritas (o cantadas, o
representadas) en los veinte siglos que anteceden al actual, han tenido
como principal fuente de conflicto la distancia, el desencuentro y la
incomunicación. Han podido existir gracias a la ausencia de telefonía
móvil.
Ninguna historia de amor, por ejemplo, habría sido trágica o
complicada, si los amantes esquivos hubieran tenido un teléfono en el
bolsillo de la camisa. La historia romántica por excelencia (Romeo y Julieta,
de Shakespeare) basa toda su tensión dramática final en una
incomunicación fortuita: la amante finge un suicidio, el enamorado la
cree muerta y se mata, y entonces ella, al despertar, se suicida de
verdad. (Perdón por el espoiler.)
Si Julieta hubiese tenido teléfono móvil, le habría escrito un mensajito de texto a Romeo en el capítulo seis:
M HGO LA MUERTA,
PERO NO STOY MUERTA.
NO T PRCUPES NI
HGAS IDIOTCES. BSO.
PERO NO STOY MUERTA.
NO T PRCUPES NI
HGAS IDIOTCES. BSO.
Y todo el grandísimo problemón dramático de los capítulos siguientes
se habría evaporado. Las últimas cuarenta páginas de la obra no tendrían
gollete, no se hubieran escrito nunca, si en la Verona del siglo
catorce hubiera existido la promoción “Banda ancha móvil” de Movistar.
Muchas obras importantes, además, habrían tenido que cambiar su
nombre por otros más adecuados. La tecnología, por ejemplo, habría
desterrado por completo la soledad en Aracataca y entonces la novela de
García Márquez se llamaría ’Cien años sin conexión’: narraría
las aventuras de una familia en donde todos tienen el mismo nick
(buendia23, a.buendia, aureliano_goodmornig) pero a nadie le funciona el
messenger.
La famosa novela de James M. Cain —’El cartero llama dos veces’— escrita en 1934 y llevada más tarde al cine, se llamaría ’El gmail me duplica los correos entrantes’
y versaría sobre un marido cornudo que descubre (leyendo el historial
de chat de su esposa) el romance de la joven adúltera con un forastero
de malvivir.
Samuel Beckett habría tenido que cambiar el nombre de su famosa
tragicomedia en dos actos por un título más acorde a los avances
técnicos. Por ejemplo, ’Godot tiene el teléfono apagado o está fuera del área de cobertura’, la historia de dos hombres que esperan, en un páramo, la llegada de un tercero que no aparece nunca o que se quedó sin saldo.
En la obra ’El jotapegé de Dorian Grey’, Oscar Wilde
contaría la historia de un joven que se mantiene siempre lozano y sin
arrugas, en virtud a un pacto con Adobe Photoshop, mientras que en la
carpeta Images de su teléfono una foto de su rostro se pixela sin remedio, paulatinamente, hasta perder definición.
La bruja del clásico ’Blancanieves’ no consultaría todas las
noches al espejo sobre “quién es la mujer más bella del mundo”, porque
el coste por llamada del oráculo sería de 1,90€ la conexión y 0,60€ el
minuto; se contentaría con preguntarlo una o dos veces al mes. Y al
final se cansaría.
También nosotros nos cansaríamos, nos aburriríamos, con estas
historias de solución automática. Todas las intrigas, los secretos y los
destiempos de la literatura (los grandes obstáculos que siempre
generaron las grandes tramas) fracasarían en la era de la telefonía
móvil y del wifi.
Todo ese maravilloso cine romántico en el que, al final, el muchacho
corre como loco por la ciudad, a contra reloj, porque su amada está a
punto de tomar un avión, se soluciona hoy con un SMS de cuatro líneas.
Ya no hay ese apuro cursi, ese remordimiento, aquella explicación que
nunca llega; no hay que detener a los aviones ni cruzar los mares. No
hay que dejar bolitas de pan en el bosque para recordar el camino de
regreso a casa.
La telefonía inalámbrica —vino a decirme anoche la Nina, sin querer—
nos va a entorpecer las historias que contemos de ahora en adelante. Las
hará más tristes, menos sosegadas, mucho más predecibles.
Y me pregunto, ¿no estará acaso ocurriendo lo mismo con la vida real,
no estaremos privándonos de aventuras novelescas por culpa de la
conexión permanente? ¿Alguno de nosotros, alguna vez, correrá
desesperado al aeropuerto para decirle a la mujer que ama que no suba a
ese avión, que la vida es aquí y ahora?
No. Le enviaremos un mensaje de texto lastimoso, un mensaje breve
desde el sofá. Cuatro líneas con mayúsculas. Quizá le haremos una
llamada perdida, y cruzaremos los dedos para que ella, la mujer amada,
no tenga su telefonito en modo vibrador. ¿Para qué hacer el esfuerzo de
vivir al borde de la aventura, si algo siempre nos va a interrumpir la
incertidumbre? Una llamada a tiempo, un mensaje binario, una alarma.
Nuestro cielo ya está infectado de señales y secretos: cuidado que el
duque está yendo allí para matarte, ojo que la manzana está envenenada,
no vuelvo esta noche a casa porque he bebido, si le das un beso a la
muchacha se despierta y te ama. Papá, ven a buscarnos que unos pájaros
se han comido las migas de pan.
