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jueves, 28 de julio de 2011

Silvina Ocampo, èl para otra





Esperaba verlo pero no inmediatamente, porque hubiera sido demasiado grande
mi perturbación. Siempre postergaba nuestro encuentro, por algún motivo que
él entendía o no. Un simple pretexto para no verlo o para verlo otro día. Y así
pasaron los años, sin que el tiempo se hiciera sentir, salvo en la piel de la cara,
en la forma de las rodillas, del cuello, del mentón, de las piernas, en la
inflexión de la voz, en el modo de caminar, de escuchar, de colocar una mano
en la mejilla, de repetir una frase, en el énfasis, en la impaciencia, en lo que
nadie se fija, en el talón que aumenta de volumen, en las comisuras de los
labios, en el iris de los ojos, en las pupilas, en los brazos, en la oreja
escondida detrás del pelo, en el pelo, en las uñas, en el codo, ¡ay, en el codo!,
en la manera de decir ¿qué tal? o realmente o puede ser o ¿a qué horas? o no
le conozco. No, Brahms no, Beethoven, bueno, algunos libros. El silencio, que
era más importante que la presencia, tejía sus intrigas.


Ningún encuentro, que no fuera totalmente absurdo, se producía: un montón de
paquetes me cubría y él, comiendo pan y empuñando una botella de vino y una
de Coca-cola, pretendía estrecharme la mano. Invariablemente alguien 
tropezaba y el adiós resultaba anterior al ¿qué tal?. El teléfono llamaba,
equivocado siempre, pero la respiración de alguien correspondía exactamente a
su respiración, y surgían entonces, en la oscuridad del cuarto, los ojos de él,
en el color aparecía el timbre de aquella voz sin fondo, una voz que la
comunicaba con el desierto o con algunas ramificaciones de un río que corre
entre las piedras sin llegar jamás a su desembocadura, un río cuyo nacimiento,
en las más altas montañas, atraía a los pumas o a los fotógrafos que venían
de muy lejos a ver esas maravillas. Me agradaba ver a personas parecidas a él.
Algunas que tenían mirada casi idéntica, si entrecerraban los ojos; o un modo
de cerrar totalmente los párpados, como si algo doliera.

Me agradaba también hablar con personas que solían hablar con él o que lo
conocían mucho o que irían a verlo en esos días. Pero ya el tiempo corría, como
un tren que tiene que llegar a destino, cuando el guarda golpea la puerta del
pasajero que está durmiendo o anuncia la estación próxima, el término del
viaje. Teníamos que encontrarnos. Tan acostumbrados a no vernos estábamos
que no nos vimos. Aunque no estoy segura de no haberlo visto, siquiera por la
ventana. En aquella luz tenebrosa de la tarde, sentí que algo me faltaba.

Pasé frente a un espejo y me busqué. No vi dentro del espejo sino el armario
del cuarto y la estatua de una Diana Cazadora que jamás había visto en ese
lugar. Era un espejo que fingía ser un espejo, como yo inútilmente fingía ser
yo misma.

Entonces sintió miedo de que se abriera la puerta y que él apareciera en 
cualquier momento y que terminaran las postergaciones que mantenían vivo su
amor. Se echó al suelo sobre la rosa de una alfombra y esperó, esperó a que
dejara de sonar el timbre de la puerta de la calle, esperó, esperó y esperó.
Esperó que se fuera la última luz del día, entonces abrió la puerta y entró el
que no esperaba. Se tomaron de la mano. Se echaron sobre la rosa de la
alfombra, rodaron como una rueda, unidos por otro deseo, por otros brazos,
por otros ojos, por otros suspiros. Fue en ese momento cuando la alfombra
empezó a volar silenciosamente sobre la ciudad, de calle en calle, de barrio en
barrio, de plaza en plaza, hasta que llegó a los confines del horizonte, donde
empezaba el río, en una playa árida, donde crecían las totoras y volaban las
cigüeñas. Amaneció lentamente, tan lentamente que no advirtieron el día ni
la falta de noche, ni la falta de amor, ni la falta de todo por lo que habían
vivido esperando ese momento. Se perdieron en la imaginación de un olvido
-él para otra, para otro ella- y se reconciliaron.
Silvina Ocampo
foto: Sonya Jach  

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