Mi paciente tiene una idiosincrasia extravagante, un organismo con memoria, una sensibilidad, una presciencia infatigables.
Preparada desde la más tierna infancia para el contagio absorbe gérmenes y contaminaciones a velocidades incontrolables. Mejor sería no hablarle de incestos.
Un rencor ancestral duerme, más bien, vela, en sus entrañas. Séquitos de materias inalienables cuyos orígenes oscuros se desconocen hacen abortar sus mejores planes. No puede abrir un cajón para buscar un lápiz violeta. ¿Por qué violeta?.
Dice que las palomas tienen algunas plumas de ese color sobre el pecho.
Si interrogo extrañado: —¿Violetas? —protesta. —No. No son violetas.
Si insisto en preguntarle: —Entonces ¿por qué dice que son violetas?.
Responde: —Son como si fueran violetas.
No puede tapar el pomo de la pasta de dientes, ni recordar la fecha del cumpleaños de una persona que ofende el olvido. Cualquier pluma la mortifica severamente salvo las del pavo real que colecciona y guarda en una enorme caja de bombones. El incumplimiento variado de sucesivos suicidios (saltos en el abismo, venenos, tajos en las venas, tiros en el abdomen) modifican el esquema interior de su esqueleto.
Quien no la oyó reír no conoce la emoción de su fragilidad capilar.
Una aguja viajó por su cuerpo durante muchas horas.
Antes de llegar al pecho se detuvo: con un brillo helado cambió de rumbo y se clavó sobre la rosa artificial que sostenía en ese momento la mano delicada de mi paciente creyendo que formaba parte de la mano. Amó hasta el delirio una voz, una mirada detrás de un vidrio, sin otros aditamentos, una frase que una persona jamás llegó a decir pero que tal vez habría pensado sin expresarla con un leve suspiro pensando en otras cosas. Teme la giba de la ancianidad, el insomnio de la hipertensión en los espejos de tres cuerpos. Presiente la incongruencia de los espasmos abdominales el servilismo del riñón flotante en la epidermis de una fotografía de pasaporte, que no fue aceptada en el departamento central de policía. El pelo sufre las más extremas transformaciones: de noche sobre la almohada suena como la cuerda de un arpa.
Pasa del rosa al verde asomado a la ventana del día, eléctrico, estremece a quien lo toca. He oído decir a mi paciente que adopta voz de nena y a veces hasta de laucha para narrar su sensibilidad.
—Mi pelo tiene orejitas tiene también ojos (como la cola del pavo real).
Teme ver a una persona que desea ver con ansias; en cambio se apresura a ver a las que le son desagradables.
Como usted.
Un hombre que la mira mata a mi paciente. Un perro que la sigue la esclaviza.
Un niño que la busca la obnubila.
Un durazno maduro la hipnotiza.
Una tumbergia en flor la vuelve loca. Convendría no perturbarla. Transcribo nuestro diálogo:
—Los médicos me nutren de enfermedades numerosas para distraerme de las mías. Los caramelos sirven para esos fines: me convidan con microbios seleccionados porque me creen golosa y no quiero defraudarlos. Yo la interrumpo. —¿Defraudar a quién?. ¿A los caramelos o a los médicos?. A esta pregunta capciosa invariablemente contesta:
—A los caramelos porque los médicos no existen. Llego a una triste conclusión: Mi paciente es mentirosa.
Mas ¿cómo desentrañar la verdad de la mentira?. Si existe una verdad.
Mejor sería no ofrecerle caramelos sino comerlos en su presencia para despertarle el apetito. Mi paciente ama con el páncreas con el plexo solar y con la médula. Espera con la garganta y con las rodillas. Teme con las recónditas venas. Con el sexo promete ¿qué? nada que el sexo pueda dar. Oye con los pies y las axilas (aunque mienta diciendo que es con la boca). Aborrece con las arterias y con el riñón derecho (el izquierdo lo ha donado). Arbitraria, muerde con los omóplatos, operación difícil pero posible. Ningún cromosoma es tan sutil, ninguna fístula tan corrosiva, ningún virus tan arcano como su corazón, único órgano perfectible del cuerpo.
Tuvo relaciones íntimas con tres estafilococos dorados sobre almohadones de damasco amarillo. De un examen de fondo de ojo logré extraer sin modificaciones aparentes el diminuto cairel de una araña y un dije de plata minúsculo, con una figura grabada que no descifró ni pudo descifrar ninguno de mis colegas. Irritadas amebas, prestigiosos virus le anularon insustituibles años que ningún médico por competente que sea le devolvió.
Los movimientos del colon dibujaron graciosas figuras televisadas en blanco y negro parecidas al fondo del mar.
—En cada ser está el universo —exclamó con indiferencia—.
Sus excrementos olieron a jazmín cosa que no es frecuente, aunque el jazmín llegue a tener olor a excremento.
Masticó lentamente en un cerebro ilusorio los nombres propios que molestan la memoria de cualquier ser humano capaz de escribir una palabra sobre un papel de seda.
Huyó del escorbuto y del carbunclo con las alas que da el tiempo.
Huyó de la malaria en sucesivas reencarnaciones sin contar la viruela la lepra y la fiebre amarilla que buscó entre las rosas de un jardín oriental en las orillas crecientes de la putrefacción.
Y todo eso para seguir viviendo, muriendo, ignorando a veces que la voluntad del alma es una sola.
Heredó la barriga de una ninfa de bronce que sostenía una antorcha para iluminar el descanso antiguo de una escalera los celos incontenibles de la cocinera por toda voz telefónica la aguda vista de la bordadora que hacía las veces de institutriz francesa el remolino de la ceja derecha en un retrato del tatarabuelo la afición por los caramelos ácidos del consabido portero que le enseñó a jugar al truco a los cinco años con naipes húmedos y bolitas de vidrio la agilidad de la tía Clorinda que era capaz de treparse a una palmera para juntar huevos de urraca o de paloma a la hora de la siesta.
Heredó y esto parece una utopía el cutis de las magnolias que en los floreros daban con su perfume dolor de cabeza para el resto del día. Heredó con toda reserva el ímpetu avasallador de algunos adornos encerrados en la vitrina de una sala: un tigre de marfil rodeado por una serpiente con flores perversas.
Heredó la belleza ¡quisiera saber de quién! ella dice que la heredó de un plato sopero donde en el fondo de la sopa de tapioca, brillaba siempre Diana Cazadora.
De las consecutivas mañanas de primavera la mentira.
De un gato la entrega aparente de sí misma a cualquiera o a nadie. De Narciso en un libro de mitología amarse por sobre todas las cosas. Heredó del lebrel la elasticidad y la dulzura el color de los dientes y de la lengua y ese apetito incontenible frente a cualquier plato de carne condimentada.
Heredó el vaivén de la mecedora y del columpio de la plaza donde grabó en la madera del asiento sus iniciales.
De los sapos la voracidad sexual que dura tanto en apagarse como las noches de Alcmena.
Aunque nunca trabajó en un circo de contorsionista como era su vocación sus articulaciones tan flojas podían desmembrarse, lo he comprobado, en pocos minutos, sin instrumentos quirúrgicos ni la habilidad técnica que ya he olvidado pero que inspiraba la admiración de mis condiscípulos.
Silvina Ocampo
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