Nuestras tramas están perdiendo el brillo —las escritas, las vividas,
incluso las imaginadas— porque nos hemos convertido en héroes
perezosos.
este texto fue extraìdo de : http://www.art-e-facto.net/hernan-casciari-el-movil-de-hansel-y-gretel/
lunes, 25 de junio de 2012
Ray Bradbury, dragòn
La noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No
había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y
tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos
pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de
los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la
oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en
las muñecas y en las sienes.
Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros
despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los
hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro.
Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.
-¡No, idiota, nos delatarás!
-¡Qué importa! -dijo el otro hombre-. El dragón puede
olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el
castillo.
-Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos...
-¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el
pueblo!
-¡Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos
desde nuestro pueblo al pueblo vecino.
-¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa!
-¡Espera, escucha!
Los dos hombres se quedaron quietos.
Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor
nervioso de la piel de los caballos, como tamboriles de terciopelo negro que
repicaban en las argollas de plata de los estribos, suavemente, suavemente.
-Ah... -el segundo hombre suspiró-. Qué tierra de
pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el Sol; es de noche. Y entonces, y
entonces, ¡oh, Dios, escucha! Dicen que este dragón tiene ojos de fuego y
un aliento de gas blanquecino; se le ve arder a través de los páramos oscuros.
Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas aterradas,
enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La furia del
dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al
polvo. Las víctimas, a la salida del Sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre
los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo
y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?
-¡Suficiente, te digo!
-¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni
siquiera sé en qué año estamos.
-Novecientos años después de Navidad.
-No, no -murmuró el segundo hombre con los ojos
cerrados-. En este páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que
si volviéramos atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido
todavía, las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún en las
rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el
páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del
dragón de fuego. ¡Que Dios nos ampare!
-¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!
-¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde
vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra
armadura, moriremos ataviados.
Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo
hombre se detuvo y volvió la cabeza.
En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y
de nada, en el corazón mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo
de los relojes que usaban polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento
nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol
otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los
huesos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como
barro en el cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en
tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para
el hombre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro
de heladas súbitas, tempestades y truenos blancos que se movían por detrás de un
cristal verde; el inmenso ventanal descendente, el relámpago. Una ráfaga de
lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin
aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un
tiempo frío.
-Mira... -murmuró el primer hombre-. Oh, mira, allá.
A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y
un rugido: el dragón.
Los hombres vistieron las armaduras y montaron los
caballos en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta y el
dragón, rugiendo, se acercó y se acercó todavía más. La deslumbrante mirilla
amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro y, en seguida, desplegando un
cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del cerro y se hundió en un
valle.
-¡Pronto!
Espolearon las cabalgaduras hasta un claro.
-¡Pasará por aquí!
Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras
cayeron sobre los ojos de los caballos.
-¡Señor!
-Sí; invoquemos su nombre.
En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El
monstruoso ojo ambarino se clavó en los hombres, iluminando las armaduras con
destellos y resplandores bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso y, con
ímpetu demoledor, la bestia prosiguió su carrera.
-¡Dios misericordioso!
La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado y el
hombre voló por el aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó y el
monstruo negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra
la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando,
todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones
suaves de humo enceguecedor.
-¿Viste? -gritó una voz-. ¿No te lo había dicho?
-¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo
atropellamos!
-¿Vas a detenerte?
-Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta
detenerme en este páramo. Me pone la carne de gallina. No sé que siento.
-Pero atropellamos algo.
El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió.
Una ráfaga de humo dividió la niebla.
-Llegaremos a Stokel a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?
Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo
desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por
una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el norte,
desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos
después se disolvieron en el aire quieto
domingo, 24 de junio de 2012
Javier Casas ( pero asi tambièn)
Había limpiado la casa y escrito
dos o tres poemas que me gustaban.
No pedía más.
Entonces
salí al pasillo para tirar la basura
y detrás de mí, por una correntada,
la puerta se cerró.
Quedé sin llaves
y a oscuras
sintiendo las voces de mis vecinos
a través de sus puertas.
Es transitorio, me dije;
pero así
también podría ser la muerte:
un pasillo oscuro,
una puerta cerrada con la llave adentro
la basura en la mano.
(Sin llaves y a oscuras)
Javier Casas
Reynaldo Sietecase (fàbula de la rata)
Un traidor traicionado . Un disfrazado sin carnaval , un solo de toda soledad . Un experto en abandonos. Eso soy.
Con ese curriculum me muevo en la oscuridad de la noche entre la basura y los malos pensamientos. El puerto es mi terrritorio. El sitio donde vivo sin esconderme. Nada de nadie soy.Y sin embargo .
La cobardia es el miedo consentido. El miedo con sentido. Esa es mi especialidad: otorgar argumentos a mis reiteradas deserciones. Me reconozco en las infinitas maneras de la huida.. Escapo del amor y la algarabìa. Escapo de mi mismo y de las despedidas: Escapo del malvado y de la amable. Escapo por pierdad , por desamparo. Escapo porque sì. Con la cola entre las piernas y la humillaciòn en los bigotes. Y sin embargo.
Soy mi enemigo. El ùltimo orejon del tarro. La astilla perdida de un barco hundido antes de salir a navegar. Soy el que celebra las caìdas, el fin de la inocencia. Un cero a la izquierda. Un rocker sin estrella. Un poeta incapacitado para el amor y la belleza: Estoy aquì desde antes de las piràmides. Orgulloso de mi aspecto mìnimo desagradable. Asì me reproduzco con desesperacion y rabia.
