Había unos cincuenta jazmines sobre la mesa cuando me enamoré de la pianista. Ella, pensé, debe ser china o japonesa. Lo imaginé por sus ojos rasgados pero también por los ideogramas que dibujaba con mano firme en una servilleta. Le dije que podríamos casarnos y tener hijos. Me advirtió que en China permiten sólo uno por pareja. Supe entonces que no era japonesa y le dije que no hacían falta hijos mientras hiciéramos varias veces los actos necesarios para tenerlos. Rió tristemente. Le propuse que camináramos juntos por la orilla del río Yang Tsé. Supe claramente que podíamos hablar de amor y también de partículas subatómicas dado que mostró interés por ciertos aspectos de la física cuántica. A medianoche la besé en la boca y le pedí que tocara el piano vertical y oscuro que permanecía cerrado en mi cuarto. Me aclaró que solamente le gustaba la música clásica y, dentro de ella, los autores románticos. Volví a contar la cantidad de jazmines que había sobre la mesa. Serían cincuenta o quizás más. Cuando me di vuelta ella deslizaba sus dedos largos y delicados por las teclas. Abrí la puerta del cuarto y me dejé caer sobre su espalda. La gente se decía feliz navidad y cosas así mientras chocaban copas y cuerpos en tensión. Afuera estallaban los fuegos y por dentro, en fin, todavía no sé lo que pasó. Ni siquiera pude aprender el nombre de la mujer porque de pronto desapareció como suelen hacerlo las hadas y los gatos. Suspendí el conteo de jazmines y el mensaje oculto de los ideogramas ya no me importó. A las tres se fueron todos. Pero la prueba del delito no desapareció. El perfume y el piano siguen, todavía, en su sitio.
Luis Gruss
este texto fue extraìdo del blog suspende el viaje : http://suspendelviaje.blogspot.com/
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