Soy lo que odiaba. Una rata, Y sin embargo., Y sin embargo reclamo otra oportunidad (fàbula de la rata)
Reynaldo Sietecase
dibujo Rocambole
jueves, 21 de junio de 2012
Sras y Señores Alejandro Dolina (un lujo)
Cartas Marcadas, por Alejandro Dolina por LagrimitayMorisqueta
Esta entrevista corresponde al programa esta noche libros de Gerardo Rozin, que se transmite por C5N los viernes a las 23hs y que gentilmente publican LagrimitayMorisqueta.
Juan Jose Arreola, el encuentro
Dos puntos que se atraen no tienen por qué elegir forzosamente la recta. Claro quees el procedimiento más corto. Pero hay quienes prefieren el infinito. Las gentes caen unas en brazos de otras sin detallar la aventura. Cuando mucho, avanzan en zig-zag. Pero una vez en la meta corrigen la desviación yse acoplan. Tan brusco amor es un choque, y los que así se afrontaron son devueltos al puntodepartida por un efecto de culata.
Demasiados
proyectiles, su camino al revés los
incrusta de nuevo, repasando el cañón,
en un cartucho sin pólvora.
De vez en cuando, una pareja se aparta de esta regla invariable.
Su propósito es francamente lineal, y no carece de rectitud. Misteriosamente,
optan por el laberinto. No pueden vivir separados. Ésta es su única certeza,
y van a perderla buscándose. Cada uno de ellos comete un error y provoca el
encuentro, el otro finge no darse cuenta y pasa sin saludar.
J. J. Arreola
foto: Antonio Jimenez Campos
Hector Urruspuru, (la levedad azul de tu espalda)
Si hay algo que quisiera decir, antes de que la naturaleza me vuelva síntesis (trazos de carbonilla),
es que amo, profundamente, el olor de los cuerpos recién amados;
y la falta de orden en tu pelo y en tus gestos,
que quién sabe de qué alturas vienen bajando.
Si hay algo que quisiera escribir (dulce patrimonio de lo que es gemido confesar)
Es que soy un pintor y un músico fracasado. (Sí).
Sin embargo, la levedad azul de tu espalda en el cuarto,
es canción en cuerdas de acero y un aguafuerte desmesurado;
y generan, el camino… demoradamente largo
de tus piernas desnudas que van,
de la cama perfumada al espejo del baño.
Naturaleza y síntesis, entonces. Carbonilla y trazos.
Quebrado amanecer de miel.ruta solitaria.
Que seguramente no seré de ti, ni memoria de a ratos.
Pero hay,
hay algo que quisiera decir
(deliberada criatura de azúcar y cabellos despeinados);
y es, que amo… profundamente…
el olor de los cuerpos recién amados.
Hèctor Urruspuru
(cuerpos recièn amados)
es que amo, profundamente, el olor de los cuerpos recién amados;
y la falta de orden en tu pelo y en tus gestos,
que quién sabe de qué alturas vienen bajando.
Si hay algo que quisiera escribir (dulce patrimonio de lo que es gemido confesar)
Es que soy un pintor y un músico fracasado. (Sí).
Sin embargo, la levedad azul de tu espalda en el cuarto,
es canción en cuerdas de acero y un aguafuerte desmesurado;
y generan, el camino… demoradamente largo
de tus piernas desnudas que van,
de la cama perfumada al espejo del baño.
Naturaleza y síntesis, entonces. Carbonilla y trazos.
Quebrado amanecer de miel.ruta solitaria.
Que seguramente no seré de ti, ni memoria de a ratos.
Pero hay,
hay algo que quisiera decir
(deliberada criatura de azúcar y cabellos despeinados);
y es, que amo… profundamente…
el olor de los cuerpos recién amados.
Hèctor Urruspuru
(cuerpos recièn amados)
domingo, 10 de junio de 2012
Mariana Enriquez , ( Ray Bradbury que vivas para siempre!!!)
Ultimos atardeceres en la Tierra
No era devoto de la tecnología, no manejaba ni le gustaba viajar en avión, sin embargo se adueñó del espacio y del futuro de la vida en la Tierra como pocos. Unió su nombre a Marte para siempre con Crónicas marcianas. Nunca más se podrá quemar un libro sin pensar en Fahrenheit 451. La ciencia misma explica fenómenos con su teoría del “efecto mariposa”. Y sin embargo, se negaba a ser considerado un escritor de ciencia ficción. Entusiasta irrenunciable, autor de decenas de libros que esconden –todos– algo memorable, lírico, elegíaco, tan cerca de una galaxia remota como de Huckleberry Finn, quizás el secreto de Ray Bradbury sea que convirtió sus propios libros en máquinas del tiempo perfectas que, sin importar los escenarios, los planetas ni los años, viajan siempre al mismo lugar: la infancia perdida. Quizá por eso miles de chicos entraron a la literatura por sus libros y muchos –hoy escritores reconocidos– decidieron quedarse a vivir ahí y sentarse a escribir. La semana pasada, a los 91 años, murió el único humano que llegó a Marte.
“¿Qué ha
hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su
libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de
terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una
manera tan íntima?” Así, impactado, perplejo, escribía Jorge Luis Borges
el prólogo a la edición argentina de Crónicas marcianas, libro que leyó
en los últimos días del otoño de 1954, apenas cuatro años después de la
publicación original. Y su pregunta apunta al centro del misterio de la
literatura de Ray Bradbury: por qué sus historias sencillas, clásicas,
de enorme belleza lírica, producen revelaciones, provocan vívidos
desasosiegos, reviven terrores atávicos y deliciosos, urgen, también, a
contar. No hay escritor cuyo impacto, especialmente en la adolescencia,
pueda compararse al que produce Ray Bradbury. Murió esta semana a los 91
años y su muerte era esperada, pero en las demostraciones de duelo
afectuoso que se propagaron hubo una tristeza genuina y cierta sorpresa,
como si este hombre de Illinois pudiera vivir para siempre. Parte del
misterio –insoluble por lo demás– de la literatura de Bradbury es que
parece transcurrir en otro tiempo: el de la infancia. No la infancia
idealizada que imaginan los adultos sino la infancia real: la época en
que se conoce la muerte y la pérdida, cuando hacen falta la magia y los
amuletos, los años de esperar el verano y los disfraces y los cumpleaños
y el regreso de los padres. Los cuentos de Bradbury vienen de ese país
perdido para siempre, pero que él recuerda en cada uno de sus accidentes
y sus milagros. Todos los cuentos de Bradbury son acerca de la muerte
de la infancia, aunque escriba sobre la muerte de un planeta, de una
casa o de una pila de libros que arden. Ese es parte –sólo parte– del
impacto de sus ficciones: el reconocimiento. Es el hombre que recuerda.
Un emisario que trae olores y colores y voces que se creían perdidos
desde un lugar que queda en el más lejano de los territorios: el pasado.
Es extraño que el hombre que volvió respetable la ciencia ficción se
haya preocupado tan poco por el futuro (o por la ciencia). Es casi
gracioso recordar hoy que, por ejemplo, en aquellos años pioneros,
muchos puristas de la ciencia ficción renegaban de Crónicas marcianas
porque en el planeta la atmósfera era respirable y a Bradbury nunca le
importó explicar por qué. Jamás se preocupó por los años luz y las
nebulosas y las matemáticas. A Bradbury sólo le importaba la gente y las
metáforas.Ray Bradbury nació en Waukegan, Illinois, de clase trabajadora. Como muchas familias del Medioeste durante la Gran Depresión, los Bradbury dejaron su pueblo buscando trabajo. Primero se fueron a Tucson, Arizona. Y cuando Ray tenía trece, se instalaron definitivamente en Los Angeles. La constante durante estos viajes, solía contar Bradbury, eran las bibliotecas. Allí pasaba todo el tiempo posible leyendo a Poe, Verne, Edgar Rice Burroughs. Bradbury no fue a la universidad, ni tuvo educación terciaria: se formó leyendo en bibliotecas públicas. Su adolescencia y toda su vida adulta fueron californianas, pero sin embargo a Bradbury se lo identifica como la quintaesencia del escritor del Medioeste, el hombre candoroso de pueblo chico, nada que ver con la opulencia playera del rico estado del sol. Sucede que su ficción está anclada en Illinois, en Ohio, en Indiana; de ahí vienen sus personajes, ésos son los pueblos que los marcianos construyen para atrapar a los confiados colonizadores, que creen estar viendo Grinnell, Iowa o Green Bluff, Illinois y no imaginan la trampa (“La tercera expedición”, de Crónicas marcianas). Hay un motivo personal para este anclaje. Hay un Santo Grial en la vida de Bradbury, un personaje de su infancia llamado Mr. Eléctrico. Era un mago de feria ambulante que llegó a Waukegan en el otoño de 1932. Su truco más importante era la silla eléctrica: sentado, dejaba que la electricidad pasara por su cuerpo y le erizara los pelos. Ray lo vio, y quedó fascinado. Pero al día siguiente tuvo una mala noticia: su tío favorito había muerto y debía ir a su funeral. Cuando volvía del cementerio, en el auto de sus padres, alcanzó a ver las carpas del modesto circo y le pidió a su padre que parara. Salió corriendo del coche, escapando de la tristeza y de la muerte. Mr. Eléctrico estaba sentado en un banco y, por decir algo, le pidió que le enseñara algunos trucos de magia. Mr. Eléctrico lo hizo y después le presentó a los integrantes de la troupe. Al hombre tatuado que más tarde sería “El hombre ilustrado”. Al enano que luego sería el protagonista de uno de los más crueles cuentos de Dark Carnival (El país de octubre, 1943). Caminaron juntos por la costa del lago Michigan y Mr. Eléctrico se agachó y le dijo a Ray: “Me alegro de que hayas vuelto a mi vida. Fuiste mi mejor amigo en París en 1918. Te vi morir en mis brazos en las Ardennes. Me alegra que hayas vuelto al mundo. Tenés una cara y un nombre diferentes, pero la luz que brilla en tu rostro es la misma”.
Años después, Bradbury se preguntaba por qué le había dicho eso. “A lo mejor tenía un hijo muerto, o se sentía solo, o me estaba haciendo una extraña broma. A lo mejor vio la intensidad con la que yo vivía. Lo que sé es que, cuando me fui, me acerqué al carrusel que tocaba ‘Beautiful Ohio’ y me puse a llorar. Algo importante me había pasado. Me sentí cambiado. Ese hombre me dio importancia, inmortalidad, un regalo místico. Volví a casa y empecé a escribir. Nunca paré”.
Mr. Eléctrico le otorgó el don. Su primer éxito literario se lo dio Truman Capote, que eligió la historia “Reunión de familia” de entre una pila de basura para publicarla en Mademoiselle, una revista más prestigiosa que los pulps donde Bradbury vendía cuentos anteriormente. “Reunión de familia” es una de sus historias encantadoras, de las que le ganaron la fama de escritor delicioso. Que lo es. Es la delicia de “La mañana verde” de Crónicas marcianas, de “La última noche del mundo” de El hombre ilustrado (1951), con esa pareja que antes de irse a dormir, en el final de sus vidas –y de la vida de la Tierra–, no se olvidan de cerrar la canilla; son los cuentos protagonizados por Poe, por Picasso, por la familia Elliot; es El vino del estío, la hermosa recreación de su infancia que lo emparienta con Las aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain. Pero Bradbury era notable, y perverso, con sus historias de horror: “El pequeño asesino”, donde un bebé camina por la casa y abre el gas para matar a sus padres; “La multitud”, pesadilla urbana en la que quienes se juntan alrededor de las víctimas de accidentes automovilísticos son siempre los mismos –las mismas, fantasmales caras– y estos seres deciden la vida y la muerte. Los horribles niños de “La pradera” o de “La hora cero”, cuentos cuya trama es de ciencia ficción, pero su tema es el más horrible y violento egoísmo.
Y es aún más brutal en la tristeza de sus cuentos de soledades. La mujer y el hijo que ven al padre abandonarlos, de a poco, porque prefiere el vacío del espacio al calor de la familia en “El hombre del cohete”; los chicos que no le dejan ver el sol a la niña inmigrante, en Venus, ese planeta donde llueve sin parar y todo es blanco; la niña de la Tierra que recuerda la tibieza en “Verano todo el año” de Remedio para melancólicos (1959). Esa casa vacía que sigue funcionando después de la bomba, una casa inteligente que no puede detener su propia muerte, que está sola hace tanto tiempo, en “Vendrán lluvias suaves”, uno de sus mejores cuentos.
Su novela más famosa, Fahrenheit 451 (1953) es su única distopía y probablemente su único texto de ciencia ficción pura. Da la impresión que él le estaba muy agradecido al libro, pero no le tenía un gran afecto. “No soy un novelista –solía decir–, corro los cien metros, no el maratón.” Escribió anticipación de una manera oblicua: “El caminante”, por ejemplo, de Las doradas manzanas del sol (1953), anticipa el sedentarismo de los suburbios de Estados Unidos y la inquietante soledad de esas calles por las que nadie camina. También inventó teorías que, con los años, nadie asociaría con su nombre, como la del “efecto mariposa” –formulada diez años antes de que lo hiciera el matemático Edward Lorenz– en el cuento sobre viajes en el tiempo “El ruido de un trueno” (1953), que Stephen King estuvo leyendo con atención para su última novela, 22/11/63.
Ray Bradbury nunca aprendió a manejar (lo que en Estados Unidos es tan raro como estar vivo y no tener pulso). Se resistió a viajar en avión hasta que se hizo muy anciano: prefería, y usaba, el tren. No leía a escritores jóvenes, pero conversaba con ellos durante horas, si le parecía que brillaban, que tenían ese ardor que, por cercano, por propio, sabía reconocer. Su nombre jamás se relacionó con ningún premio importante: ni siquiera ganó el Pulitzer. Contaba que Mr. Eléctrico, en aquella feria ambulante, lo tocó con una espada cargada de electricidad en la frente, en la nariz y en el mentón. Le dijo: “Que vivas para siempre”. El prometió intentarlo.
Y lo logró.
*este texto fue publicado en el diario pàgina 12 del domingo 10 de junio 2012
El doctor House dijo:
(Sobre una paciente judía): ‘La religión es un síntoma de creencia irracional y esperanza infundada’.
‘La gente no cambia. Por ejemplo, yo sigo diciendo: la
gente no cambia. Los alcohólicos siguen siendo alcohólicos, si no
vuelven a beber en su vida es porque se mueren antes’.
(Hablando de la novia de Wilson): ‘Te gusta su
personalidad, que sea maquiavélica y que no le importen las
consecuencias. Te gusta que humille a la gente si le conviene. ¡Ay Dios
mío, te acuestas conmigo!’
(Comentando su amistad, y sus consejos, con el Dr.
Wilson): ‘Sacrifico una cobaya, sacrifico una mosca, sacrifico cien
pavos apostando en el hipódromo… pero yo no me sacrifico’.
Pink Floyd, sòlo eres, otro ladrillo en la pared
No necesitamos ninguna educación
No necesitamos que controlen nuestros pensamientos
Ni sarcasmo oscuro en el salón de clases
Profesores dejen a los niños en paz
¡Hey! ¡Profesores! ¡Dejen a los niños en paz!
En conjunto es solo, otro ladrillo en el muro.
En conjunto solo eres, otro ladrillo en el muro.
No necesitamos ninguna educación
No necesitamos que controlen nuestros pensamientos
Ni sarcasmo oscuro en el salón de clases
Profesores dejen a los niños en paz
¡Hey! ¡Profesores! ¡Dejen a los niños en paz!
En conjunto es solo, otro ladrillo en el muro.
En conjunto solo eres, otro ladrillo en el muro.
"¡Incorrecto, hágalo otra vez!"
"Si no te comes tu carne, no podrás comer pudín. "¿Como puedes
comer tu pudín si no te comes tu carne?"
"¡Tu!" "¡Sí, tu detrás de las vertientes de la bici, párate derecho señora!"
No necesitamos que controlen nuestros pensamientos
Ni sarcasmo oscuro en el salón de clases
Profesores dejen a los niños en paz
¡Hey! ¡Profesores! ¡Dejen a los niños en paz!
En conjunto es solo, otro ladrillo en el muro.
En conjunto solo eres, otro ladrillo en el muro.
No necesitamos ninguna educación
No necesitamos que controlen nuestros pensamientos
Ni sarcasmo oscuro en el salón de clases
Profesores dejen a los niños en paz
¡Hey! ¡Profesores! ¡Dejen a los niños en paz!
En conjunto es solo, otro ladrillo en el muro.
En conjunto solo eres, otro ladrillo en el muro.
"¡Incorrecto, hágalo otra vez!"
"Si no te comes tu carne, no podrás comer pudín. "¿Como puedes
comer tu pudín si no te comes tu carne?"
"¡Tu!" "¡Sí, tu detrás de las vertientes de la bici, párate derecho señora!"
Cesar Vallejo, las ventanas se han estremecido
Las ventanas se han estremecido, elaborando una metafísica del
universo. Vidrios han caído. Un enfermo lanza su queja: la mitad por su
boca lenguada y sobrante, y toda entera, por el ano de su espalda.
Es el huracán. Un castaño del jardín de las Tullerías habráse
abatido, al soplo del viento, que mide ochenta metros por segundo.
Capiteles de los barrios antiguos, habrán caído, hendiendo, matando.
¿De qué punto interrogo, oyendo a ambas riberas de los océanos, de
qué punto viene este huracán, tan digno de crédito, tan honrado de deuda
derecho a las ventanas del hospital? Ay las direcciones inmutables, que
oscilan entre el huracán y esta pena directa de toser o defecar! Ay!
las direcciones inmutables, que así prenden muerte en las entrañas del
hospital y despiertan células clandestinas a deshora, en los cadáveres.
¿Qué pensaría de si el enfermo de enfrente, ése que está durmiendo,
si hubiera percibido el huracán? El pobre duerme, boca arriba, a la
cabeza de su morfina, a los pies de toda su cordura. Un adarme más o
menos en la dosis y le llevarán a enterrar, el vientre roto, la boca
arriba, sordo el huracán, sordo a su vientre roto, ante el cual suelen
los médicos dialogar y cavilar largamente, para, al fin, pronunciar sus
llanas palabras de hombres.
La familia rodea al enfermo agrupándose ante sus sienes regresivas,
indefensas, sudorosas. Ya no existe hogar sino en torno al velador del
pariente enfermo, donde montan guardia impaciente, sus zapatos vacantes,
sus cruces de repuesto, sus píldoras de opio. La familia rodea la
mesita por espacio de un alto dividendo. Una mujer acomoda en el borde
de la mesa, la taza, que casi se ha caído.
Ignoro lo que será del enfermo esta mujer, que le besa y no puede
sanarle con el beso, le mira y no puede sanarle con los ojos, le habla y
no puede sanarle con el verbo. ¿Es su madre? ¿Y cómo, pues, no puede
sanarle? ¿Es su amada? ¿Y cómo, pues, no puede sanarle? ¿Es su hermana? Y
¿cómo, pues, no puede sanarle? ¿Es, simplemente, una mujer? ¿Y cómo
pues, no puede sanarle? Porque esta mujer le ha besado, le ha mirado, le
ha hablado y hasta le ha cubierto mejor el cuello al enfermo y ¡cosa
verdaderamente asombrosa! no le ha sanado.
El paciente contempla su calzado vacante. Traen queso. Llevan
sierra. La muerte se acuesta al pie del lecho, a dormir en sus
tranquilas aguas y se duerme. Entonces, los libres pies del hombre
enfermo, sin menudencias ni pormenores innecesarios, se estiran en
acento circunflejo, y se alejan, en una extensión de dos cuerpos de
novios, del corazón.
El cirujano ausculta a los enfermos horas enteras. Hasta donde sus
manos cesan de trabajar y empiezan a jugar, las lleva a tientas, rozando
la piel de los pacientes, en tanto sus párpados científicos vibran,
tocados por la indocta, por la humana flaqueza del amor. Y he visto a
esos enfermos morir precisamente del amor desdoblado del cirujano, de
los largos diagnósticos, de las dosis exactas, del riguroso análisis de
orinas y excrementos. Se rodeaba de improviso un lecho con un biombo.
Médicos y enfermeros cruzaban delante del ausente, pizarra triste y
próxima, que un niño llenara de números, en un gran monismo de pálidos
miles. Cruzaban así, mirando a los otros, como si más irreparable fuese
morir de apendicitis o neumonía, y no morir al sesgo del paso de los
hombres.
Sirviendo a la causa de la religión, vuela con éxito esta mosca, a
lo largo de la sala. A la hora de la visita de los cirujanos, sus
zumbidos nos perdonan el pecho, ciertamente, pero desarrollándose luego,
se adueñan del aire, para saludar con genio de mudanza, a los que van a
morir. Unos enfermos oyen a esa mosca hasta durante el dolor y de ellos
depende, por eso, el linaje del disparo, en las noches tremebundas.
¿Cuánto tiempo ha durado la anestesia, que llaman los hombres?
¡Ciencia de Dios, Teodicea! si se me echa a vivir en tales condiciones,
anestesiado totalmente, volteada mi sensibilidad para adentro! ¡Ah
doctores de las sales, hombres de las esencias, prójimos de las bases!
Pido se me deje con mi tumor de conciencia, con mi irritada lepra
sensitiva, ocurra lo que ocurra aunque me muera! Dejadme dolerme, si lo
queréis, mas dejadme despierto de sueño, con todo el universo metido,
aunque fuese a las malas, en mi temperatura polvorosa.
En el mundo de la salud perfecta, se reirá por esta perspectiva en
que padezco; pero, en el mismo plano y cortando la baraja del juego,
percute aquí otra risa de contrapunto.
En la casa del dolor, la queja asalta síncopes de gran compositor,
golletes de carácter, que nos hacen cosquillas de verdad, atroces,
arduas, y, cumpliendo lo prometido, nos hielan de espantosa
incertidumbre.
En la casa del dolor, la queja arranca frontera excesiva. No se
reconoce en esta queja de dolor, a la propia queja de la dicha en
éxtasis, cuando el amor y la carne se eximen de azor y cuando, al
regresar, hay discordia bastante para el diálogo.
¿Dónde está, pues, el otro flanco de esta queja de dolor, si, a estimarla en conjunto, parte ahora del lecho de un hombre?
De la casa del dolor parten quejas tan sordas e inefables y tan
colmadas de tanta plenitud que llorar por ellas sería poco, y sería ya
mucho sonreír.
Se atumulta la sangre en el termómetro.
¡No es grato morir, señor, si en la vida nada se deja y si en la
muerte nada es posible, sino sobre lo que se deja en la vida! ¡No es
grato morir, señor, si en la vida nada se deja y si en la muerte nada es
posible, sino sobre lo que se deja en la vida! ¡No es grato morir,
señor, si en la vida nada se deja y si en la muerte nada es posible,
sino sobre lo que pudo dejarse en la vida!
Cesar Vallejo Hernán Casciari
No hace mucho descubrì a este escritor de la hostia. Escribe maravillosamente , tiene mùsica propia, y cuando habla, escribe, ojalà no se lo pierdan
*este audio fue tomado de : http://vorterix-rock.blogspot.com.ar/2012/03/liberen-los-libros-hernan-casciari.html
pero si quieren màs audios busquen las llamadas de Casciari en : http://www.vorterix.com/
*este audio fue tomado de : http://vorterix-rock.blogspot.com.ar/2012/03/liberen-los-libros-hernan-casciari.html
pero si quieren màs audios busquen las llamadas de Casciari en : http://www.vorterix.com/
miércoles, 6 de junio de 2012
Ray Bradbury , el sonido del trueno
El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil
película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en
la momentánea oscuridad:
SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL
PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA.
Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels.
Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca
formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con
un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio.
-¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?
-No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los
dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado.
Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus
instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible
acción del gobierno, a la vuelta.
Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la
confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya
plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el
tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas
apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería
maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras
de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones,
como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas
endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas
desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte,
retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y
se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas,
todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán
en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la
muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el
más leve roce de una mano.
-¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de
la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la
cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá
estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen
presidente.
-Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos
suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el
antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos
llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher
era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de
organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora
su única preocupación es...
Eckels terminó la frase:
-Matar mi dinosaurio.
-Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más
terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos
responsables. Estos dinosaurios son voraces.
Eckels enrojeció, enojado.
-¿Trata de asustarme?
-Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta
pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena
de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador
pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute
de la mayor y más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está
todavía aquí. Rómpalo.
El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le
retorcían los dedos.
-Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El
señor Travis está a su disposición.
Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los
fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente.
Primero un día y luego una noche y luego un día y luego
una noche, y luego día-noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una
década! 2055, 2019, ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron
los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en
el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los
brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros
cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente,
Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y
los años llamearon alrededor.
-¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un
tiro? -se oyó decir a Eckels.
-Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la
radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza,
otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más
probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede,
cegándolo, y luego dispare al cerebro.
La máquina aulló. El tiempo era una película que corría
hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas.
-Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los
tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois.
El sol se detuvo en el cielo.
La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció.
Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres
cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas.
-Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha
subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra,
esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler... no han
existido.
Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.
-Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta
millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith.
Mostró un sendero de metal que se perdía en la
vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos
gigantescos.
-Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el
Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera
una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito
del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No
se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae
del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no
aprobemos.
-¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua
selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán
y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre.
-No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado
no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar
mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un
asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un
pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en
la evolución de las especies.
-No me parece muy claro -dijo Eckels.
-Muy bien -continuó Travis-, digamos que
accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras
familias de este individuo, ¿entiende?
-Entiendo.
-¡Y todas las familias de las familias de ese
individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego una docena,
luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!
-Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels.
-¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los
zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones
muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de
un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de
vida son arrojadas al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto:
cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de
la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para
alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de
esa zona al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de
hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda
desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De
ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a
este hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente.
Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre
el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra
y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese
hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la
matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea
para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise
usted un ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como
un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no
cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado.
No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!
-Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la
hierba.
-Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo
sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en
sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por
supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no podamos
cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un
ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una
desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión,
hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados
países. O aun algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un
cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo
mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe?
No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no
sepamos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un
gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado.
Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido
esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de
oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera.
-¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?
-Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy,
antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta
Era particular y siguió a ciertos animales.
-¿Para estudiarlos?
-Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de
toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas
veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a
morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán,
anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de
pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió
nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de
dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin
futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?
-Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels
ansiosamente-, debían haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué
ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos... vivos?
Travis y Lesperance se miraron.
-Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El
tiempo no permite esas confusiones..., un hombre que se encuentra consigo mismo.
Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión
que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de
nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al
futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si
cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos
con vida.
Eckels sonrió débilmente.
-Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de
pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era alta y la jungla era ancha
y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música y
sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con
cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche
febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su
rifle, bromeando.
-¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en
broma, maldita sea! Si se le dispara el arma...
Eckels enrojeció.
- ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?
- Lesperance miró su reloj de pulsera.
-Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta
segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo
digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero!
Se adelantaron en el viento de la mañana.
-Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta
millones de años, ha pasado el día de elección. Keith es presidente. Todos
celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante
meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún.
-¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted
dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer.
-He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero
esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels -. Tiemblo como un niño.
- Ah -dijo Travis.
-Todos se detuvieron.
Travis alzó una mano.
-Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su
Alteza Real.
La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos,
murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una
puerta.
Silencio.
El ruido de un trueno.
De la niebla, a cien metros de distancia, salió el
Tyrannosaurus rex.
-Jesucristo -murmuró Eckels.
-¡Chist!
Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y
elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran
dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho
de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos,
hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel
centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo
era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso
colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar
a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre
sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente
hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas.
Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto
hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la
pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra
dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos
deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez
toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil
tantearon el aire.
-¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse
y alcanzar la luna.
-¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-.
Todavía no nos vio.
-No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad
este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era
su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-.
Hemos sido unos locos. Esto es imposible.
-¡Cállese! -siseó Travis.
-Una pesadilla.
-Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente
hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del dinero.
-No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé
mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.
-¡Nos vio!
-¡Ahí está la pintura roja en el pecho!
El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló
como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se
movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y
ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un
hedor de carne cruda cruzó la jungla.
-Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta
vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y
protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi
zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.
-No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la
Máquina. -Sí.
Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si
tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza.
-¡Eckels!
Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando
los pies. -¡Por ahí no!
El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia
adelante con un grito terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los
rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que
los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los
dientes brillantes al sol.
Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el
borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero,
y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo
llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.
Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en
chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose.
Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos
de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos,
aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta.
Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus
propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los
brillantes iris negros.
Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una
montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los
arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres
retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne
fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola
acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de
sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de
fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se
quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes.
El trueno se apagó.
La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una
gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana.
Billings y Kramer se sentaron en el sendero y
vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes,
juraban continuamente.
En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels,
estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido
a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de
algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.
-Límpiense.
Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía
como una loma de carne sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y
murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos
dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un
receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era
como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el
momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos
crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los
delicados antebrazos, quebrándolos.
Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un
árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo final.
-Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo.
Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal.
Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía
trofeo?
-¿Qué?
-No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene
que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos,
los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe
mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con
ustedes al lado.
Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin
sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer
de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo
caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos
dorados trabajaban ya en la humeante armadura.
Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los
endureció. Eckels estaba allí, temblando.
-Lo siento -dijo al fin.
-¡Levántese! -gritó Travis.
Eckels se levantó.
-¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando
con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí!
Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera...
-¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la
mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no.
¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo
sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie
dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al
gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al
tiempo, a la Historia!
-Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.
-¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos
nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels!
Eckels buscó en su chaqueta.
-Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!
Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y
escupió.
-Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale
los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva.
-¡Eso no tiene sentido!
-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas!
No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo.
Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!
La jungla estaba viva otra vez, con los viejos
temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al
primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un
rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.
Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los
brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había
un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.
-No había por qué obligarlo a eso - dijo Lesperance.
-¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó
con el pie el cuerpo inmóvil.
-Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy
bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos
a casa. 1492. 1776. 1812.
Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las
camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar.
Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.
-No me mire -gritó Eckels-. No hice nada.
-¿Quién puede decirlo?
-Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro
en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece?
-Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía
puedo matarlo. Tengo listo el fusil.
-Soy inocente. ¡No he hecho nada!
1999, 2000, 2055.
La máquina se detuvo.
-Afuera -dijo Travis.
El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo
tan preciso. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no
exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio.
Travis miró alrededor con rapidez.
-¿Todo bien aquí? -estalló.
-Muy bien. ¡Bienvenidos!
Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta
los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única ventana
alta.
-Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.
Eckels no se movió.
-¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira?
Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una
sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de sus sentidos
subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul,
anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana,
eran... eran... Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se
quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna
parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír
los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este
cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente
el mismo hombre detrás del mismo escritorio..., se extendía todo un mundo de
calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía
sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez
que arrastraban un viento seco...
Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la
pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar
allí por vez primera.
De algún modo el anuncio había cambiado.
SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL
PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA.
Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó
insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando.
-No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!
Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y
negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.
-¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels.
Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que
podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño
dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo
de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La
mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan
importante. ¿Podía?
Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:
- ¿Quién... quién ganó la elección presidencial ayer?
El hombre detrás del mostrador se rió.
-¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por
supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora,
un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa?
Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa
dorada con dedos temblorosos.
-¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al
mundo, a los oficiales, a la Máquina,- no podríamos llevarla allá, no podríamos
hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos...?
No se movió. Con los ojos cerrados, esperó
estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle,
alzaba el seguro, y apuntaba.
El ruido de un trueno.
* este cuento lo lei cuando era chica, lo recuerdo hasta hoy, esa idea quedo marcada a fuego en mi, Nada es aislado, ningun gesto es privado, estamos todos unidos de alguna forma, nuestros actos repercuten en otros...
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